XXIV. Un corazón parado

El mismo día que el rey y su corte abandonaban Versailles, Albert de Danchart, a la sazón nuevo conde de Clermont, despertaba por primera vez en mucho tiempo dentro de los lindes del condado de cuyo título nobiliario era cabeza visible desde hacía unos meses. Lo hacía en el fondo de un pequeño prado justo al lado de un riachuelo en el que se hundía parte de una de sus botas.

Volvía al mundo con las mismas ropas con las que lo habían visto por última vez corriendo como un loco por las calles de París tres meses atrás, si bien estas se encontraban un tanto deterioradas: la camisa rota por varias partes, muy manchada y desprendiendo una terrible fetidez, al igual que el pantalón, cuyo color original parecía haberse desvaído definitivamente. Danchart se veía muy delgado y extremadamente pálido, aunque poco podía apreciarse esa palidez en su cara, pues estaba cubierta por una espesa barba. Llamaba la atención de su barba el tono grisáceo que había tomado y que se distinguía también en parte de su larga cabellera, lo que, si bien parecía envejecerle un poco, no le impedía seguir siendo perfectamente reconocible, aunque lo sería más después de un baño caliente y el trabajo de un buen barbero. Sin embargo, eso no pasaba ni de lejos en aquel momento por la cabeza de Danchart, en la que un terrible dolor se había apropiado de todo.

Danchart se quitó las botas y metió los pies en el agua. Intentó incorporarse, pero ni siquiera llegó a flexionar una rodilla antes de volver a tumbarse. Permaneció por horas en su nueva postura, con el brazo tapando sus ojos de los primeros rayos de sol de la mañana y con los pies bañados en la fría agua otoñal de Clermont.

Pasaba mediodía cuando Danchart hizo un nuevo intento de levantarse, y esta vez sí lo consiguió. Las muecas de su cara reflejaban un dolor que nacía en sus pies, cuyas incontables heridas se hacían patentes ahora que Danchart pretendía andar. Trató de quitarse el resto de la ropa, pero tras un pequeño esfuerzo lo dio por tarea arduo complicada y decidió, vestido como estaba, zambullirse en lo más profundo de aquel riachuelo, que no le cubría mucho más allá de la cintura. Allí permaneció durante casi una hora, chapoteando primero y esmerándose un poco en el aseo después. Entonces se dejó llevar por el agua, flotando boca arriba y con los ojos cerrados, hasta que notó que el frío llegaba a sus entrañas y salió del río.

Fuera, secó lo mejor que pudo sus ropas sin llegar a quitárselas y comenzó a andar descalzo y con las botas en las manos. Danchart sabía perfectamente dónde estaba, aunque no supiera tan bien dónde había estado. Tenía recuerdos inconexos, sobre todo de mucho alcohol; y luego de esquinas en las que se había despertado, de mañanas tendido al sol en cualquier campo, de malos compañeros de viaje, de noches de gran frío al raso, y de más y más alcohol. De alguna velada con señoritas de mala reputación, algún palo mañanero por no haber elegido el mejor sitio donde dormir, algún mendrugo de pan duro cogido del suelo y, sobre todo, de alcohol.

Danchart no se había dirigido a Clermont directamente, al menos de forma consciente, pero sí había tomado ese camino cuando se supo cerca de allí. Y ahora que ya había llegado, el siguiente paso era dirigirse a su casa. Había pensado multitud de veces en cómo sería su vuelta al hogar —en algunos casos salía victorioso, en otros, humillado—, aunque en aquel momento no pensaba en lo uno ni en lo otro; simplemente se dejaba llevar hacia el palacio de su padre. Poco tardó en intuirlo sobre una colina, pero la belleza e impetuosidad que Danchart esperaba no era más que una gran ruina en la que no se distinguía techo. Danchart comenzó a correr entonces hacia allí, sin sentir el dolor de las llagas que se abrían en sus pies para dejar camino a la sangre.

En cuanto contempló el derruido muro de la imponente finca, el pesar le embargó. Nada más traspasar la gran verja, que en aquel momento no era más que restos de forja esparcidos por el suelo, sintió que las olas revolucionarias veraniegas también se lo habían llevado todo allí, en lo que él pensaba que era el feudo inexpugnable de la más férrea tradición. Danchart ralentizó el paso, quizá con el objetivo de no llegar a la más terrible de las visiones. En su mente se agolpaba el temor a lo que iba a ver, con la más despiadada de las conciencias, que comenzaba a llamarle culpable. Sus piernas querían dar la vuelta y salir nuevamente huyendo, pero fue otra fuerza la que lo condujo bajo el dintel de la gran mansión.

El piso de abajo tenía un gran recibidor nada más entrar y una gran escalera que conducía a la planta superior. Parte de esa escalera había sido derruida, y en su caída se había llevado consigo el muro del este que era el del gran salón. Al oeste había un recibidor, un salón de té y el camino a las cocinas y a las habitaciones de la servidumbre. Bueno, esa era la disposición de la planta baja en sus días buenos; en aquel momento todo era una ruina, y ninguna habitación tenía otra cosa que no fuesen restos de algo. Por el piso yacían esparcidos trozos de sillas, mesas, armarios, cortinas, platos… y también piedras, espadas y azadas. Nada estaba entero. En el piso de abajo se veía de un fondo a otro, pues la mitad de la pared y una buena parte de la gran escalinata que conducía a las habitaciones estaban en el suelo. Danchart se adentró tímidamente, con lágrimas en los ojos al ver destrozadas aquellas estancias en las que para bien o para mal había vivido desde su más tierna infancia y de las que guardaba los recuerdos más hermosos que guardan los niños.

Estaba desolado cuando una voz lo sorprendió.

—¡Quieto! —gritaron a su espalda.

Danchart se dio la vuelta sin grandes aspavientos y vio a un hombre de más de cuarenta años, al que conocía perfectamente: Germain Galé, uno de los campesinos más fuertes de aquellas tierras, bravo en el campo, pero también fuera de él. Las cuatro puntas de una horquilla apuntaban al pecho de Danchart.

—¿A qué venís? ¿A recoger los derechos de vuestro padre? Deberíais saber que vuestros derechos han muerto con él.

Danchart apenas se inmutó al recibir una noticia que en su mente, sin saber muy bien por qué, ya rondaba desde mucho tiempo atrás.

—No pensé que seríais tan necio, pudiendo vivir en París, en Marseille o quizá en América, para volver a un lugar en el que nadie os quiere.

A Danchart realmente le dolieron aquellas últimas palabras, porque se dio cuenta al instante de que eran verdad. En aquel momento no se le venía a la mente el nombre de una sola persona que tuviese algún motivo para quererle. Y en aquel vacío enorme que se apoderó de él, sintió nuevamente un deseo cada vez más irrefrenable de lanzarse sobre aquellos cuatro pinchos y acabar para siempre con su miserable vida. Sin embargo, aquel cerebro, en el que una nueva negra sombra trataba de apoderarse de todo con las más funestas y definitivas ideas, no pudo reaccionar antes que el estómago, que llevaba días, quizá semanas, sin hacer ni media digestión, y que era el verdadero ideólogo de las palabras de Danchart.

—Galé, nos conocemos desde hace tiempo. Si quieres matarme, hazlo ya; aunque yo en tu lugar me ayudaría a buscar algo de leña, una olla y algo con lo que cocinar esos dos conejos que llevas al cinto. El hambre que tengo no es de un noble, sino de un simple ser humano.

Galé observó entonces la extrema delgadez de Danchart, su cara, en la que aún se veían las lágrimas que minutos antes brotaban a la par que los recuerdos, y resolvió que, de momento, el nuevo conde de Clermont no era un problema.

—Está bien, muchacho, si habéis de morir, no tiene por qué ser con el estómago vacío.

Danchart apiló entonces un poco de leña que hizo de los muebles que esparcidos estaban por el gran salón, y encontró una olla y algunos condimentos en la cocina. Con todo salió afuera, donde Galé ya limpiaba los dos conejos, y comenzó a preparar el fuego mientras el fornido campesino abría en canal uno de los animales con el cuchillo. Danchart volvió entonces a pensar en su padre y comenzó a preguntarse por los terribles sucesos que allí habían acaecido.

—Galé, ¿cómo murió mi padre? ¿Estabas tú también entre los que entraron aquí?

Galé se giró entonces y miró fijamente a Danchart. El cuchillo ensangrentado y sus ojos llenos de furia le daban un aspecto aterrador.

—A vuestro padre lo matamos frente a la chimenea del gran salón. Millard le asestó la primera puñalada al lado de la mesa. Legnac le tiró al suelo con un golpe que le partió las piernas. Yo le clavé mi horquilla y lo levanté en peso para lanzarle contra la chimenea, y allí al menos tres hombres más cayeron sobre él.

Danchart permaneció atento e inmóvil, pero con la mirada triste, ante los ojos de Galé, que no bajaba ni el cuchillo ni el tono desafiante de su voz.

—Yo no soy hombre de mentiras y enredos. Si no lo sabéis hoy por mí, lo sabréis mañana por otro. Así fue y así os lo cuento. Si tuviese que volver a hacerlo, lo volvería a hacer. Todo el mundo lo decía: la revolución en peligro; los nobles se arman contra la revolución; si no lo hacíamos nosotros primero, lo habrían hecho ellos… Lo decía todo el mundo.

Danchart cerró entonces los ojos embargado por la culpa y buscó en lo más profundo de sus recuerdos uno feliz junto a su padre, pero por mucho que lo intentó no pudo encontrarlo; más bien todo lo contrario. Con esto mitigó un tanto su pesar, aunque de sus ojos no dejaron de caer lágrimas. Danchart comió ansioso al lado de Galé, que lo observaba entre desconfiado y divertido. De los conejos no aprovecharon nada ni las hormigas. Danchart le dio las gracias con tanta humildad que el fornido campesino dejó de ver en él un enemigo, al menos por el momento. Danchart no supo decirle si pensaba quedarse por mucho tiempo o marcharse pronto, aunque le aseguró que no tenía intención de comenzar ningún tipo de guerra con los campesinos y que si estos le respetaban a él y a los restos de aquel palacio, él no tenía inconveniente en aceptar todas las medidas que entre ellos adoptasen de acuerdo a la nueva legalidad vigente, representada por la Asamblea, sobre los campos, montes, molinos, regadíos y demás posesiones del condado de Clermont. A Galé le pareció bien y dijo que así se lo haría saber a todos los que hasta entonces habían sido siervos del condado de Clermont.

Cuando Galé se marchó caía ya la noche, y con ella un enorme pesar volvió a adueñarse de Danchart. ¡Qué duras eran para él las noches! Cuando la penumbra lo cubría todo y el frío comenzaba a calarle, Danchart buscó un lugar en el que tumbarse y cerrar los ojos. ¡Cuánto hubiese dado por conciliar el sueño! Pero hacía meses que eso no sucedía, y aquella noche no fue distinta.

En el silencio, el sonido del viento entre los árboles empujaba sus recuerdos de un lado a otro. Entre todos esos recuerdos, Danchart buscaba alocadamente el momento preciso, el lugar exacto en el que toda su felicidad se deshizo como la leña lo hacía en el fuego. Aquello era lo que no dejaba dormir a Danchart. ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿En qué momento todo había saltado por los aires? Era eso lo que Danchart buscaba y lo que le turbaba una noche tras otra. Así permanecía durante horas, con el frío en los huesos que lo mantenía despierto, buscando en la memoria. Repasando cada gesto, cada mirada, cada palabra, para encontrar ese momento exacto en el que todo se había echado a perder. Y al final de cada noche de búsqueda, Danchart seguía sin llegar a ningún lado. Eran esa impotencia y el cansancio de un viaje tan largo en su mente sin obtener respuesta los que acababan por hacer que comenzase a llorar. A llorar y a llorar sin consuelo. Y aquella noche, en la soledad de las ruinas del palacio de Clermont, fue más dura si cabe.

Danchart buscó una manta entre los restos esparcidos por el segundo piso, pero no encontró nada. La rapiña había dejado poco para la herencia. Sus ropas permanecían húmedas y su cuerpo más calado y frío que nunca. Mantuvo las brasas durante unas horas hasta que su mente se dejó ir y comenzó la tortura de cada noche. Pero esta vez Danchart no conseguía conciliar el sueño porque varias voces se agolpaban en su mente. Gritaban. Pedían clemencia, suplicaban piedad…, y entre todas las voces, Danchart escuchaba alzarse la de su padre: «¡Morid, malditos!».

Danchart se levantó y le pareció ver el palacio en llamas. Juraría que estaba despierto y que todo ardía mientras no cejaban los gritos. Danchart hubiese puesto la mano sobre la Biblia para afirmar que eso sucedía cuando le despertó el rocío de la mañana, que se había instalado por completo en su cuerpo.

Danchart se levantó tembloroso y dolorido. Tosía como un tuberculoso. Buscó algo de madera seca y con unas piñas volvió a encender el fuego.

Ni la belleza salvará al mundo
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