XLIV. El legado de san Pedro

A la petición de Berizot siguieron otras de los campesinos de Clermont, y al tiempo de la siega el de la vendimia, para la que también fue requerido por sus vecinos, que ya no veían en él más que a un buen trabajador. Danchart disfrutaba de las duras jornadas de trabajo, sobre todo cuando arreciaba el sol. Era en esos momentos, cuando el cuerpo ya no atiende a la mente y cuando ya solo actúa por instinto, cuando conseguía sentirse completamente libre: sin ataduras al pasado, sin sentir el presente y dudando de que pudiera llegar el futuro.

Hubo algún cambio más en la vida del joven conde. A los pocos días de incorporarse a las siegas, una calurosa tarde, después de haber terminado la jornada, Lemuan se acercó a él y lo invitó a unirse a unos cuantos hombres y dirigirse a una pequeña taberna, en una de las aldeas de las afueras de Clermont, al final del día. Danchart no fue aquella misma noche, pues valoraba ahora más las tertulias nocturnas con el padre Rubán y Couthon, pero la primera vez que estos no se presentaron tras la cena sí lo hizo. Y desde entonces, cuando no venían, iba a aquella taberna, llena únicamente de hombres rudos que hablaban por hablar. A Danchart le gustaba sentarse en una de las esquinas y observarlos en silencio. Escuchaba historias maravillosas sobre nuevas y extraordinarias armas volantes de los ingleses, o apasionadas historias de amor entre la reina de Francia y el rey de España. Oía que el papa podía ser un día la única esperanza para la Cristiandad, o el mismo Belcebú sobre la tierra la noche siguiente, y todo en boca del mismo parroquiano. Desde el primer día el tabernero —un español al que todos llamaban… el Español— preparaba a Danchart una limonada muy ácida que ya guardaba solo para el conde. Aunque Danchart insistía en que le llamasen así, Danchart, todos le llamaban Conde, pero sin el boato del vos. Directos, como llamaban a otros Molinero, Pavo Real o cualquier otro mote.

Así pues, ya fuera con Couthon y el padre Rubán, o ya fuera en el bar del Español, lo que siempre tenía Danchart era una excusa para no quedarse a solas con Sonia. La muchacha se dio cuenta desde el primer momento de lo que sucedía. Sin embargo, también ella había descubierto el placer en las cosas pequeñas. Y después de una vida dura, llena de sinsabores, encontraba ahora la dicha en su vida tranquila, haciéndose cargo de aquel hogar.

Las obras del palacio se aceleraron, sobre todo porque Danchart contrataba de vez en cuando a Lemuan, a los hijos de Berizot y Millard y a algún otro jornalero, más por ayudarles con un poco de dinero en pago a sus servicios que por prisa por terminar las obras. Las habitaciones del piso de arriba quedaron terminadas y Sonia fue la encargada de amueblarlas. Lo hizo a su gusto, con total libertad por parte de Danchart. Iba a Clermont —donde su bolsa ya acallaba rumores, o más bien los convertía en loas— y, conocedora de sus limitaciones, se dejaba aconsejar en el gusto, aunque miraba por la libra como si fuese suya, regateando si era necesario. Danchart no le ponía límites y mandaba los recibos a París, a aquel alemán que ahora llevaba sus cuentas. Decía a Sonia que no reparase en gastos y que se comprase también los vestidos o lo que se le antojase para ella. Pero, lejos de lujos, compraba solo lo necesario, aunque tampoco se privaba de nada.

Danchart también cumplió la promesa que le había dado al padre Rubán y arregló la capilla de la finca de palacio. Quiso convertirla en su particular lugar de reflexión y allí pasaba algunas tardes, ante una pequeña figura de la Virgen con el niño. Solo había un banco y, tras una breve ceremonia de reapertura a la que únicamente acudieron el padre Rubán, Galé y Danchart, nadie que no fuese el joven conde había vuelto a entrar en ella, principalmente porque Danchart había insistido en acudir a la misa dominical en el centro de la villa.

Se levantaba temprano el domingo, y eso que los sábados eran casi siempre días de trasnochar en El Español. Se iba al río, se bañaba a conciencia y luego subía a vestirse. Aunque solía hacerlo con gusto —e incluso algo de boato— cuando iba a Clermont para alguna gestión, no lo hacía así para ir a misa. Iba siempre solo, en el carro, con un caballo al tiro y sujetando él mismo las bridas. No quiso insistirle a Sonia más de una vez para que le acompañase. Al fin y al cabo, él sabía mejor que nadie que las cuitas con Dios son personales e intransferibles, y está en el alma de cada uno el cómo afrontarlas.

Uno de esos domingos, el padre Rubán aceptó su invitación para que subiese a comer al palacio. Aunque ya se veía alguna hoja en el suelo, todavía se mantenía el cielo claro y el sol reinante. En el camino, Danchart tuvo que escuchar los cada vez más frecuentes lamentos del padre Rubán.

—No puede ser, Danchart. Desde la Iglesia hemos impulsado los cambios en el gobierno. Hemos puesto la otra mejilla cuando nos ha tocado pagar la cuenta de tantos años de despilfarro, y ahora se atreven a ir a más. ¡A pedirnos que pongamos en duda mil ochocientos años de historia y dejemos de obedecer al papa y pasemos a obedecer al rey!

Danchart escuchaba los desahogos del padre, pero no entraba en ellos ni para darle la razón ni para quitársela.

—La constitución civil del clero es una herejía, y si la Asamblea prosigue con esas intenciones, acabará obligando al clero a volver a defender el Antiguo Régimen.

A Danchart le llamaba la atención que quizá la única persona a la que había escuchado decir que eran necesarios cambios hace unos años, ahora comenzaba a levantar su voz contra ellos. Le preocupaba ver al padre Rubán continuamente malhumorado, desapareciendo durante días en viajes que luego nunca quería explicarle. Lo veía tenso, un poco más delgado y más cascarrabias que nunca.

Aprovecharon el buen día para comer una vez más en la mesita de fuera. Sonia los acompañó, pero, aunque ya no sentía ese miedo atroz por el sacerdote, aprovechó la primera oportunidad que tuvo para dejarlos a solas. No fue durante mucho tiempo, pues llegó Couthon, al que Danchart recibió de buena gana, ayudándolo a bajar del caballo y a tomar asiento para unirse a ellos. A pesar de sus intentos, Danchart no pudo evitar que el debate dialéctico brotase entre los dos hombres, pues Couthon era un defensor a ultranza de la tan manida constitución civil del clero.

—Antes que católicos, somos franceses. ¡La religión y sus ministros deben estar al servicio del pueblo!

—Eso es lo que hemos hecho siempre: estar al lado del pueblo. Pero no porque lo pidiese el rey anteriormente, ni porque ahora lo pida un atajo de arribistas, sino porque nos lo pide Dios a través de su Iglesia encabezada por el papa.

—Ah, padre, no será el papa quien pague vuestros generosos salarios, con casa y huerto, pero sí seréis funcionarios, ¡como si fueseis jueces!

—¡Estaría bueno, después de haber entregado sin levantar la voz el mayor patrimonio conocido en la historia de la humanidad!

—¿Pero con qué no estáis de acuerdo, padre? ¿Con que se obligue a un cura a jurar la constitución?

—El problema no es jurar la constitución, es querer anteponer el Estado a la voluntad del papa.

—Pero vos sois francés, el papa es italiano. ¿Cómo podéis pretender que dejemos que una potencia extranjera mantenga la mayor red de espionaje que se pueda soñar?

—¡Tonterías! Los curas no mandamos a Roma informe de espionaje. Esa no es nuestra labor.

—No entiendo cómo puede pareceros mal que el pueblo democráticamente elija a sus sacerdotes, a sus obispos, cuando, además, seguro que vos podríais aspirar a cardenal.

—Si Nuestro Señor hubiese querido que eso fuese así, no habría dicho «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia». Habría dicho algo como «Pedro, ve y convoca a los cristianos para que voten y elijan al que de ahora en adelante será mi representante en la Tierra».

La discusión se hacía interminable y Danchart no encontraba el modo de ponerle fin. Lo que más le preocupaba es que ese mismo debate se repetía en muchos lugares de Francia y cada vez de una manera más enconada. Unos a favor de introducir el sufragio en la Iglesia para que el pueblo decidiese quiénes serían sus «hombres de Dios», y otros apegados al mensaje divino, dispuestos a cumplir el deseo de «el Dios de los hombres». Lo único que tranquilizaba a Danchart es que él no era el encargado de ponerle fin. Esa misión torturaba cada día al rey de Francia, que se encontraba, por un lado, ante las voces que le pedían que firmase de una vez por todas la constitución civil del clero, ya aprobada por la Asamblea, y por el otro, un silencio atronador del papa, que martilleaba su conciencia de buen cristiano diciéndole que eso no estaba bien.

Ni la belleza salvará al mundo
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