XXVII. Bajo un techo cuajado de estrellas
Después de aquel día, Danchart no volvió a saber del padre Rubán, e intuía que era Galé el que le dejaba algo de comida cada mañana en la puerta del palacio. Pasaba días sin reparar en aquellos trozos de pan, chorizo o queso, de modo que la comida se iba acumulando hasta que Danchart se lanzaba sobre ella de vez en cuando.
Por lo que sí que mostraba un gran apego era por la ginebra: la había convertido en desayuno, comida y cena… Cosa que solo conseguía que Danchart pasase el día completamente borracho. Cogió gran afición a las danzas, y alguno de los atrevidos muchachos del pueblo lo había visto, oculto desde alguna escondida esquina de la finca, realizando todo tipo de bailes. Entrar sigilosamente en los límites del palacio y espiar al noble se convirtió en una de las actividades favoritas de los niños, que veían en aquel hombre delgado de pelo largo y barbudo que siempre tosía algo exótico y misterioso.
La voz se corrió por todo Clermont, que acabó por saber que el joven vizconde, convertido ahora en conde de Clermont, había vuelto y, al parecer, estaba un poco tarado. Cuando se enteraron en la taberna del Sapo de que era el noble el que llevaba larga cabellera y barba, enseguida lo relacionaron con el robo de la ginebra y, simple y llanamente, montaron una comitiva para ir a lincharlo. Tuvo que intervenir Galé quien, con la ayuda del padre Rubán, pagó a la mujer del tabernero el doble del precio por lo robado. Después, una llamada al perdón del abad desde el púlpito en la misa dominical consiguió que ya solo se hablase de Danchart para atribuirle alguno de los rumores más banales, osados e increíbles que circulaban por el pueblo.
Danchart decidió hacer del amplio salón del ala este sus habitáculos en el palacio de Clermont. Cogió la paja que le había dejado Galé e hizo un camastro, justo bajo el único trozo de techo que quedaba. Eso le evitaba despertarse calado por el rocío, aunque le colocaba encima una soga letal, pues un pequeño movimiento podía hacer que todo se viniese abajo sobre él en cualquier momento. El resto del salón era un amplio rectángulo salpicado por multitud de escombros, y el cielo azul durante el día y estrellado por la noche, su único techo.
Y sí, era verdad su gran afición a la danza. Danchart, bebido, solía rememorar los grandes bailes que en aquel salón se habían dado. Imaginaba la música y danzaba toda la tarde, haciendo reverencias a hermosas damas imaginarias y felicitando efusivamente a la orquesta tras alguna pieza excelentemente interpretada. Podía pasarse horas bailando de un lado para otro del gran salón… Pero al llegar la noche, se detenía ante los restos de la chimenea. Entonces se hacía el silencio, todo comenzaba a arder y todos aquellos nobles y princesas comenzaban a correr y a gritar. Se oían muchos gritos; gritos aterradores que se fundían en uno solo cuando Danchart observaba a su padre tendido ante la chimenea sangrando como un cerdo. Entre el fuego y el crujido de las vigas del techo, afectadas por las llamas, su padre se levantaba y le hablaba:
—¿Por qué me has matado?
—Yo no te maté. Yo no fui. ¡Yo no he matado a nadie!
—Tú me mataste, Danchart. ¡Tú mandaste a esa gente a por mí!
—¡Yo no hice nada! Yo solo di mi opinión. Fueron ellos los que te mataron…
—Sí, Danchart, tú me mataste. Eres un asesino…
—¡Mentira, yo no maté a nadie!
Y todo el techo del palacio de Clermont caía, víctima del fuego, sobre Danchart, que despertaba entonces, sudando y quizá tomado por la fiebre, tosiendo en su camastro de la esquinita del amplio salón.
Y ya era diciembre. Danchart se levantaba entonces y observaba la luna, que apenas acababa de salir. Quedaba absorto mirándola, y eran otros los pensamientos que acudían a su mente. Eran recuerdos de su infancia al lado de una bella muchacha; jugaba con ella, reía… y, ya mayores, la besaba. Era su amor. Su único amor, que también se hacía presente cada noche. El sonido de aquella maravillosa risa lo imbuía todo, y Danchart comenzaba de nuevo a llorar como un niño. Lloraba sin encontrar la calma y buscaba como un loco, en sus recuerdos, el momento exacto. Quería saber el momento exacto. Quería encontrar el segundo exacto en el que la había perdido…, y mientras hurgaba en su memoria, bebía. Bebía y bebía hasta que caía vencido por el alcohol y conseguía dormir un poco. En la mañana despertaba con algún chasquido, el ladrido de un perro, el cantar de los pájaros…, y permanecía inmóvil en su camastro, con la mirada perdida. Salía fuera y allí encontraba la comida: a veces le hacía caso, y la mayoría, pasaba de largo. Daba vueltas por la finca del palacio, se echaba sobre la hierba, se levantaba, subía al bosque, cavaba más en alguno de los agujeros y regresaba al salón del palacio. Entonces comenzaba a beber y a bailar y acababa borracho, víctima de alguna terrible pesadilla en la que todo acababa ardiendo y en la que su padre, moribundo al lado de la chimenea, le gritaba «¡Asesino!»… Y entonces despertaba. Y era de noche, y la noche se convertía en algo terrible donde le sobrecogía la soledad. Y se escuchaban los grillos y Danchart comenzaba a llorar. Y buscaba el momento exacto en el que la había perdido. Quería saber cómo y cuándo la había perdido. ¿Por qué había dejado de quererlo? Porque ella lo amó. Sí: ella lo amó. No pudieron ser falsas sus risas. No pudo ser falso cada beso que le daba. Estaba claro que ella lo había amado; por tanto, ¿dónde, cuándo le había dejado de querer?… Y entonces Danchart comenzaba de nuevo a beber, y bebía y lloraba, y lloraba y bebía… Y una mañana no fue el canto de los pájaros lo que le despertó, ni el zumbido del viento, ni el ruido de la lluvia al caer sobre el salón… Fue una enorme rata que lo olisqueaba y que apenas se inmutó ante la repentina mirada de aquellos tenues ojos grises. Danchart se sobresaltó, cogió una gran piedra de entre los escombros y golpeó a la rata: le dio en una de las patas traseras, pero, aun así, el animal consiguió salir corriendo, aunque poco tardó en detenerse.
Danchart la observaba y comenzó a moverse sigilosamente, intentando acercarse sin hacer ruido, quizá para asestarle un nuevo golpe, esta vez definitivo. La rata volvió a moverse un poco. Lo hacía hacia la puerta, pero su pierna maltrecha ya casi le impedía avanzar. Danchart la seguía. Reptaba como un lagarto tras ella. La rata parecía ser consciente del peligro e intentó no detenerse. Sus pasos eran cada vez más lentos y Danchart ya la sabía a su disposición. Sin embargo, no se apresuró para darle el golpe definitivo. Siguió tras ella. Arrastrándose sin dejar de observarla y con la piedra en la siempre dispuesta mano. La siguió hasta la puerta de la casa. Y allí, en el dintel, el animal ya rendido se detuvo. Danchart, extendido en el suelo, la miraba casi a los ojos hasta que, decidido, alzó la mano apretando aquella piedra, dispuesto a caer sobre la rata como el mayor de los castigos… Pero cuando iba a hacerlo, fue una bota negra la que la pisó con gran fuerza. Lo que vio Danchart fue la sangre y las vísceras del animal saltando por los aires, y la repugnancia lo hizo echarse hacia atrás. Quedó sentado con las piernas extendidas y apoyado en los brazos, intentando detener las arcadas que le producían los restos de vísceras y sangre que también manchaban su cara. Y alzó la mirada poco a poco, siguiendo el camino que le trazaba aquella bota. A la bota siguió un pantalón azul y a este, una camisa blanca cubierta por una fina chaqueta de color azul oscuro; y a ambas, una cara conocida en la que resplandecía una amplia sonrisa.
—¿Era tu comida para hoy?
Entonces Danchart no aguantó más y vomitó sobre la bota de Rasjwonski.