XXX. Hombres de L’Auvergne

Danchart estrechó la mano de Couthon e insistió en que ocupase su asiento, pero este se negó siempre sonriente y comenzó a leer uno de los diarios.

—Se cuenta que estabais en París durante los días de la revolución.

—Sí, pero, sinceramente, prefiero no recordar aquellos días.

—Está bien, pero no os parecerá mal que os pregunte por algunos de los personajes que salen en los periódicos. Quizá vos me ayudéis a conocerlos más a fondo y también a formarme una mejor opinión.

—Sí, sí, por supuesto. Pero ¿por qué no vamos a la mesita de la leñera? Allí estaremos todos más cómodos. Perdonad, pero entenderéis que me resulte violento estar aquí sentado mientras estáis vos en el suelo.

—De acuerdo, como prefiráis. —Y Couthon hizo un gesto a su criado para que le llevase hacia donde Danchart le indicaba.

—Ahora mismo regreso con vos. Voy a buscar algo para comer y una botella de vino. Id leyendo la prensa.

Couthon asintió afablemente y Danchart se acercó a Galé, que permanecía firme, horquilla en mano, observando la situación. Viendo que Couthon, en los brazos de su sirviente, iba hacia la leñera, susurró a Galé:

—¿Quién es ese hombre?

—Monsieur Couthon.

—Gracias, Galé, ya sé su nombre, acaba de presentarse. Pero ¿qué más sabes de él?

—Pues que es una persona generosa y muy buena. Y que es algo en el ayuntamiento, pero ¿por qué no se lo preguntáis? Vos sabéis de esas cosas.

—Yo no sé nada… Sé poco más que tú, y menos que me gustaría saber… Por cierto, ¿tenemos algo que ofrecer a nuestros invitados?

—Por supuesto. ¿No habéis revisado las cajas que nos trajeron del pueblo?

—Está bien, vayamos a por una botella de vino y un poco de queso.

—No os preocupéis, id vos junto a monsieur Couthon. Yo os sirvo.

—No hace falta, Galé, no quiero que seas mi criado.

Galé rio.

—No lo hago por vos, sino por el aprecio que le tengo a monsieur Couthon. Como ha visto, él no puede ir a por ello. —Galé fue a buscar algo de comer y beber mientras Danchart, malhumorado, regresaba hacia la mesa.

—Ahora vendrá Galé con algo de picar —dijo Danchart sentándose ante Couthon—. Perdonad, pero creo que la prensa de París llega sin problemas a Clermont. No entiendo por qué venir a leer la que me envían a mí.

—No lo toméis a mal, amigo mío. Claro que llega a Clermont, pero suponía que a vos os llegaría algo más de lo que llega a la ciudad.

—¿Lo suponíais o lo sabíais?

Couthon volvía a sonreír.

—Sois vos muy inteligente. Sí, lo sabía. A veces llegan paquetes de París que resultan algo más llamativos de lo habitual, y… bueno, los dos sabemos que el correo no es todo lo privado que debería ser.

—Eso es una pena.

—Pena o alegría, es una realidad.

—¿Por qué no leyó sin más lo que le llamase la atención? ¿Por qué esta visita?

—La verdad… es que se cuentan muchas cosas sobre vos, y la curiosidad me ha traído hasta aquí para ver si podía descubrir cuáles son ciertas y cuáles no lo son.

—Está bien. Intentaré saciar vuestra curiosidad, pero agradecería que saciaseis vos primero la mía.

—Faltaría más, no tengo nada que ocultar. Además, trato de ser lo más conocido posible en Clermont. Soy Georges Auguste Couthon, como le he dicho, y nací en la aldea de Orcet, aquí, en Clermont. Tengo treinta y tres años, estudié leyes y he sido miembro de la Asamblea Provincial hasta hace bien poco, cuando he pasado a la cámara municipal. Soy, por tanto, un representante del pueblo que, como veis, no goza de muy buena salud —y mostró una amplia sonrisa—. En definitiva, un funcionario de provincias con ansia de conocimiento.

—En estos días todos hemos venido a menos —dijo Danchart mientras se mesaba la cada vez más poblada barba y perdía su mirada—. ¿Qué os puedo decir?… Que pasé por París en los días de la revolución. Poco os puedo contar que vos no sepáis: que la burguesía quiere pagar menos impuestos, que la nobleza quiere pagar menos impuestos y que la jerarquía eclesial quiere pagar menos impuestos…

—Ja, ja, ja. Sí, supongo que ese es un buen resumen. Pero decidme, ¿se consolidará la monarquía constitucional? ¿Será prudente nuestro buen rey y aceptará plegarse a la constitución?

—Me gustaría creer que sí.

—Sí, a mí también. Escribí un manifiesto al respecto. «L’aristocrate converti», se llamaba. En él defendía la monarquía constitucional y una sociedad liberal basada en la libertad del hombre y la igualdad ante la ley.

—Sí, imagino…

Pero Couthon, al que brillaban los ojos con la emoción, le interrumpió:

—¿Lo leísteis? ¿Creéis que habrá influido en el pensamiento de la Asamblea Nacional?

—Bueno, supongo que son muchos los escritos que han influido en todas esas personas… Seguro que el vuestro también.

—Lo cierto es que, de momento, hacia ahí parece que nos encaminamos… ¿Quién creéis vos que es el gran padre de la revolución? En los periódicos de quienes más se habla es de Lafayette y de Mirabeau.

—Pues… ellos llaman más la atención, pero la revolución es una gran hija de perra que no creo que sepa quién es su padre… —Danchart se encontraba cada vez más molesto con la conversación—. La verdad, hace tiempo ya de aquello y yo… ahora mismo… no sé qué está sucediendo. No sé qué hace la Asamblea, quiénes se mueven allí… Mejor sería que fueseis a París. Hoy por hoy debe de ser el mejor sitio del mundo para vivir, para quien le guste la política.

—Oh, gustosamente iría, pero con mi delicado estado de salud… Ya veis, no puedo ayudar más que con la fuerza de mis ideas y el don de escritura y palabra que en mayor o menor medida me ha dado Dios.

Llegó Galé con un gran trozo de queso en una mano y una botella de vino en la otra, pero mirando inquisitivo a Danchart.

—¿Sabéis si hay algún plato o copa donde poner el queso y servir el vino?

Danchart respondió extrañado y sin pensar a una pregunta cuya respuesta Galé conocía perfectamente.

—No hay nada, Galé.

Pero la posterior réplica del sirviente de Couthon lo puso en una situación extremadamente incómoda.

—¿Dónde coméis y bebéis vos normalmente?

Danchart, que se había convertido en poco más que un animal, no pudo evitar ser víctima de su educación, que aunque no era la más exquisita entre la nobleza, sí tenía algunos ribetes de dignidad. Ante el sonriente e inválido Couthon, no se sintió con fuerzas para enfrentarse a la pregunta de aquel sirviente. No fue capaz de sacar ninguna de sus terribles respuestas, responderle que comía con las manos y bebía de la botella, para luego fulminarlo con una de esas miradas llenas de orgullo y furia. Por el contrario, Danchart se llevó la mano a la larga y descuidada barba, al tiempo que notaba sus cabellos sobre los hombros. Se dio cuenta de que era perceptible la grasa y suciedad de su pelo, y también reparó en sus raídas ropas. Lo único que consiguió aquella pregunta fue que agachase la cabeza embargado por una terrible vergüenza.

—No quedó nada tras el Gran Miedo. Lamento no poder atenderos como merecéis.

Sin embargo, mientras el bochorno se apoderaba de Danchart, Couthon ni siquiera reparaba en el incidente.

—No te preocupes, Galé. No he venido aquí a comer y beber. —Y volviéndose a Danchart, dijo—. ¿Qué opináis de nuestros representantes en la Asamblea? Vos conoceréis a muchos personalmente.

En esa pregunta encontró Danchart una pequeña salida para su maltrecha dignidad y pensó que, mostrando algo de erudición sobre el nuevo París, dejaría su nombre a salvo.

—Sí, he tenido relación con algunos de ellos. Sabréis por la prensa que la Asamblea no está consolidada, ni mucho menos. Es curioso, pero dentro de ella se encuentran incluso los que quieren que nada cambie: acostarse una noche y que a la mañana siguiente volvamos al año pasado… ¡Qué digo al año pasado! ¡Al siglo pasado! Me duele decirlo porque sé que mi sangre es la de muchos de ellos. Nobles y obispos. Y tiene gracia que el propio hermano de Mirabeau, al que llaman Tonel por su corpulencia, sea la voz que los representa.

Couthon le interrumpió:

—Más grande será el sistema si acoge en él a los que tratan de zaherirlo.

—Tal vez —respondió Danchart, que intuyó en aquellas palabras un mensaje más profundo del que él pudiese captar con solo oírlas, pero al que la cabeza no le permitía dedicar un segundo a desgranarlo—. Luego están los llamados monárquicos. Son la corte del rey y nada les importa más que conservar sus prerrogativas. Una revolución… Ja, ja, qué gracia. Que el pueblo elija representantes, si es que así se entretiene, pero no os dejéis engañar. Son enemigos del cambio y no dejarán que la libertad avance. Permitirán votar al pueblo si son ellos los que deciden quién puede y quién no puede votar. El conde de Clermont-Tonnerre mancha el nombre de nuestro querido pueblo al representarlos.

—No, amigo. Nadie puede manchar a nadie más que a uno mismo. Eso es la libertad.

Danchart volvió a encontrarse con mil objeciones a aquellas palabras…, pero del mismo modo se vio defendiéndolas con fiereza si fuese menester, por lo que decidió dejarlas en el aire y proseguir con su crónica.

—Y después están los constitucionales, entre los que, si no os he entendido mal, os encontráis vos mismo… Y me atrevería a decir que la gran mayoría de asamblearios, incluidos Mirabeau y Lafayette, sin duda los más conocidos, pero también el abate Sieyès, que ha puesto más la pluma en la declaración de derechos que nadie, el obispo Talleyrand, al que yo temería si fuese papa de Roma… —Y Danchart comenzó a mostrarse ausente, perdido—. Y una retahíla de juristas grises dispuestos a ordeñarnos lo que podemos y no podemos hacer.

—¿Ordeñarnos? —interrumpió Couthon, que se había sentido aludido.

—Sí —respondió Danchart—, habéis entendido bien. Ordeñarnos, porque no tardarán mucho en ser peores que nobles y obispos y comenzarán a ordeñarnos, a exprimirnos hasta que nos saquen la última gota de sangre…, y lo harán ordenándonos. No lo dudéis. Todos se pelean en París por una sola cosa: conseguir el bastón que da las órdenes. Hablan de libertad, pero solo buscan esclavos. Todos, quienesquiera que sean, buscan esclavos que colmen sus egos. El que no ansía riquezas, ansía ver su nombre en los libros de historia. ¿Qué es la felicidad para un representante del pueblo sino dar órdenes a ese mismo pueblo? —Danchart había perdido su mirada en la hierba cuando la risa de Couthon lo devolvió a la realidad.

—No os ofendáis, pero tiene gracia escuchar esas palabras en la boca de un conde y más aún, conociendo a vuestro padre, escucharlas en vos.

—Quizá precisamente por eso soy yo quien las dice. No me ofendéis, y puesto que sois un miembro de la cámara municipal, espero no haberos ofendido yo tampoco.

—No, en absoluto. Sois locuaz, y todo cuanto decís es muy interesante. Si no os molesta, vendré otro día para seguir escuchándoos.

—Venid cuando os plazca —respondió Danchart entre desganado y malhumorado—. Yo sí creo en la libertad.

Y, levantándose, se fue hacia su sucio catre sin perder un segundo en despedirse. Todavía no se había escuchado el sonido del carromato de Couthon marcharse cuando Danchart ya bebía de manera incontrolada. Se sentía nervioso, incómodo…, pero sobre todo avergonzado. Terriblemente avergonzado. En un ataque de rabia cogió uno de los trozos de porcelana rota que abundaban en el suelo y comenzó a cortarse frenéticamente el pelo. Galé no tardó en entrar en el salón y, al verlo, se acercó fraternal a él con intención de ayudarle, pero Danchart reaccionó violentamente separándose de él.

—¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Por qué no os vais todos al infierno y me dejáis…? ¿Me meto yo en vuestras vidas? ¡Por qué lo hacéis entonces vosotros en la mía! ¿Qué tengo que hacer para que me dejéis tranquilo?

Galé se resignó a escucharlo, aunque no calló.

—Veo que cada vez bebéis más rápido.

—¿Y a ti eso qué más te da, Galé? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Es que sientes remordimientos por lo que sucedió con mi padre? Olvídalo, Galé. No me debes nada. Mi padre y yo apenas hablábamos. Si sentí su muerte, te garantizo que ya lo he olvidado. Déjame en paz.

Galé se dio la vuelta y permaneció bajo el dintel de la puerta, apoyado en la pared, dando la espalda, pero escuchando los cada vez más altos gritos de Danchart.

—¡Vamos, Galé! ¿Qué buscas aquí? ¿Esperas a que me muera para quedarte con todo? Porque si es así, me parece bien, pero ¡déjame morir!… Yo mismo haré testamento declarándote mi heredero universal, pero ¡déjame morir en paz! ¡Vete de aquí! Vete y haz saber en Clermont que no quiero que nadie venga a visitarme. No quiero ver a nadie. No quiero hablar con nadie. ¡Quiero que me dejéis!

Galé, sin darse la vuelta ni contestar a Danchart, fue entonces hacia las cajas que aquella mañana habían traído del almacén del pueblo y cogió dos mantas gordas de invierno, que dejó sobre el camastro donde dormía habitualmente Danchart, y sin decir una palabra más salió del palacio. Danchart, por su parte, no tardó en comenzar a beber de una manera desaforada y media hora después empezó a ver cómo ardía todo en aquel salón: la gran mesa, las cortinas, los manteles… Y él bailaba entre el fuego y entre los gritos de mujeres que corrían de un lado a otro. Y Danchart seguía bailando hasta que entre los gritos de pánico destacaba un alarido terrible que le hacía detenerse. En la chimenea su padre era víctima del fuego y le señalaba mientras gritaba: «¡Asesino! ¡Asesino!». Pero Danchart negaba con la cabeza: «No, yo no lo hice. ¡Yo no soy un asesino!». Y alrededor de su padre se alzaban más nobles, condes, marquesas, incluso niños… Todos le señalaban. Y entre todos ellos pudo distinguir a aquella niña a la que Rasjwonski había golpeado la noche que juntos fueron a robar. Y Danchart le decía: «No, tú no». Pero la niña se dirigía a él y le gritaba: «¡Asesino!». Danchart notaba un terrible calor; sudaba y gemía: «¡No, yo no fui! ¡No soy un asesino!»… Y al tiempo que alzaba la voz se despertaba en su camastro con las dos mantas encima, que casi le asfixiaban.

Danchart se levantó entonces y salió. Ya era de noche y el frío, ahora invernal, era atroz. Sin embargo, casi desnudo y con la camisa rota y abiertos los escasos botones que seguían cosidos, se sentó sobre la hierba, rodeado de la noche penumbrosa. Y allí comenzó de nuevo a beber; y después de empezar a beber, empezó a llorar. Y cuanto más bebía, más lloraba, y buscaba. Buscaba en su memoria el momento exacto en el que la había perdido, pero no lo encontró. Y eso le exasperaba. Y bebía con rabia mientras las lágrimas caían por sus mejillas. Y cuando no pudieron salir más lágrimas de sus ojos, consiguió cerrarlos. Y cuando se cerraron consiguió dormir, aunque el rocío lo cubría por completo y su cuerpo temblaba intentando defenderse, intentando avisar a su dueño de que no podía aguantarlo. Pero el cerebro no respondía; por fin conseguía reposar tranquilo. Al menos hasta el siguiente día.

Ni la belleza salvará al mundo
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