LXXII. Purga en París

Monsieur Roland no necesitó de guillotina, ya que se suicidó cuando supo la noticia. Eran muchos los que ahorraban trabajo a «la nueva reina» de Francia y asumían su destino. A Danchart le irritaban sobremanera los que recibían su visita inertes, con las venas cortadas, en irreversibles sueños provocados por narcóticos o colgados de las vigas de sus casas.

La Convención estaba llevando a Francia a nuevas cotas de libertad inimaginables un lustro atrás. La esclavitud era abolida en las colonias y se preparaba una nueva constitución que garantizaba el sufragio universal: un hombre, un voto.

Si la guillotina era la nueva reina, la razón se convirtió en la nueva diosa. Robespierre intentaba así reconducir el brutal anticlericalismo que ya no tenía como víctimas a los sacerdotes refractarios, sino a cualquiera que formase parte del clero o, simplemente, estuviese a favor de él, por muy leal que fuese a la República. Lástima que las representaciones en honor a la nueva diosa acabasen por convertirse la mayoría de las veces en bufonadas.

Danchart era reacio a acudir a estos eventos. Su jornada se extendía ya desde la salida del sol hasta poco antes del amanecer. Pasaba las mañanas leyendo y releyendo todo lo que caía en sus manos. Actas de sesión, no ya de la Convención, sino también de la Asamblea Legislativa y de la Asamblea Constituyente. Buscando en las firmas de los miles de cuadernos de quejas que habían llenado Francia cinco años atrás… M. S. Aquellas iniciales se aparecían continuamente en su cabeza como un puzle irresoluble. Una clave que quizá abriese la puerta definitiva a su paz, lo que le empujaba a seguir leyendo y releyendo. Liberaba toda su frustración en las tardes y sobre todo en las noches… Trescientas mil personas pasaron por las guillotinas de toda Francia en menos de un año.

Por otra parte, en el frente, la suerte volvía a ponerse de cara a la República. Aquel masivo ejército en el que se mezclaban veteranos y noveles, expertos e inexpertos, se convirtió en un arma invencible en los campos de batalla. El arrojo de los voluntarios, fanatizados en su defensa de la nueva Francia, pronto hizo ver a los defensores europeos del Antiguo Régimen que no habría marcha atrás. Una nueva era había comenzado.

Danchart leía y releía aquella carta. Golpeaba su cabeza contra ella desesperado. Maldecía a diestro y siniestro. No conseguía avanzar. Toda aquella frustración se hinchaba de amargura ante las continuas felicitaciones de Robespierre. ¿Qué estaba haciendo mal? ¿Quién seguía protegiendo a Pouget? Comenzó a desconfiar hasta de los hombres que le seguían, varios de los cuales acabaron también bajo la afilada hoja. ¡Pobres diablos! No, tenía que ser alguien de arriba. ¿Robespierre? Quizá le había engañado…, quizá hubiese escrito él mismo aquella carta. No, Robespierre no podía ser. Él era el único incorruptible. El único que siempre había dado la cara. El único que no se enredaba en conspiraciones y manipulaciones.

Aquella noche, en el apartado albergue de Clichy, esperaban a Danchart con caras largas. Con miedo, tensión…, y con alguna navaja en la mano. Danchart entró malhumorado, obcecado… Le revolvían el estómago aquellas reuniones. Los dos Robespierre, Saint-Just, Fouquier de Tinville… Todos en silencio. Todos nerviosos. Robespierre se levantó y demostró una vez más por qué era el líder. Él no tenía miedo. Volvió a mirar a Danchart a la cara, firme, recio.

—Hébert es un traidor a la República.

Danchart apenas alzó la vista.

—Mañana lo detendrás.

Más hombres entraron en la sala, con cuchillos al cinto y alguna pistola. «¿Por qué no?», pensó Danchart. Hébert también podía ser un traidor… Si lo había sido Galé, si lo había sido Sonia… ¿Por qué no Hébert?

—Está bien, lo detendré, pero encargaos de que mañana no haya un solo estómago hambriento en París.

Desde primera hora se repartió pan por toda la ciudad. Y también vino, la gota patriótica… Danchart entró en casa de Hébert sin golpear la puerta. Simplemente llamó. Hébert lo miró sorprendido, primero a él y luego a su ejército de mercenarios, de asesinos…

—Tú…

Danchart levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Estás detenido como sospechoso de actividades contra la República.

—Te has convertido en el perro de presa de Robespierre. Te has convertido en su lacayo, en su esclavo… ¿Qué te da, Danchart?

—Pasarás a disposición del tribunal revolucionario.

—Estás ciego, Danchart… Y Robespierre, y Couthon…, y lo estaba Marat… Y yo también lo he estado. ¿Qué podía esperar de un noble?

Los esbirros de Danchart lo detuvieron y lo pusieron en manos de Fouquier de Tinville evitando al alegre y alimentado pueblo de París.

«Estás ciego, Danchart», se repetía este una y otra vez. Y era verdad. Se dio cuenta de que de nuevo había perdido al marqués de Pouget. Caía la noche y se acostó. De nuevo no tenía dónde buscarlo. Estaba cegado en su búsqueda, igual que Francia en la búsqueda de la libertad, y ambos se habían quedado sin luz. Pensó entonces en la oscuridad vivida en las cloacas de París y en su buen amigo Serrant. En aquel pobre ciego, Maurice Serrant.

—Maurice Serrant —se dijo en voz baja. Luego más rápido y subiendo el tono, cada vez más alto, hasta estallar en un grito lleno de alegría y rabia—. ¡Maurice Serrant!

M. S.

Danchart volvió a correr por la noche de París. No sentía el dolor en su pierna, a pesar de que se iba haciendo más y más intenso. Llegó a aquel bajo delante del que había pasado en tantas ocasiones, y ante el cual tantas veces se había dicho que tenía que pasar a visitar a su viejo amigo. Golpeó la puerta sin apenas fuerza, a pesar de su excitación. Lo hizo suavemente, como un invitado que viniese a comer. No obtuvo respuesta y volvió a llamar con delicadeza.

—Serrant, soy yo, el conde de Clermont…

Al otro lado, solo silencio. Danchart tanteó la puerta. Estaba cerrada y era bien robusta. Era evidente que no se trataba de un lugar en el que podía entrar cualquiera. Danchart volvió a llamar.

—Vamos, Serrant, necesito tu ayuda.

Por fin, unos leves pasos al otro lado y el sonido de una llave abriendo la cerradura. Danchart entró. En medio de la completa oscuridad, notó a su lado el robusto cuerpo de su amigo. Danchart le cogió la llave de la mano y cerró la puerta.

—¿Estás aquí?… —gritó Danchart a la nada—. ¡Vamos, Pouget, es nuestra hora! Tú y yo, frente a frente… ¡Me robaste, Pouget! ¡Te lo dije, te dije que te mataría con mis propias manos!

Serrant pasó su mano por la espalda de Danchart.

—No está aquí, Danchart. Y lamento que hayas venido a eso.

—No me mientas, Serrant. Lo sé todo. Lo he entendido todo. —Danchart cogió la mano de Serrant y tocó su anillo—. Es esto, ¿verdad? ¿Es esto lo que os une? ¿Ahí es adonde querías llevarme? ¿A vuestra logia?

—Tú eras un hombre bueno. Eras uno de los nuestros…

—Os protegéis… Da igual de qué bando seáis. Os protegéis… Así siempre estaréis en el lado de los vencedores.

—Tú eras un hombre bueno y amabas la libertad…

—Ese anillo… Lo tenía Marat sobre la mesa, en el baño, cuando murió. Tú siempre lo has llevado y Pouget también lo tiene… Esa es la razón de que aún siga con vida… ¿Cuántos sois? ¿Quién más pertenece a la masonería?

Danchart comenzó a buscar a tientas en los armarios hasta que encontró unas velas. Las encendió y registró todo el pequeño sótano. Sabía cómo hacerlo. Cerró los tragaluces de los salones y los candó. Luego, vació a golpes todos los armarios, rompió la cama, mesas…; volvió al salón.

—No está aquí, Danchart.

—¿Me dirás dónde está, viejo loco? Habéis perdido.

—No, no lo haré. Si lo hiciera, solo perdería la libertad.

—Te haré un hombre rico, importante… Francia te devolverá lo que te debe.

—No anhelo nada de eso, Danchart; tan solo un futuro en el que vivan hombres libres.

—Ese futuro ya está aquí, Serrant. ¿No te das cuenta? No hacemos otra cosa que defender la libertad.

—No es cierto. Vosotros defendéis vuestra libertad, pero el hombre verdaderamente libre solo puede defender la libertad de los demás… Cuando se defiende la propia, se acaba en la peor de las tiranías.

Danchart comenzaba a sentir dolor de cabeza. La ansiedad se apoderaba de él. Iba a ser imposible hacer entrar en razón a aquel viejo loco.

—Solamente quiero que me digas dónde está.

—No, Danchart, no puedo.

—No quiero hacerte daño, Serrant…, y al final me lo dirás.

—No, no lo haré.

—No tienes miedo, ¿verdad?

—No, Danchart.

Danchart entró de nuevo en la habitación y salió de ella con varias sábanas. Se puso ante Serrant y fue creando una liana con ellas.

—No tienes miedo porque no puedes ver lo que te va a pasar. Sabes lo que va a ocurrir, pero no lo ves… Yo haré que lo veas.

Danchart anudó las sábanas alrededor del cuello de Serrant y, con una fuerza sobrehumana sacada del odio, consiguió colgar al viejo de una viga. Sus pies, de puntillas sobre una silla, eran lo único que lo salvaba de morir ahorcado. Danchart ya había perdido la razón; sus ojos eran un rojo mar de furia.

—¿Ahora lo sientes?… ¡¿Ahora lo sientes?! —volvió a gritar fuera de sí—. ¿Todavía no? —Y Danchart golpeó lleno de rabia y amargura la silla.

El cuerpo de Serrant cayó a plomo y el viejo se llevó las manos a la garganta. Su cuello no se había partido. Danchart se abalanzó sobre él y le ató las manos en la espalda. Serrant se retorcía como un pez fuera del agua.

—Ahora lo sientes, ¿verdad? —dijo esta vez con una calma absoluta. Danchart cogió la silla y la colocó de nuevo bajo los pies de Serrant, que recuperó la respiración—. Ahora me dirás dónde está Pouget, ¿me equivoco?

El viejo aspiró el poco aire que pudo, recobró las pocas fuerzas que pudo y golpeó con rabia la silla que lo mantenía atado a la vida. De nuevo se llenó de agonía mientras Danchart bajaba la cabeza.

—Si eso es lo que quieres… eso es lo que tendrás.

Lo vio agonizar un poco más y luego salió cerrando la puerta y llevándose la llave.

Ni la belleza salvará al mundo
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