XXXIV. Papel y pluma

Galé se estaba pensando lo de dejarlo tirado en mitad del camino cuando Danchart recuperó parte de la consciencia, se zafó de los brazos del fornido campesino y comenzó a andar por su propio pie. A Galé le venían nuevamente cientos de reproches a la cabeza, pero en la oscuridad y con el silencio como cómplice del noble, también él optó por mantener la boca cerrada. ¿De qué le podía valer comenzar de nuevo a reprochar al joven su actitud? Todo estaba dicho. Ni sus palabras serían nuevas en los oídos del conde ni la contestación, de su gusto. Prefirió acompañarlo en el silencio. Y así lo hizo, pero por poco tiempo, pues a la primera oportunidad tomó la dirección contraria y dejó al chico en mitad de la noche sin apenas decirle adiós.

Danchart agradeció su silencio y continuó su camino sin prestar más atención de la debida a la dirección a tomar. Caminó horas. Ido. Con su cabeza llena de alcohol y con la mente tan vacía como siempre, acabó por caer rendido en mitad del bosque, entre matojos y con un montón de hojas por almohada. Como todo buen borracho, estaba a escasos metros de su hogar, que ahora era la capilla de Clermont.

Allí le despertó el canto de los pájaros bien entrada la mañana el día siguiente, y el siguiente, y el siguiente… Hasta que una mañana, tras despertar, ya no cerró los ojos para seguir durmiendo, sino que se levantó y bajó hacia el palacio de Clermont. No encontró a Galé a primera vista, así que dio varias vueltas hasta que el zumbido de una teja pasó sobre su cabeza y en un acto reflejo acabó con su cuerpo en el suelo. Una nueva teja se partió a su lado. Danchart se levantó como pudo y alzó la vista. Sobre el tejado del palacio de Clermont, Galé soltó una risotada y le lanzó otra teja, esta vez directa a su sesera, con lo que Danchart tuvo que tirarse al suelo de nuevo.

—Estás loco, Galé.

—Ja, ja, ja —reía el campesino—. Solo hacía una comprobación.

—¿Ah, sí? ¿Cuál? ¿Si se rompen las tejas al chocar contra el suelo?

—No. Que para tener tan pocas ganas de vivir, ponéis los cinco sentidos en que no os descalabren.

Danchart volvió a levantarse y gesticuló hacia Galé con intención de preguntarle si había terminado la lluvia de tejas.

—Tranquilo, muchacho. Veo que habéis recuperado las ganas de vivir.

Danchart prefirió no entrar en debate con Galé y fue directamente a lo que había venido.

—Necesito una mesa. Papel. Y mapas de Francia. Tinta, plumas…

—Muy bien, pasad a la biblioteca y cogedlas.

Danchart miró sorprendido entonces hacia la puerta del palacio y dio un primer paso hacia ella, con la ilusoria idea de dirigirse hacia la biblioteca…, pero no había empezado el segundo cuando cayó en la cuenta de que la biblioteca debería de estar bajo los pies de Galé, y a simple vista continuaban los muros derruidos y las ruinas como garantes de que allí no quedaba nada.

—Muy gracioso, Galé. Pues mándalos traer. Y hoy mismo, a poder ser.

—Calma, conde, calma.

—¿Y la prensa?, ¿dónde está la prensa que me mandan de París?

Galé comenzó entonces a caer en la cuenta de la actividad frenética del joven y recobró una vez más la esperanza de que hubiese salido de su profundo y oscuro pozo.

—No está aquí. Por la mañana temprano viene monsieur Couthon a leerla y se la lleva.

—¿Cómo? ¿Viene aquí y se lleva los periódicos que me mandan de París?

—Hombre… Él viene siempre con la intención de hablar con vos, pero ya veis que no dejo que os molesten. Con lo atareadas que tenéis las mañanas…

Danchart percibió el tono burlón del campesino, pero no le hizo caso.

—Viene, tomamos café y luego él se marcha. Como vos nunca hacéis caso de esos papeles, no pensamos que un día vinieseis reclamándolos como si en ellos estuviese escrito el día del fin del mundo.

—Pues si no os importa a vuestras señorías, a partir de ahora dejadlos aquí para que yo también pueda leerlos.

Galé continuó con la chuscada…

—Muy bien, ese es el espíritu de la revolución. Compartir.

… Y Danchart con su indiferencia.

—Consígueme cuanto antes lo que te he pedido.

Y sin esperar respuesta ni buscarla, volvió hacia su sitio en la capilla.

***

A la mañana siguiente, al alba, cuando llegó Galé, Danchart le esperaba ya en la puerta del palacio con los ojos abiertos y enrojecidos, víctimas del insomnio.

—Pero vienes con las manos vacías. ¿Dónde está el papel, las plumas…?

Galé le miraba sorprendido.

—Calmaos, muchacho. Monsieur Couthon se ha ofrecido personalmente a traerlas.

—¿El que se lleva mis periódicos?

—Sí, y no insinuéis que os los roba. Es mucho mejor persona de lo que vos llegaréis a ser… ¿Qué digo de lo que vos? ¡De lo que cien como vos puedan llegar a ser!

Danchart permanecía en pie, de un lado para otro con paseos cortos y siempre con la mirada clavada en la entrada del palacio de Clermont. Galé le observaba sin decir palabra mientras calentaba algo de leche. Tomó su café, comió algo de pan y se encaminó al tejado del palacio; sus únicas palabras cuando pasó al lado de Danchart fueron:

—Tomad algo de leche caliente y pan. Están sobre la mesa.

El conde fingió no oírle, pero acabó por dirigirse adonde le habían indicado. Se sentó en el viejo y destartalado sofá que había sido de su padre y también él rompió el ayuno. Tras llenar el estómago con algo caliente, y recibiendo los primeros rayos de sol en la cara, Danchart acabó por cerrar los ojos, dejarse caer en la silla y sentir una inmensa paz. Fue poco más de una hora en la que el sueño lo tomó dulcemente, sin sobresaltos, como si ambos fuesen viejos amigos. Fue poco más de una hora, pero para Danchart aquel tiempo en paz consigo mismo fue el mejor de los bálsamos. Cuando Galé le puso la mano suavemente sobre el hombro, despertándolo sin ningún sobresalto, puso también el mejor de los finales a aquellos momentos de paz. Danchart abrió los ojos, y ante él, sonriente, encontró a monsieur Couthon.

—Perdonad mi imprudencia al llevarme vuestra prensa. Espero sepáis disculparme.

—No os preocupéis —dijo volviendo a aquella hermosa mañana.

—Os he traído todo lo que me dijo Galé, y más si necesitáis. No dudéis en pedírmelo, os lo ruego.

Danchart se levantó e hizo por que Couthon ocupase su sitio, pero este se negó agradeciéndole la deferencia y tomando asiento en la silla de madera que Galé le disponía. Allí lo asentó su criado, que después se hizo a un lado. Galé también volvió a sus quehaceres, y Danchart no pudo negarse a sentarse de nuevo al lado de Couthon, con la mesa llena de papeles, plumas, cartabones…, pero también magdalenas y croissants.

—Insisto en pediros disculpas por lo acaecido con la prensa. Como nunca os veía y…

—Dejadlo, de verdad, no tiene importancia. De hecho, podéis llevárosla cuando queráis.

—No, no, por Dios —sonrió Couthon.

—Bueno, dejemos el tema o se hará una conversación eterna y sin sentido.

Couthon le tendió entonces la bandeja de croissants y Danchart, que poco más que pan duro había comido los últimos meses, no dudó en tomar uno y llevarlo a la boca.

—En fin, ¿qué opináis sobre la situación en París? Parece que la nueva constitución camina con paso firme.

—Tendréis que ponerme al día. —Danchart corrigió su postura en el asiento y mostró gran interés en escuchar a Couthon. A este le agradó la disposición del joven y, aunque había venido con el firme propósito de escuchar, no tuvo reparo alguno en comenzar a hablar.

—Pues caminamos firmemente hacia la división de poderes. Sabréis que los miembros de la Asamblea han decidido no abandonar sus puestos hasta que esté redactada una constitución. Ya se han producido algunas reformas en la administración de justicia, que ha dejado de estar bajo el poder del monarca y se ha convertido en organismo independiente. Obviamente, el libre comercio será uno de los pilares de esa nueva constitución. Y además, hay que agradecer la colaboración del rey, que parece aceptar de buen grado la monarquía constitucional.

—Interesante, monsieur Couthon, pero, puesto que dais la impresión de ser un hombre sabio, decidme algo que esté más allá de esas ideas que publica la prensa. ¿Quién manda en París? ¿Sigue siendo el rey? ¿Quién dirige la Asamblea?

Couthon, lejos de incomodarse por aquellas preguntas, pareció agradecer con su gesto que se las formulase.

—Veo que vuestra fama es bien merecida, pues son esas mismas preguntas a las que yo busco respuesta, y no os miento cuando os digo que es en vos en quien espero encontrarlas. Vos habéis vivido la revolución, conocéis a los personajes que controlan la Asamblea…

—Bien, resulta evidente que desde aquí es difícil dar respuesta a esas cuestiones. Decidme, ¿qué se sabe de los nobles?

A Couthon le sorprendió la pregunta y la respondió intrigado.

—Pues cada vez menos. Los que como vos han sido leales al pueblo son cada vez más felices, y los que no, pues salen del país como pueden: si no han sido crueles con el pueblo, lo hacen por caminos secundarios lejos de la muchedumbre, e incluso con alhajas y dinero en los bolsillos. Pero ¡ay de los crueles!, pues los pocos que han conseguido escapar a la justicia del pueblo caminan escondidos entre la maleza buscando las fronteras… ¿Queréis saber algo de alguno en particular?

Danchart notó un especial interés en la pregunta de Couthon. Si algo había aprendido en sus meses parisinos es que a veces la prudencia era el mejor de los caminos.

—No, no. Reminiscencias de clase, supongo.

Cogió algunos de los panfletos llegados de París y comenzó a ojearlos: Révolutions de Paris, Le Patriote Français, Le Moniteur Universel, L’Apocalypse, Histoire de Révolutions de France et de Brabant, L’Ami du Peuple… Danchart extendió sobre la mesa todos los periódicos, algunos firmados por viejos conocidos suyos y otros por absolutos desconocidos… Pudo distinguir cada letra impresa por su vieja imprenta; descubrió marcas de Beauchamp y Girardin en cada esquina del papel. Pasó la mano por encima de cada hoja con una delicadeza extrema, lentamente, temeroso de doblarlas o romperlas. De repente, se asustó al ver sus manos sucias, y ya únicamente pasó las yemas de sus dedos con el fin de no manchar aquellas páginas.

—Hermosos, ¿verdad?

—Sí, son muy importantes para garantizar la libertad del pueblo.

—No lo digo por eso, que también… ¿Habéis visto las aes? Siempre me han gustado las aes, con ese hermoso ribete superior…, y las erres, tan cambiantes… Creo que he visto más de veinte erres distintas en mi vida, todas reconocidas y saludadas.

Danchart pasaba absorto las manos sobre las líneas hasta que la vista se detuvo en una de las noticias.

—Vaya, curioso invento.

Couthon, que había asistido en silencio sepulcral a los arrebatos místicos de Danchart, recobró también la atención y dirigió su mirada a uno de los periódicos, en el que se podía leer:

El doctor Guillotine presentará una medida revolucionaria para acabar con el dolor de los condenados a muerte.

Una rápida lectura valió a Danchart para enterarse de que el reputado médico había diseñado una máquina cuyo principal engranaje era una afilada hoja de cuchilla que en segundos separaba la cabeza del tronco del reo, evitándole así un innecesario dolor y sufrimiento que, por el contrario, padecían los condenados a la soga.

Couthon, que ya había leído y releído toda la prensa, le amplió la información:

—Sí, un gran invento, aunque creo que más que un invento es una mejora de las que se utilizan en otros países. Seguro que la Asamblea la aprobará y dejaremos de emplear esas prácticas bárbaras que impiden al hombre, aun delincuente, morir con dignidad.

Danchart cogió entonces las plumas y el papel que Couthon le había traído.

—¿Y el mapa?

—Tened. Os lo he traído en un portafolio… Es enorme.

—Fantástico, mejor así. Y una mesa. ¡Galé! ¿Dónde está mi mesa?… ¡Galé, mi mesa! ¡Galé!

El campesino apareció en las alturas del tejado del palacio.

—¿No os vale esa en la que estáis?

—¿Esta? ¡Pues claro que no! Tengo que llevármela arriba. Necesito una mesa de madera que pueda mover.

—¿Qué vais a hacer? Si no es indiscreción… Gustosamente os ayudaría.

—Os lo agradezco, Couthon, pero de momento no es necesario. Lo que sí necesito es una mesa. Me conseguiréis vos una en Clermont, ¿verdad?

—Por supuesto. ¿De qué la queréis?, ¿de roble?, ¿ébano?…

—Me da igual con tal de que no tenga muchos agujeros y sea lo más plana posible.

—¿De qué habláis? —gritó Galé desde lo alto.

—Le pido a monsieur Couthon que me compre una mesa, ya que tú no has sido capaz de conseguirme una.

—Los nobles y los burgueses como vos acabarán entendiéndose. ¿Sabéis por qué? Porque todo lo solucionáis comprando cosas. No hace falta que compréis una mesa; yo mismo os la haré esta tarde.

—Si puedo tenerla esta tarde, mejor que mañana —fue la única contestación que Danchart le dio.

Couthon hizo entonces un gesto a Danchart, que recogía el papel y las plumas, para que el joven se acercase.

—Danchart, me consta que estuvisteis al lado del pueblo en los sucesos de París, y por eso nadie ha puesto impedimento alguno a vuestro regreso a Clermont. Además, aunque vuestra actitud inquieta a algunos, a otros nos tranquiliza bastante, pues está claro que no sois uno de los negros.

—¿De los negros?

—Bueno, así les llaman a algunos nobles que no están muy de acuerdo con el rumbo que ha tomado el país.

—Entiendo.

—Ya os digo que no desconfío de vos, ni mucho menos, pero bueno… Sois hijo de quien sois, y el título de conde de Clermont puede asustar en muchos sitios solo con pronunciarse, lo ostente quien lo ostente.

—¿Por qué me decís eso?

—Bueno, los dos sabemos que la tinta y la pluma bien usadas pueden ser mucho más peligrosas que todo un ejército…

—Ya, y vos sois miembro de la municipalidad de Clermont.

—De no ser así, no os habrían llegado esas hojas y esas plumas.

—No nos conocíamos de antes, y eso que conozco a casi todo el mundo en la región… ¿A qué se debe esa confianza en mí y ese interés por venir aquí y hablar conmigo?

—Mirad, cada uno es libre de crear a sus héroes. Quizá yo os haya puesto entre los míos porque habéis vivido momentos que me gustaría haber vivido a mí. Yo nunca saldré de Clermont, mis piernas me lo impiden. Vos sois lo más cerca que estaré en mi vida de París y de la revolución.

Danchart sostuvo la mirada triste de aquel hombre, pero no se compadeció.

—No creo que vuestra enfermedad os impida llegar a París, y una vez allí, creedme, las piernas no serán lo que más necesitéis… Por cierto, me falta la tinta.

—Lo sé, todavía no sabía si debía dárosla.

Y extendiendo la mano le acercó, para que lo cogiese, un bote de tinta.

Ni la belleza salvará al mundo
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