XLVIII. Juramentados y refractarios

En las siguientes semanas Danchart se sintió abruptamente de regreso en el mundo real. Si la carta de Mirabeau había servido de catalizador de su vuelta a los problemas políticos de Francia, el padre Rubán fue el maestro de ceremonias de la realidad cotidiana del país. Y lo hizo desde el púlpito de la iglesia de Clermont. De todas las misas dominicales salió Danchart a toda prisa, temeroso de ser relacionado con el sacerdote, que no tuvo piedad en ellas de los poderes políticos nacionales y locales.

La Asamblea había colocado definitivamente a la Iglesia de Francia entre la espada y la pared. Cual plaga bíblica, ya no habría lugar para los tibios dentro de las fronteras del país. Cada sacerdote debería retratarse y posicionarse a favor de la Iglesia del Estado —fiel a los poderes públicos y elegidos por el pueblo— o a favor de la Iglesia romana, católica y apostólica, y deber obediencia a la jerarquía papal, cardenalicia y obispal. Y los que primero tendrían que hacerlo serían los propios obispos, llamados por la Asamblea a jurar sus cargos a principios del nuevo año.

El padre Rubán ya se había posicionado y calificó de hereje y apóstata a cualquiera que se prestase a esa pantomima que pretendía la Asamblea. Lógicamente su actitud no gustó a los poderes locales, y Couthon fue el elegido por la autoridad municipal para llamar a capítulo al sacerdote. Así fue como se vio Danchart envuelto en un problema del que había tratado de alejarse todo lo posible. Couthon prefirió evitar un enfrentamiento directo con el sacerdote, al que le unía si no la visión política o incluso una amistad fraternal, sí un profundo respeto ganado mutuamente en decenas de tertulias en el palacio de Clermont, donde si bien sus ideas habían colisionado, siempre lo habían hecho con la pasión ordenada de las buenas personas.

Esa fue la razón por la que Couthon no se dirigió personalmente al sacerdote, sino, una tarde de domingo y en la salita del palacio de Clermont, a Danchart lisa y llanamente:

—Danchart, tenéis que hacer callar al padre Rubán.

El conde se sintió atenazado al escuchar al miembro de la municipalidad.

—Deberíais saber que hace falta algo más que una buena intención para hacerle callar.

—Está poniendo en tela de juicio las decisiones de la Asamblea, y eso nos pone a nosotros, los representantes de la legalidad, en una posición muy delicada.

Danchart, incómodo, no encontraba una solución.

—¿Y qué queréis que haga yo?

—Que habléis con él. Que le digáis que se ciña un poco más a la Biblia. Por lo menos hasta que se tome una decisión definitiva en París. Quizá esto se arregle y todas esas soflamas no hayan servido para nada.

—Sigo pensando que me otorgáis demasiado poder. No creo que sea yo el que logre cambiar los actos al padre Rubán.

—Pues será mejor que seáis capaz. Mirad, Danchart, no hace mucho tiempo que en este país resolvimos algunos problemas de la peor de las maneras: vertiendo sangre, inocente o culpable, a borbotones. Vos lo sabéis bien. Más de uno cree que la mejor solución a la incontinencia del padre se solventa en un camino alejado una noche sin luna… Solo os pido que habléis con él.

***

Danchart se conformó por el momento con encomendar al Señor que encontrase una solución, y acudió a la misa de Navidad con un buen fardo de rosarios rezados bajo el brazo y con la única plegaria para el Altísimo de que iluminase al padre Rubán en su prédica. No pareció del gusto del Creador el deseo, y las palabras del padre Rubán se llevaron por delante al mismo rey, por cómplice, con su tibieza, de los tejemanejes asamblearios. Danchart volvió a salir corriendo de la iglesia, temeroso en esta ocasión no solo de que alguien le viese hablar con el padre Rubán, sino también de que Couthon le recriminase su falta de éxito en la gestión encomendada; empresa que, por otra parte, él ni siquiera había iniciado.

Se armó de valor y esa misma noche se fue hacia la casa parroquial en la que habitaba el padre Rubán. Prefirió ir al final de la tarde, con la intención de que nadie lo viese, aunque temeroso de que precisamente ese sigilo buscado se convirtiese en un arma en su contra si alguien lo veía. A pesar del frío nocturno, Danchart fue a pie hasta allí. Le gustaba caminar en aquel clima intempestivo, armado solo con un palo que se convertía en sus ojos y siguiendo senderos estrechos y llenos de vegetación.

Cuando llegó a la casa del padre Rubán, la encontró totalmente a oscuras. Pensó que quizá el sacerdote ya estaba en la cama e hizo algo de ruido bajo la ventana, para acabar dando algún pequeño grito llamando al cura. De nuevo no obtuvo contestación y se dirigió a la puerta; para su sorpresa, no la encontró cerrada y la abrió con un leve empujón. Volvió a llamar al padre Rubán y volvió a recibir el silencio como respuesta. Encendió una vela que había sobre la cocina y revisó toda la casa, pero no encontró a nadie. Danchart comenzó a sentirse nervioso al pensar qué podía haberle sucedido al sacerdote y, sin embargo, no podía decir a ciencia cierta que algo anormal hubiese ocurrido. Después de todo, eran comunes esas desapariciones del padre, metido siempre en viajes relámpago a París y Lyon, e incluso a Roma en alguna ocasión. No notó nada extraño en las cosas de casa y, a no ser por el hecho de que estuviese la puerta abierta, nada daba pie a pensar que algo malo había sucedido. Nada, salvo el creciente clima de tensión que se respiraba con la situación de la Iglesia, y que volvía a convertir a todos en buenos o malos según quien los viese. Eso también recordó a Danchart que si alguien le veía saliendo de la vivienda del sacerdote a aquella hora, no sería de extrañar que lo pusiesen en el saco de los buenos o de los malos, según de quien fuesen los ojos que lo pillaran in fraganti.

Danchart prefirió no volver a arriesgar su reputación en una nueva visita a la casa parroquial, y los días siguientes simplemente le pidió a Galé que le llevase una cesta con huevos al sacerdote. Galé no era un hombre temeroso de dimes y diretes, y a fe que podría incluso blandir su horquilla contra quien osase hablarle mal del padre Rubán —algo que también podría hacer si era de monsieur Couthon de quien le maldecían, lo que a buen seguro acabaría siendo un problema para el campesino—. La cuestión fue que los huevos siempre retornaban al palacio de Clermont y las visitas de Galé acabaron por confirmar la apreciación de Danchart: el sacerdote no estaba en Clermont y la casa seguía abierta. No le costó a Danchart sembrar en el buen Galé la curiosidad sobre dónde estaría el padre Rubán, y la última noche del año aquel le confirmó que nadie lo había visto en Clermont desde la misa de Navidad.

La Nochevieja la pasó Danchart en El Español. Con los campesinos de Clermont, brindando por la prosperidad futura y rodeado de buenas intenciones. Se cantaron las coplas más populares en clima de camaradería y con constantes risas. Y aunque Danchart trató de escabullirse, no pudo evitar también ser él víctima de las chanzas y las burlas cuando se subió sobre la mesa y demostró sus dotes como barítono.

Poco faltaba para salir el sol cuando Danchart regresó a casa. Sintió la tentación de entrar en la cocina para comer algo, pero le detuvo el miedo a, con algún incontrolado ruido, despertar a Sonia. Acabó por sentarse en su sofá, sin fuerzas para poner la leña a arder y quedándose dormido sin ni siquiera quitarse las botas. Aun así, despertó a media mañana con una manta cubriéndole hasta el cuello y una cálida sensación en los pies que llegaba desde la chimenea.

Con el año nuevo volvieron los problemas viejos, y los primeros periódicos que llegaron con noticias desde París traían las peores que Danchart esperaba. La guerra final se había desatado entre la Asamblea y la Iglesia. Definitivamente se había obligado a los miembros eclesiásticos a jurar la constitución, y en la misma sede de la soberanía popular se había producido la primera rebelión. Al abad de Pancemont no le tembló la voz para, desde el mismo centro de la Asamblea, exclamar con firmeza: «No prestaré juramento, mi conciencia me lo prohíbe».

Él fue el primero de una larga lista, que acabó por hacerse tan extensa que comenzaron a llamarles los refractarios: refractarios al nuevo orden y leales a Roma. En su contra se pusieron los que pasaron a ser conocidos como juramentados, que no tuvieron problema en anteponer el nuevo orden a su obediencia al papa. Entre los sacerdotes de a pie, nunca uno de los grupos fue mucho mayor que el otro, aunque la diferencia en la jerarquía sí que fue clara: solo siete obispos se atrevieron a poner al sucesor de Pedro por debajo del Estado, pero la excomunión dictada por el papa contra ellos fue una condena a la que no mostraron mucho temor.

A Danchart no le extrañó encontrar en la prensa al obispo Talleyrand a la cabeza de los juramentados, pues intuía que su devoción hacia la vida disoluta era mayor que hacia el Sagrado Corazón. Seguro que él y sus amigos pensaban que se podía sacar mucho más partido de su lealtad a la cámara de diputados que de la lealtad a la curia romana.

Las noticias que llegaron después se le antojaron previsibles a Danchart y lo llenaron de angustia. Curas refractarios aparecían muertos por todas partes, presentados como enemigos de la revolución y espías para el extranjero. Danchart no pudo quitarse de la cabeza durante días qué suerte habría corrido el padre Rubán, pues no tenía ninguna duda de que se había alineado con los refractarios. La casa parroquial seguía exactamente como la había visto con sus propios ojos, y así se lo confirmaba Galé cada día. ¿Y si las amenazas de las que le había hablado Couthon se habían cumplido? ¿Y si el padre Rubán llevaba ya tiempo en algún camino alejado?

Danchart dejó que aquel pensamiento le atormentase una noche, pero no una segunda. Por la mañana temprano fue a buscar a los hijos de los campesinos Millard y Berizot, con los que tan buen trato había cuajado en el tiempo de la siega, a los que más de una vez había pagado generosamente el día por ayudarles a él y a Galé con las obras del palacio y con los que había ido alguna vez a pescar. Les dijo a los padres que los necesitaba para ir a cazar, y a cambio de un generoso sueldo, estos no tuvieron problema en dejarlos ir. Los chicos, encantados, pues sabían que el conde no tendría problema en doblarles la soldada sin que sus padres se enterasen y que la comida y la bebida no faltaban en la mesa. No se equivocaron del todo aquella vez: Danchart no les ofreció el doble de lo hablado, sino el triple, aunque les pidió a cambio máxima discreción.

—Chicos, buscamos al padre Rubán. Quiero que peinemos todos los montes y caminos. Los sitios más recónditos, pero también los más obvios… Si lo han hecho aquí, quiero encontrarlo… No volverán a cometerse más crímenes impunes en Clermont.

Al grupo de búsqueda se unió Galé. Los cuatro a caballo, cada uno por su lado, pasaron el día y parte de la noche revisando cada esquina del condado, pero no vieron nada. Al día siguiente reanudaron la búsqueda. Danchart les pidió esta vez que bajasen de los caballos, que revisasen cada fragua, cada matorral, cada roca…; aquello hacía la actividad más ardua, y Danchart empezó a darse cuenta de que podía llevarles semanas, pero no dudó en su determinación.

Al tercer día estaban rendidos. Cenaban algo en la salita de estar del palacio mientras debatían nuevos lugares en los que buscar cuando Sonia entró abruptamente en la sala.

—Danchart, hay alguien en la casa parroquial.

—¿Cómo?

—Sí, venía del pueblo de hacer unas compras y al pasar por allí vi cómo se cerraba una puerta.

—Eso ha podido ser el viento o algún animal…

—No, Galé. Era una persona. La vi entrar.

Danchart no quiso seguir especulando y salió corriendo. Los muchachos y Galé no tardaron en seguirle, aunque a caballo y a galope tendido el conde de Clermont era inalcanzable. Danchart no se detuvo a esperarlos y nada más llegar desmontó y se encaminó a la casa sin pararse a pensar en quien le viese o quien le pudiese estar esperando.

Volvió a encontrar la puerta abierta y entró sin miedo. En el primer vistazo comprobó que Sonia no mentía. Alguien había estado allí, seguro. Los cajones estaban abiertos. Ropa, platos, papeles estaban tirados por el suelo sin ningún orden. Sin embargo, la puerta de la habitación estaba cerrada. Danchart cogió un candelabro a modo de arma y empujó la puerta. En ese momento un sonoro portazo se escuchó a su espalda. Danchart se giró rápidamente y vio al joven Berizot, que acababa de llegar; no tardaron mucho en hacerlo también Millard hijo y Galé.

Entre los cuatro revisaron la casa de punta a punta, pero allí no había nadie. Solo desorden y más desorden. Danchart no sabía qué pensar sobre lo que tenía ante sus ojos por lo que, vencido y cansado, terminó por mandar a cada uno a su casa y él se fue a la suya. Cenó un plato de caldo caliente y se sentó ante la chimenea, con un libro entre las manos y el ruido de las agujas de calceta en los dedos de Sonia como sonido de fondo. Ni siquiera abrió el libro. Enseguida perdió la mirada entre las llamas buscando una respuesta, que no encontró. Las que le venían a la cabeza le parecían o muy simples o demasiado complicadas. Atenazado, terminó por dejar el libro sobre la mesa y levantarse. Sonia, que no le perdía de vista y adivinando sus intenciones, le pidió que no saliese sin ponerse un abrigo.

Danchart le hizo caso y cogió uno del perchero de la puerta. No le tenía miedo al frío. Al contrario, le gustaba sentirlo en las mejillas mientras disfrutaba de la sensación de abrigo en el resto del cuerpo. Danchart anduvo durante un rato por el porche. Quería que ese frío que sentía en la cabeza le despejase las ideas, aunque no lo conseguía. Era tarde y quería madrugar al día siguiente para continuar la búsqueda, pero algo le impedía irse a la cama. Prolongó uno de sus paseos un poco más allá del porche hasta el mirador en el que estaba la mesa en la que comían en verano. Todo estaba sucio por el desuso, mojado y con hierbajos. Se giró para volver al palacio y entonces, al alzar la vista, distinguió una luz que parpadeaba a lo lejos. Danchart no tuvo duda de dónde provenía: era de la capilla del palacio.

No tardó en reaccionar medio segundo: fue a por el hacha grande de cortar la leña y se dirigió hacia allí. Conforme se acercaba a la capilla su sospecha se confirmaba. La luz era clara. Alguien estaba allí dentro. Danchart no abrió la boca hasta que llegó a la puerta. La abrió con una fuerte patada y entró blandiendo el hacha. El padre Rubán, que leía sentado en una banqueta, se giró asustado y gritó «¡Danchart!», con tan buena suerte que el conde de Clermont lo reconoció antes de dejar caer el hacha.

—Padre Rubán, ¿qué hacéis aquí? No sabéis lo preocupado que me teníais.

Danchart dejó el hacha en el suelo y se abrazó al sacerdote.

—¿Os han hecho algo? He estado en vuestra casa y estaba todo revuelto.

—Sí, he sido yo. Tenía prisa.

—¿Vos? —Danchart sonrió—. Y yo que ya pensaba lo peor… Pero ¿qué hacéis aquí? Os he estado buscando por todas partes.

—Bueno, me buscabas y te encontré. Sabía que antes o después vendrías aquí.

—Pero ¿por qué no habéis venido al palacio?

—Danchart, sabes bien que estos son momentos complicados para la Iglesia y para los que vivimos entregados a ella. Sé que tu casa es frecuentada por Couthon; no en vano la he compartido muchas veces con él… No quería arriesgarme a encontrarlo y ponerte a ti, a mí e incluso a él en una situación delicada… Sabía que acabarías por venir aquí y tenía por seguro que Couthon no lo haría por nada del mundo. Lo que tengo que decirte es importante y no puedo correr riegos.

Danchart, que se alegraba de ver al sacerdote sano y salvo, se sintió de repente trastornado, inquieto, temeroso de escucharle.

—Decidme entonces.

—Danchart, ha llegado la hora. La revolución ha pasado el límite y los buenos cristianos debemos actuar.

Danchart intentó poner fin a aquello antes de empezar, pero sabía de antemano que su argumento se estrellaría, así que calló.

—El rey ha sancionado la constitución civil del clero…, ya es legal… Yo soy leal al papa, no al rey.

Danchart se llevó las manos a la cabeza y se sentó también él, cada vez más resignado y asustado.

—Danchart, he estado en París. Me consta de primera mano que el rey sancionó la constitución civil del clero pensando que el papa la aceptaría. Que lo hizo contra su voluntad y que, ahora que sabe que Roma no la acepta, está dispuesto a cambiar su firma, a retractarse.

Danchart no dejaba de pasarse las manos por los cabellos.

—Y ¿qué tiene que ver eso conmigo?

—Hay que sacar al rey de París. Allí no es libre. Está secuestrado por la Asamblea.

—No… No… No…

—Danchart, vamos, sé coherente con tu fe. La fe en Cristo es también la fe en su Iglesia.

—Pero padre, ¿por qué yo?

—Porque tú conoces bien París. Ya has demostrado que eres un hombre capaz de actuar en situaciones así. El rey confía en ti, o por lo menos confía en el apellido de tu padre, en tu sangre noble. Habrá que gastar dinero…

Danchart callaba al tiempo que escondía su cabeza entre las manos.

—Vamos, Danchart, yo mismo propuse tu nombre. Eres un buen cristiano. La huida del rey es la única solución, créeme.

Danchart levantó por fin la cabeza.

—¿Por qué me lo pedís a mí, padre? ¿Por qué me lo pedís ahora que he encontrado la paz?… Vos que sabéis bien todo lo que me ha costado…

—Danchart, cuando el Señor nos llama…

—¡No me está llamando el Señor! —alzó la voz al decirlo, para luego exclamar primero con dolor y luego con cierto aire de reproche—: ¡Me lo estáis pidiendo vos! Vos…, que lo habéis convenido… sabe Dios con quién. Con el papa y el rey, o quizá con algún cura borracho y otro demente… Quién sabe… Vos nunca me contáis nada, siempre me pedís fe.

—Danchart, si no te lo cuento es por tu seguridad…

—No, padre Rubán, por favor, no tratéis de convencerme. Dejadme vivir tranquilo aquí, en Clermont. Sin meterme con nadie. Por favor, os lo suplico. Solo quiero vivir en paz.

El padre Rubán suspiró entonces profundamente, se levantó y pasó su mano cariñosamente por la cara de Danchart. Después salió de la capilla y lo dejó solo, sentado con sus pensamientos. Al conde de Clermont se le llenaba el pecho de latidos repletos de sensaciones distintas. Esperó a que estas se calmasen y dejasen a su corazón volver a la rutina. A esa rutina que cada vez se le hacía más indispensable.

Ya calmado, volvió al hogar. Sonia, nerviosa, lo esperaba en la puerta.

—¿Dónde estabas? Me tenías preocupada.

—Lo siento, me entretuve paseando —respondió Danchart con una sonrisa cariñosa; la mandó pasar delante de él y ambos entraron en el palacio.

Ni la belleza salvará al mundo
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