LXI. Periodistas

En marzo de 1792, quizá sintiéndose definitivamente acorralado, el rey nombró un nuevo gobierno del que formaban parte por primera vez ministros girondinos, de los que frecuentaban el salón de madame Roland y con un general como hombre fuerte, Dumouriez. Todos partidarios de acabar de una vez por todas con las amenazas y bravuconadas de los reyes y príncipes europeos, lo que acabó con Luis XVI firmando sin dudarlo el decreto del 20 de abril que declaraba la guerra a Austria, y con ello, el comienzo de los sucesos que desencadenarían la contienda en toda Europa.

En aquel gobierno entró, sorprendentemente para Danchart, monsieur Roland como ministro… Danchart no dudó por un instante de que el influjo de madame Roland sobre los diputados que se embelesaban a su alrededor había sido determinante para conseguir ese puesto para su marido…, y tampoco dudó de que ella era la verdadera ministra, lo cual no le pareció mal en absoluto.

Curiosamente también, en las secciones se recibió con ardor patriótico la definitiva llamada a la guerra; incluso Santerre ya no se mostraba tan contrario… A Danchart solo le quedó claro que alguno de los oradores del club jacobino a quien todos nombraban y del que nunca conseguía recordar el nombre estaba furibundamente en contra. Por eso tenía la impresión de que la Asamblea se dividía cada vez más en dos bandos: el de los que rodeaban a madame Roland y Brissot, y el de los que apoyaban a aquel orador de nombre… tal vez Maximilien.

Con guerra o sin ella, desde las secciones se seguía atacando al rey y pidiendo ya sin pudor alguno la cabeza de Luis. A Danchart no le temblaba el pulso al escribir aquellas proclamas, y sus noches de guardia ante Les Tuileries azuzaban su animadversión contra el monarca. Danchart se sentía cada vez más impotente ante aquel palacio que le abrumaba. No encontraba la manera de entrar en él triunfante, con la cabeza alta, para buscar a Marie.

Si el rey había pensado que la entrada en el gobierno de diputados afines a la Asamblea pondría a esta de su lado, se equivocó. A finales de mayo, desde esa misma le llegaban dos nuevos decretos que no pudo rubricar, a los que opuso su veto y que volvieron a colocarlo en el punto de mira de los parisinos. Desde el palacio se intentó acallar la voz de los agitadores, y sobre todo detener los mensajes llenos de odio y violencia que inundaban las calles.

Ante los continuos intentos desde el poder real de hacerse con las imprentas, Danchart se marchó una mañana temprano al despacho de su banquero, le hizo un encargo y le pidió que se lo llevasen de noche extranjeros que viniesen por primera vez a Francia y que saliesen de ella en dirección a América después de hacerlo. Danchart no quería depender de las imprentas de las secciones. Así llegó de nuevo al sótano de El Cuartel uno de aquellos maravillosos inventos. Así volvió a entrar una imprenta en aquel edificio, igual que casi tres años antes. A mano derecha, nada más entrar, tres peldaños, una puerta, el sótano y, con la misma ubicación que entonces, se puso la imprenta, vigilada por un altillo de madera al que se accedía por una escalera y donde Danchart colocó también un escritorio y un largo sofá.

Era imposible para la Corona controlar los folletos propagandísticos y periódicos que nacían y morían con el primer ejemplar, pero sí consiguió cerrar los que, siempre con el mismo nombre y con vocación de permanencia, habían llegado a convertirse en los referentes de la revolución.

Trabajaba Danchart en su escritorio, ya caída la noche, cuando se enteró de ello. La puerta sonó despacio, pero de manera persistente. Danchart no había recibido ninguna visita en El Cuartel desde que había vuelto a París, y la verdad es que, aunque la hubiese recibido, era mucho más difícil localizarlo allí que en la sección o en cualquiera de las tabernas de Saint-Antoine. Danchart abrió sin miedo, sin pensar en quién sería ni en qué querría.

Danchart no se sorprendió al toparse de frente con Hébert, e incluso se alegró, pero sí lo hizo al encontrar con él a Jean-Paul Marat. El médico y periodista le tendió la mano y Danchart la apretó, aunque con menos fuerza que con la que estrechó la de su amigo.

Danchart puso una mueca de alegría poco creíble para acompañar las felicitaciones a Hébert por su reciente matrimonio.

—¡Con una monja! —apostilló con sorna y desdén Marat.

Danchart los hizo pasar a la cocina y puso algo de agua a calentar para ofrecerles un café. Hébert se sentó mientras Danchart prendía el fuego. Marat, de pie, miraba de un lado a otro, observando al detalle la estancia mientras no dejaba de rascarse, pero no descubrió nada que le llamase la atención. La mesa y tres sillas, ningún ornamento en las paredes y una pequeña alacena con un par de bolsas de papel casi vacías de café era lo que allí se mostraba.

El doctor comenzó a hablar.

—Ese perro de Dumouriez quiere ahora lo que no consiguió Lafayette. Mientras yo viva, un militar advenedizo no se pondrá al frente de Francia.

—Han cerrado L’Ami du Peuple —apostilló Hébert.

—No me callarán. No me callarán. —Danchart revolvía el café en el agua sin decir palabra—. Mientras quede una persona dispuesta a traicionar a la revolución, no me callarán. Y mientras ellos se concentran en cortar mi cabeza, yo lo hago en cortar los miles que adornan con sus pelucas y sus joyas.

A Danchart, como a cualquier parisino lector de las continuas diatribas del médico, no le sorprendía el tono y la agresividad que iba tomando su discurso. Danchart no tenía problema en reconocer que sus artículos eran para él lecturas de cabecera y muchas veces incluso una guía para sus escritos, menos reflexivos y extensos que los de Marat, pero igual de duros y violentos.

—A vosotros no pueden controlaros. Sois muchos, cambiáis de sitio, ¿pero a mí? ¿A Hébert? Nos han ahogado económicamente y nos tienen marcados.

Danchart se atrevió entonces a abrir la boca, sin mirar a sus invitados y mientras colaba el café.

—Es el problema que tiene querer firmar los artículos. Querer pasar a la Historia…

—Muchacho, necesito que imprimáis vosotros L’Ami du Peuple.

—Pero ¿no ha sido prohibido?

—Sí, ¿y qué más da? Hay varias imprentas en manos de las secciones. Podemos seguir sacando el periódico en la clandestinidad.

Danchart miró entonces a Hébert.

—¿Para eso habéis venido? Yo no controlo las secciones; ni siquiera tengo más voz en la de Saint-Antoine que cualquier borracho que ahora mismo esté durmiendo en la puerta de alguna taberna.

Hébert le miró.

—Te necesitamos para que lo imprimas.

Danchart extendió sus manos con dos tazas de café. Marat dejó de rascarse durante un segundo y la cogió. Hébert prefirió que Danchart la posase delante de él sobre la mesa.

—Perdonad que no pueda ofreceros azúcar; ya sabéis lo difícil que es de encontrar… Podéis contar conmigo. Conseguid una imprenta, papel, tinta…

—Ya, pero para eso hace falta dinero, ¿tú no puedes financiarlo?

—Sí, ciudadano Conde. Si tan leal eres a la revolución, pon a su disposición las joyas de tu palacio —interrumpió Marat.

Danchart mantuvo la calma.

—Sinceramente, no sé dónde están esas joyas, si es que algún día las hubo en mi casa. En 1789 la saquearon los campesinos de Clermont, y bien que hicieron. Espero que les hayan valido para comer y mejorar sus vidas… Con la desamortización entregué los terrenos que pertenecían al condado a las personas que los trabajaban… Nada poseo, y lo de conde hace tiempo que es para mí solo una palabra que algunos usan con cariño y otros con… —Miró fijamente a Marat, que le sostenía la mirada y mantenía una actitud retadora. Danchart prefirió no acabar su frase—. Ciudadano Marat, apoyo más que leo L’Ami du Peuple… Comparto tu recelo contra los nobles.

—¿Recelo? —le interrumpió—. ¿Has visto el invento del doctor Guillotine que hace unas semanas se inauguró para ajusticiar a un salteador de caminos?

Danchart afirmó con la cabeza.

—Pues yo creo que sería más útil si las cabezas que sesgara esa guillotina fuesen las de todos los nobles de Francia. Uno a uno, leal a la revolución o no. Quizá necesitemos doscientas, trescientas…, mil cabezas, pero ¡oh, qué magníficamente se asentarán sobre ellas los cimientos de la libertad!

—Conozco bien tu opinión, pero en esas largas listas de nobles y también burgueses y campesinos que pides ajusticiar echo de menos al marqués de Pouget.

Marat se sonrió.

—Tampoco he escrito nunca tu nombre…, tú no sabes nada… Vámonos, Hébert.

—Acabemos primero con el rey y su régimen antes de empezar a matarnos entre nosotros —intentó calmar la situación Hébert—. Danchart, te conocí pobre, te he visto siempre pobre y me has demostrado siempre de qué lado estás. Quizá tú no puedas ayudarnos, pero podrías pedírselo a Rasjwonski.

—¿Rasjwonski? —se sorprendió Danchart—. Tú también puedes pedírselo a él, ¿no?

—Bueno, sus ideas y las mías se alejan cada día más. Él está con los Roland, con los girondinos… Tú lo conoces tan bien como yo, y a él nunca le han interesado las revoluciones, sino más bien y precisamente el dinero. Rasjwonski se ha desentendido de todo esto. Le pasa lo que a todos los pobres diablos: desde abajo se piden cambios; desde arriba, que todo siga igual. Lo último que quería ya lo tiene: la guerra.

—¿La guerra? —se sorprendió Danchart.

—Sí, la guerra. Con el sufrimiento y la muerte siempre hay quien gana dinero. Quien viste a los soldados, avitualla los campamentos, compra y vende las armas… Y no dudes de que Rasjwonski será todavía más rico después de la guerra, gane quien gane. Lo que él y los suyos quieren ahora es la paz en París. Paz para hacer sus negocios… Ya no le somos útiles.

—Ya le llegará también a él su momento. Seguro que será el primero de mi lista cuando sea la hora… —rechinó Marat.

Danchart sintió un escalofrío durante un segundo. No dudaba de que ese momento y esa hora llegarían.

—Y ¿por qué iba a prestarme ese dinero a mí?

—No sé qué te debe, pero siempre le he notado al hablar de ti esa deuda como una losa sobre él. Frío, orgulloso e inmisericorde como es, siempre agacha la cabeza cuando pronuncia tu nombre.

—No puedo pedirle nada, Hébert, no quiero que levante la cabeza cuando hable de mí…, tendría que bajar yo la mía.

—¡Vámonos! La revolución no es cosa de niños —se indignó Marat—. Por eso no aparece tu nombre en mis listas, porque eres un crío. Esa será la manera en la que te demuestre que no vales nada: ¡ni siquiera pediré tu cabeza!

Y tiró la taza de café al suelo con desprecio. Hébert también se levantó y lo siguió…

Danchart no los acompañó. Tomó con calma lo que le quedaba de su aguado café y luego salió de la cocina, cruzó la entrada y bajó los tres peldaños que conducían al sótano. Abrió la puerta y se acercó a su recién comprada imprenta. Pasó sus dedos sobre ella, sobre las letras y los botes de tinta. Cogió varias hojas y respiró profundamente el olor del papel, luego encendió una vela y recogió todos los documentos que tenía sobre la mesa, en los que se detallaban sus propiedades en el extranjero, las acciones de compañías, las cuentas en Alemania, Inglaterra y América…, y se dio cuenta de que necesitaba una caja fuerte, un armario de hierro. De momento puso todo bajo el colchón de su cama, luego se perfumó y salió a la calle.

Tardó casi una hora en sentarse frente al Palais des Tuileries. Imponente como siempre. Gigantesco, presentándosele como una fortaleza inexpugnable. Danchart volvía a sentir que su corazón se aceleraba. Volvía a no encontrar dónde posar sus manos. Su garganta le quemaba, presa de una terrible sed. Comenzaba a darse cuenta de que la calma tensa que vivía Francia iba a convertirse en un terrible incendio en cualquier momento. Tenía que entrar allí, sacar a Marie y salir de París. A Clermont, a Inglaterra, a América…, adonde fuese… Tenía que coger a Marie y salir de allí.

Ni la belleza salvará al mundo
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