XLVI. Invierno

El palacio de Clermont estaba totalmente restaurado al comenzar diciembre. Se había mantenido la estructura que tenía antes de los dolorosos acontecimientos del verano del año anterior.

Desde el amplio vestíbulo se accedía a tres zonas: el salón, las dependencias de los criados y a unas escaleras que conducían al piso superior.

Al este, una gran puerta daba al gran salón, más enorme si cabe en aquellos momentos, pues, totalmente vacío, su altura y longitud impresionaban todavía más. Cuatro galerías servían como entradas de luz, al tiempo que se convertían en pequeños reservados dentro de aquel lugar poco dado a prestar puntos de intimidad. Permanecía sin amueblar, pues Danchart no sabía muy bien si terminaría respetando la estancia, que le parecía demasiado grande y con muy poca utilidad.

Al oeste estaba la puerta por la que se accedía al recibidor de la cocina. Curiosamente, aquella pequeña estancia, en la que Galé y Sonia improvisaron una habitación y una cama cuando Danchart estuvo enfermo, se había convertido en un lugar principal de la casa, pues era donde recibía Danchart a sus visitas. Aprovechando el tiro de la cocina anexa, también habían construido una chimenea y Danchart lo había convertido en su lugar de reposo y lectura. Desde allí se entraba en las cocinas: tan enormes como en las mejores épocas del palacio, pero víctimas de la misma sensación de soledad que aquejaba al gran salón, pues Sonia, única dueña y señora de aquellos dominios, apenas usaba una esquina como alacena y un par de fogones para cocinar. Allí también había una mesa, larga y estrecha, en la que comían normalmente Sonia y Danchart con la habitual presencia, aunque no diaria, de Galé. Por las cocinas seguía accediéndose a lo que antes fueran las habitaciones de los criados. Habían quedado reducidas a solo dos, y una de ellas había sido la elegida por Sonia para establecerse. Aunque Danchart insistió e insistió para que la muchacha se instalase en el piso de arriba, donde ella quisiese, Sonia siguió en sus trece y allí se quedó. Sobrando espacio, en la habitación contigua a la suya la joven colocó dos barreños con los que resolver las cuestiones de higiene personal.

Por último, del centro de la entrada partía una recia escalera de piedra que conducía al segundo piso del palacio, en el que se encontraban el resto de las habitaciones, hasta un total de seis. Dos de ellas al este, sobre el lado más bajo del gran salón, y las otras cuatro al oeste, siendo las más amplias y espaciosas las que daban al frente del palacio, con amplios ventanales y chimeneas propias en las que dejar el fuego encendido ahora que comenzaba a apretar el invierno. La más cercana a la escalera fue la que eligió Danchart para usar como propia. Danchart también ofreció a Galé la posibilidad de mudarse al palacio y de traer a su madre a vivir con ellos. Sin embargo, el jornalero prefirió declinar el ofrecimiento, aunque terminase por pasar allí la mayor parte del día haciéndose cargo de gran parte de los trabajos cotidianos que una finca como aquella requería.

El primer domingo tras terminar de arreglar el tejado del palacio, Danchart partió como cada día del Señor hacia la iglesia. Escuchó misa, con un terrible sermón del padre Rubán incluido. Oyendo hablar así a un hombre que él consideraba proclive a la idea de cambio dentro de la propia Iglesia, temió solo de pensar lo que se habría dicho en parroquias con curas más conservadores. Ahora la Asamblea ordenaba el abandono de los monasterios y todo parecía indicar que lo próximo sería la disolución definitiva de todas las órdenes religiosas. Sin embargo, lo más terrible para Danchart estuvo al final de la homilía, curiosamente, en la llamada a la esperanza del padre Rubán.

—No tengáis miedo. El Señor aprieta, pero no ahoga. Confiemos en la virtud de la conciencia de nuestro buen rey. Él no sancionará estas leyes injustas contra la voluntad de Dios que dictan los que en nombre del pueblo buscan solo su beneficio…, y algunos también dentro de la Iglesia, pues las ovejas no son siempre todas buenas, como el obispo Talleyrand, que solo busca su provecho y el de sus conocidos. Que vendió a sus amigos inmuebles de la Iglesia que valían millones de libras a cambio de papeles que valían poco más que la tinta y el papel gastado. Se han enriquecido a cambio de nada.

Danchart se estremeció al escuchar aquel nombre: el obispo Talleyrand. Y no se estremeció al recordar la última vez que se había visto con él, sino a los que estaban a su lado, quienes ahora, ricos y poderosos, serían todavía más terribles e inmisericordes. Pero el padre Rubán alzaba la voz y no dejaba a Danchart dedicar un segundo más a aquel pensamiento.

—Creedme. Antes de sancionar las leyes del diablo y poner a los siervos de Dios en manos del Estado, el rey huirá si hace falta. Y con el amparo de Roma y el resto de los hombres de Dios, que gobiernan sin faltar al Altísimo, las naciones de Europa volverán a traer a Francia la razón y la fe que algunos pretenden que perdamos.

Danchart tenía pensado quedarse a esperar al padre Rubán terminada la misa, con la intención de invitarle a comer y que bendijese las nuevas dependencias del palacio. Sin embargo, tras aquella soflama, y viendo en los corrillos a la puerta de la iglesia las caras de algunos de los hombres fuertes de la municipalidad, creyó que para él no sería bueno que lo viesen confraternizando con el sacerdote, y se fue directo a casa sin detenerse a hablar con nadie.

***

La llegada del invierno redujo las salidas de Danchart a trabajar para sus vecinos. Cuando el conde acababa sus noches en su nueva cama, se levantaba algo más tarde, sobre todo para coincidir también en el desayuno con Galé y evitar así esos largos e incómodos silencios con Sonia. Mientras Galé continuaba con su fino trabajo de carpintería en las estancias superiores, Danchart solía dedicar las mañanas a limpiar los caballos con mimo y celoso de dejarlos con la mejor de las presencias posible. Él mismo arreglaba las cuadras, armado de horquilla y cargando con todos los cubos de agua que fuesen necesarios. Después cogía la más grande de sus hachas y comenzaba a cortar leña, no solo para la actividad cotidiana del hogar, sino también para unirse a Galé y venderla en el resto del pueblo. A pesar del descenso de las temperaturas, Danchart enseguida entraba en calor y acababa por sacarse hasta la camisa, momento en el que Sonia dejaba de hacer lo que fuese para correr a reprenderle y recordarle su pasado de persona delicada de salud. Danchart se reía y, antes de comer, cogía alguno de los caballos, buscaba a Sonia, que solía estar haciendo algo en el jardín, y le gritaba: «Me voy a bañar al río». La muchacha entonces se sobresaltaba y le amenazaba con la escoba, pero Danchart reía y ella se conformaba con devolverle una sonrisa y verle regresar con la cabeza y las ropas secas, pues solo daba un largo paseo a caballo.

En las comidas, intercambiaban Danchart y Galé preguntas y respuestas sobre las necesidades del palacio y sus pequeños negocios madereros. Luego Galé solía marcharse a atender sus asuntos, de la índole que fuesen, y Danchart se sentaba en el recibidor —donde había pasado los días más duros de su enfermedad y que ahora se había convertido en su despacho—, tomaba café y leía la gran cantidad de periódicos que le mandaban Girardin y Beauchamp de París. Después atendía todas las cartas que le llegaban de su administrador, aquel alemán parco en palabras, que seguía siéndolo, y que nunca adjuntaba una sola frase que no fuese necesaria. Por más que lo buscaba y se fijaba, Danchart no encontraba un «¿qué tal?» o un «¿cómo está?» por ningún lado. El banquero le recomendaba principalmente invertir en el extranjero, pues la situación de Francia, aunque ofrecía a sus ojos un futuro apasionante, no era previsible en ese momento. A Danchart, acostumbrado a hablar de compras, ventas, participaciones, empresas, etcétera, desde que editaba las gacetas comerciales en Clermont, no le eran extraños los términos que utilizaba el alemán, y no solo aceptaba las inversiones que este le ofrecía, sino que se aventuraba a poner también las suyas encima de la mesa, consiguiendo excelentes resultados en varias de ellas, principalmente en los Estados Unidos.

Una o dos veces a la semana Couthon subía también a despachar los asuntos profesionales con Danchart, aunque la conversación acababa siempre en la arena política. En ese momento Danchart dejaba hablar al miembro de la cámara municipal, que ponía en boca de multitud de nombres —que Danchart solo conocía de leer en los periódicos y Couthon de cartearse con ellos— interesantes ideas que siempre llevaban, según el buen letrado, a un maravilloso lugar el futuro de Francia. Un futuro en el que siempre anidaba un pero. Couthon ponía cada vez adjetivos más duros a la actitud de la Iglesia francesa, y no podía evitar personalizar a esa Iglesia en el padre Rubán. Sus relaciones se deterioraban día tras día y apenas se veían. Danchart se sorprendió cuando se dio cuenta de que también él veía cada vez con menos frecuencia al padre Rubán; de hecho, ya solo lo hacía en la misa dominical.

Cuando Couthon se marchaba, Danchart se iba a pasear por los montes. Le encantaba sentir aquel frescor entrar en sus pulmones. Ver cómo caía la noche, notar el suave viento sobre su cara. Entretener sus dedos sobre el musgo, los sonidos de las ramas al romperse, las alas de los pájaros al revolotear y el suave ronroneo de los árboles acunados por el viento.

No le gustaba cenar mucho. Acudía a su cita con El Español y luego volvía a su despacho, donde llenaba la chimenea lo máximo posible para que, además de vencer al frío, con solo un par de lámparas de aceite más se llenase la habitación de luz. Se sentaba en un cómodo sillón traído de Lyon y encargado por Sonia expresamente para él a uno de los más reputados ebanistas del país, cogía a los clásicos griegos del teatro, principalmente a Sófocles y Eurípides, y se dedicaba a la lectura mientras a su lado Sonia calcetaba alguna prenda que regalaría a alguien una vez terminada. Así pasaban las horas hasta que Sonia era vencida por el cansancio y se retiraba.

Danchart compaginaba periodos de lectura con otros de absorta mirada perdida en el fuego. A veces acababa por levantarse e irse a la cama a dormir, y otras, por quedarse dormido en aquel mismo sillón. En esas ocasiones, casi en la mañana, era sorprendido por una madrugadora Sonia que, con sigilo, echaba algún leño más al fuego y lo cubría con una manta hasta los hombros. Y, aunque temerosa de romper el delicado sueño del muchacho, no evitaba pasar la mano por su cabello, su cara, sus labios… hasta que acababa por bajar la cabeza y volver a su habitación…

Ni la belleza salvará al mundo
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