XLII. Una confesión
Después del día de fiesta grande del palacio de Clermont, las cosas volvieron a la plácida rutina. Como añadidos, Danchart limpiaba a conciencia las cuadras y daba de comer a los caballos a primera hora. Luego se ponía a las órdenes de Galé y como un autómata se aplicaba, sin dar cabida a otro pensamiento que no fuese el que necesitaba para llevar a cabo lo que el buen capataz le pedía. Antes de ir a comer añadieron un nuevo hábito a su rutina: Galé y Danchart montaban a caballo y galopaban como locos en una carrera que se repetía cada día en dirección al río. Allí se bañaban, y luego regresaban para compartir la mesa y el mantel con Sonia. Con el verano prolongaban la sobremesa, y luego Danchart había sugerido que dedicasen las tardes a los jardines de la entrada de la finca, y a ello se ponían con la ayuda en muchas ocasiones de Sonia, a la que le encantaban las plantas. Danchart también hizo venir un hermoso banco de roble, con apoyabrazos de preciosa forja, que pusieron en la entrada del palacio. Allí se sentaban Danchart y Sonia las noches que sus paseos eran cortos. Apenas intercambiaban palabras, pero a ambos les reconfortaba sobremanera saber que tenían a alguien a su lado.
Una tarde, después de varias semanas, Couthon volvió a asistir a la tertulia de sobremesa. Fue recibido con gran alborozo, el mismo que él traía. Venía contentísimo de París. Había trabado amistad con bastantes diputados de la Asamblea y estaba absolutamente maravillado de lo vivido el 14 de julio en el Champ-de-Mars. Traía un montón de ideas para propagar la obra de la Asamblea en Clermont, y anunció a bombo y platillo que pronto inaugurarían una sede del club jacobino en el pueblo. Decía, además, que era idea de un grupo de eminentes asamblearios el que no pudiesen ser reelegidos los diputados en su cargo, para garantizar su compromiso con los avances del país y que no se convirtiesen en rémoras con intereses personales. Uno de aquellos diputados en concreto le había sugerido la posibilidad de que se presentase a la Asamblea por el departamento de Clermont. Dijo su nombre, Max…, pero Danchart apenas había oído hablar de él, así que no le dio más importancia. Lo que sí le pareció una excelente idea fue que Couthon se presentase como candidato a la Asamblea, y desde aquel momento le garantizó todo su apoyo y su voto.
Couthon también traía noticias de París sobre la economía de Danchart: el banquero alemán al que había confiado sus participaciones en empresas y demás intereses ya se había hecho completamente con el mando de ellas. No supo darle una opinión sobre si era bueno o malo, porque en todo el tiempo que estuvo con él no dejó el buen hombre de hacer números en su libreta y tomar notas de varias hojas de economía que tenía sobre la mesa. Aquello provocó la risa de Danchart y una gran alegría en Couthon, quien —como los demás hasta hacía bien poco— no había visto nunca reír al conde de Clermont.
***
Danchart decidió también que dos cerezos presidiesen la entrada en la finca del palacio. Los plantaba una tarde cuando recibió la visita del padre Rubán. El sacerdote se detuvo en la puerta de la finca para observar a Danchart, que de espaldas apelmazaba la tierra del árbol recién plantado. El padre Rubán permaneció algunos minutos a la espera de que el joven se percatase de su presencia. Danchart ya lo había hecho incluso antes de que pasase la puerta, pero algo le impedía girarse y enfrentarse a él… y dejaba pasar los minutos. El padre Rubán se entretenía admirando los trabajos que se habían realizado en el jardín, con el firme propósito de esperar a que Danchart se dirigiese a él.
Así fue. Finalmente Danchart se irguió y se dio la vuelta, pero sin encarar su mirada con la del sacerdote.
—Me dijeron que estuvisteis aquí cuando padecí las fiebres.
—Sí, y no te miento al decirte que vine para darte la extremaunción. Pero me dijeron que habías mejorado un poco y preferí seguir rezando por ti.
—La extremaunción no me hubiese hecho daño. Quizá con ella incluso habría renacido antes.
—Seguro que sí. Calmar el dolor del que se va y mejorar al que se queda, esos son sus dones.
—Algunos habrían preferido que me hubiese muerto, ¿verdad?
—Danchart, espero que no digas eso por mí, porque sería tremendamente cruel.
—Los hay que ya se estaban repartiendo mi fortuna.
—Eso debe recaer en sus conciencias si es así, pero creo que no debes ser tú quien los juzgue.
—¡Qué raro! Ya os ponéis otra vez de su parte, siempre contra mí.
—¿Contra ti? ¿Por qué dices eso?
—Vos lo sabéis bien.
—Eres injusto.
Danchart alzó la voz, aunque seguía sin mirar directamente al sacerdote.
—¿Injusto? ¿Por qué? ¿Con quién? ¿Por qué yo soy injusto y los demás son libres? ¿Qué es lo que he hecho yo? ¿Cuál es mi pecado? Quiero saber cuál es mi pecado.
—Danchart, solo tú conoces tus pecados.
—Yo he sido un buen cristiano, solo quería paz…
—Encontrarás la paz cuando la busques.
—¿Cuando la busque? Yo no la buscaba, yo la tenía. ¡Yo vivía en paz!
—Pues tú sabrás por qué la perdiste.
—Dios me la quitó.
—Danchart, bien sabes que Dios nos hizo libres.
—Otra vez esa dichosa palabra. Libre, libertad… Esa libertad que nos dio acabaremos volviéndola contra él.
—No pienso ponerme a discutir contigo otra vez. ¿Es para eso para lo que pediste a Galé que viniera?
Danchart entonces, poco a poco, temeroso, fue alzando su cara hasta por fin mirar a los ojos al padre Rubán. Entonces encontró en aquel sacerdote, que había sido para él lo más parecido a un padre, una amplia sonrisa, llena de cariño, y que mostraba a las claras las enormes ganas que tenía el padre Rubán de abrazarlo. El deseo que Danchart también tenía de responder a ese abrazo con el sacerdote acabó por derrumbar al muchacho, que volvió a bajar su cabeza y a plomo cayó de rodillas.
—Ave María purísima.
El padre Rubán pasó entonces con ternura su mano por la mejilla del conde.
—Sin pecado concebida… ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?
Danchart cerraba con fuerza los ojos, intentando evitar que le cayesen las lágrimas.
—Más de un año, padre. Año y medio, quizá.
—¿Y qué pecados tienes?
—Solo uno… El de amarla sobre todas las cosas.
Y aquellas palabras rompieron no solo el alma del conde de Clermont, sino también la del sacerdote. El padre Rubán notó entonces en su mano las lágrimas que caían por las mejillas del muchacho. Y en ellas percibía el sacerdote un inmenso dolor.
—Ese es mi pecado, padre, solo ese, y creedme cuando os digo que me llena de angustia, que querría con toda mi alma no caer en él, pero no puedo evitarlo. Os juro que lucho por enmendarme, pero esa lucha tiene siempre el mismo fin, y vuelvo a caer…
Danchart se dejó ir hasta prácticamente postrarse a los pies del padre Rubán.
—Eso es lo que nos pide el Señor, hijo mío. Solo eso. Que luchemos.
—Os juro que lo hago.
—Bien, muchacho, bien.
Mientras Danchart lloraba nuevamente como un niño, el padre Rubán alzaba su mano.
—Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti… Ve sin penitencia. Por esta vez, muchacho, ya la has cumplido.
Y Danchart notó que un enorme peso que le atenazaba el alma salía volando como el más veloz de los pájaros. Se levantó y no perdió un segundo para abrazarse con el padre Rubán.
—Y ahora, siempre alegre, ¿vale?
—Os lo prometo… Quedaos a cenar. —El muchacho se limpiaba las lágrimas e intentaba recuperar lo antes posible la compostura.
—No te diré que no.
Danchart pidió entonces a Galé, que había presenciado desde lejos y en silencio toda la escena, que avisase a Sonia de que serían uno más a la mesa, y comenzó junto al padre Rubán un largo paseo que acabó por llevarlos a la capilla que se alzaba en lo alto de la finca del palacio de Clermont. Pero antes de llegar allí, Danchart preguntó al padre Rubán dónde había estado últimamente, pues nadie sabía nada de él.
—En París, Danchart.
—¿En París?¿No me digáis que habéis ido a celebrar el 14 de julio?
—Bueno, si eso fuese así, no debería extrañarte tanto. Creo que de mi apoyo a determinados cambios nadie puede dudar.
—Sí, lo sé. Pero no me pareció que estuvieseis muy contento con las últimas decisiones de la Asamblea…
—Pues ese es uno de los errores que está cometiendo la Asamblea y que puede derivar en que muchos de los que apoyamos su surgimiento y sus medidas acabemos por luchar contra ellas.
—Bueno, padre, terminará llevándose todo el mundo bien. El clero parece bastante contento con su nuevo estatus de funcionarios públicos.
El padre Rubán se detuvo entonces y miró fijamente a Danchart.
—¿De dónde sacas esas ideas? ¿Crees que vivimos felices tras la supresión de las órdenes religiosas? ¿Dejando apenas que solo continúen las que se dedican a beneficencia y educación? ¿Que sonreímos ante el abandono de vocaciones por parte de frailes y monjas que pasan de siervos de Dios a prácticamente siervos del diablo?
—Bueno, el rey se ha mostrado dispuesto a apoyar la nueva constitución, y por lo que yo sé, él no apoyará nada que no apoye el papa.
—Pues precisamente eso debería llevarte a pensar que el rey nunca aprobará la constitución civil del clero, porque el papa nunca la aceptará. ¡Eso sería un cisma! Es querer organizar la Iglesia como quien organiza un molino. Es quitar la autoridad al papa de Roma para dársela a unos diputados que podrían ser protestantes, ¡incluso ateos!
—Pero lo contrario sería… Si el rey no aprueba la constitución, podría llevarnos a una guerra civil.
—Danchart, la Iglesia es universal.
—Sí, padre, sé bien qué es la Iglesia, cuál es su labor, su fin… Vos me lo enseñasteis, pero… ¿estáis seguro de lo que decís? ¿Que el rey no aprobará la constitución?
—Sé de buena tinta que Luis no apoyará nada que no apruebe el papa, y el papa jamás aprobará leyes que conviertan a sacerdotes y obispos en empleados de los poderes públicos.
Danchart quedó meditabundo, intentando comprender lo que podía pasar si se llegaba a ese punto de fricción entre el clero y la Asamblea. Pensaba en eso cuando llegaron a la capilla.
—Y pensar que hace apenas un año se oficiaba misa aquí a diario… ¡Qué digo misa! ¡El Santísimo estaba expuesto todo el día!
—Bueno, padre, no está en tan mal estado. La verdad es que, en comparación con el palacio, está perfectamente.
—¿Vas a arreglarla? Podríamos volver a oficiar misa en ella; al menos los domingos…
—Lo haré si así me lo pedís, pero ahora que vuelvo a estar a bien con Dios, me he propuesto ir a misa a Clermont, con el resto del pueblo.
El padre Rubán no tuvo ningún reparo en sonreír.
—Sabes que eso me parece bien.
—Pero igualmente la arreglaremos. ¿Sabéis? Estuve viviendo un tiempo en ella. Encontré una cama, mantas…
—Lo sé.
—¿Lo sabéis? ¿El qué? ¿Que dormía en ella o que alguien lo hacía antes que yo?
—Las dos cosas, pero eso es pasado. Si la curiosidad te corroe, te lo contaré, pero si no, prefiero no hacerlo. Al menos de momento.
—Os garantizo que no me preocupa lo más mínimo, así que quedaos con vuestro secreto.
—Con él me quedo, entonces, aunque no deberías tenerlo por un gran secreto.
Danchart y el padre Rubán continuaron su paseo hasta llegar de nuevo, casi a mesa puesta, a la puerta del palacio de Clermont. Colocando un par de platos más y llevando la comida, todo estuvo dispuesto para empezar. El padre Rubán elogió una y otra vez el caldo que Sonia había preparado, pero esta no solo no respondía a sus halagos, sino que ni siquiera lo miraba. Galé y Danchart se dieron cuenta del malestar de la muchacha y fue este último el que decidió no seguir en vilo y preguntarle qué le pasaba.
Sonia, que se mostraba cada día más dulce, rescató sus peores modales y sin ningún pelo en la lengua abrió la boca para contestar a Danchart:
—¿A qué ha venido? ¿A decirte que es una vergüenza que yo esté aquí? ¿A decirte que debes echarme?
—No, no. ¿Cómo puedes decir algo así? El padre Rubán no es así —respondió Danchart.
—¿A qué viene eso? ¿No ves cómo comparte la mesa con nosotros? —apostilló Galé.
Pero el padre Rubán pidió a los dos que se callasen y trató de ganarse definitivamente el favor de la muchacha.
—No soy yo quien ha de juzgarte, y si lo fuese, puedes estar segura de que te propondría para los altares. Sé que todas las palabras que diga no conseguirán que cambies tu opinión sobre mí, por lo que solo te puedo pedir que me permitas demostrártelo…
Sonia no cambió aquella noche de parecer; ni siquiera mostró predisposición a dar una oportunidad al padre Rubán, pero siguió cenando un poco más tranquila.