VII. Del Palais Royal a Saint-Antoine
El Palais Royal era el lugar con más vida social del París de principios de 1789. Construido años antes por el duque de Orleáns, constaba de cuatro alas, una de ellas sin terminar, donde se encontraban gran cantidad de tiendas de moda, joyerías, librerías, salones literarios, cafés y clubs. Realmente Danchart disfrutó del corto paseo que hizo del brazo de Beatrice hasta el café Foy. La mayoría del París adinerado y con cierta posición se encontraba en las calles del Palais, y el vizconde se sentía observado, pues no se le escapaba que, al fin y al cabo, era la novedad en aquel círculo de élite parisino.
El café Foy estaba abarrotado. El ambiente de superficialidad se complementaba con apasionadas tertulias, de las que Danchart conseguía captar alguna frase aquí y otra allá: se hablaba de Brienne, de la situación de bancarrota del Estado francés, de los Estados Generales, de Necker, de los Estados Unidos, de parlamentos…
Beatrice y Danchart consiguieron llegar al lugar donde esperaban Marie y su compañera de clases en la academia de Rovanier.
—Aquí lo tienes, querida hermana. Me ha costado traértelo entero sin que ninguna baronesa venida a menos le echara el guante.
Beatrice y Danchart se sentaron con las dos muchachas. Danchart lo hizo al lado de Marie y le cogió la mano por debajo de la mesa.
—¿De dónde vienes?
—De la Bolsa. Allí he encontrado a Beatrice.
Marie presentó a su compañera a Danchart, lo que consiguió ruborizar a nuestro joven amigo, pues no pudo evitar volver a verse en la embarazosa situación del salón de la academia de Rovanier. Por suerte, la muchacha pareció querer dar una nueva oportunidad al vizconde:
—Me ha dicho Marie que no sois un noble al uso, que habéis trabajado en el campo y que conocéis los secretos de la impresión y tenéis el don de la escritura.
Danchart miró con cariño a Marie, y con su sonrisa le agradeció la defensa que en privado habría hecho de él con su amiga.
—Marie me ve con buenos ojos. No puedo presumir de bracero y mucho menos de buena pluma, pero sí de buenas intenciones.
Cuando Danchart conoció la tradición comercial de la familia de la compañera de Marie y su procedencia, comenzó a preguntarle a la joven sobre el puerto marsellés y las rutas a las Indias Orientales y Occidentales. A ella le agradó la conversación y el interés que mostraba Danchart y le resultó un joven muy simpático. Danchart ya había mejorado su imagen ante la muchacha cuando la entrada en el café Foy de un «viejo amigo» le sobresaltó. El doctor Marat lo vio también a él y, sin reparo, se dirigió hacia su mesa.
—Mi noble amigo, veo que ya habéis conseguido cambiar las aulas de ciencia por los salones de París y reconducir vuestra situación en la ciudad. Espero que no echéis a perder a estas jovencitas.
—Os agradezco la deferencia que tenéis hacia mí al saludarme ante tanto auditorio. Espero que vuestra reputación no se vea empañada por hablar con el vizconde de la ignorancia.
Marat sonrió ante el comentario de Danchart.
—No os preocupéis por eso, todavía en este país son bien vistos los condes, aunque sus posesiones sean las de la ignorancia. —Se rio y prosiguió su camino.
—¿Qué es esto? ¿Otro nido de doctores, químicos y astrónomos? ¿Es que en París nadie puede tomar un café sin hablar de planetas, reacciones químicas o conspirar contra el Estado? —dijo Danchart contrariado.
—Venga, no te pongas así y vamos de compras. A eso hemos venido al Palais Royal, ¿no? Al fin y al cabo, seré yo la que pueda sufrir las burlas del doctor.
Danchart no entendió del todo aquellas palabras de Marie, pero también se levantó y salió del café Foy, no sin antes dejar una suculenta propina e informar al camarero de que apuntase en su cuenta las consumiciones del doctor Marat.
Danchart y las tres jóvenes comenzaron su paseo por las tiendas del Palais, donde compraron varios vestidos a la última moda para ambas hermanas y también algunas chaquetas para Danchart, a fin de —como decía de manera cariñosa Beatrice— «actualizar el ropero del noble de provincias». Nuestro joven vizconde ejerció de paje de las muchachas y se vio en muchos momentos llevando vestidos y complementos a los probadores de las tres damas, aunque solo tuvo comentarios, siempre positivos, sobre el talle y el estilo de Marie. En una de las más elegantes sombrererías, Marie se hizo con un hermosísimo tocado verde manzana con plumas que gustó mucho a Danchart, y ambos convinieron en que tendría un gran éxito en la fiesta de aniversario de la llegada de la reina María Antonieta.
Marie sonreía encantada y paseaba orgullosa del brazo de Danchart cuando llamó la atención sobre los jóvenes la cantidad de gente que se agolpaba alrededor de una de las decenas de tribunas que había en aquel majestuoso complejo. El Palais era un pequeño estado dentro de París. En él no podía entrar la policía de la ciudad, y los librepensadores e ilustrados gozaban de total libertad a la hora de hablar.
Los jóvenes también se detuvieron alrededor de la tribuna y se mostraron dispuestos a escuchar al orador.
—¡Ciudadanos de París, no podemos dejar que se siga jugando con el pan de nuestros hijos! ¡No podemos dejar que Francia siga anclada en el pasado, que los hombres que han nacido libres sean esclavos! Escuchemos a Diderot, a D’Alembert, a Rousseau y a Montesquieu. Ellos hablan con la voz de la razón… ¡Viva la Ilustración! ¡¡Viva la voz de Francia!!
Las palabras eran vitoreadas por los oyentes y Danchart pensó que quizá aquel orador también podría tener un sitio en su primer periódico en París.
Antes de terminar su paseo, Danchart pudo darse cuenta de que el Palais Royal era un lugar muy frecuentado por periodistas tras las esquinas a la caza de decenas de cotilleos con los que llenar sus páginas. Danchart ya había llegado a la conclusión de que esos chismes gozaban de gran interés entre la gente, ya sea por malsana curiosidad o por simple divertimento, por lo que tuvo claro que también gozarían de espacio en su La Voix du Roi, y ya se había informado de los amores de la baronesa D’Épinay, con la que pensaba rellenar, al menos, media página.
***
Cuando ya caía la noche y Danchart había dejado a las muchachas en la mansión de madame Rovanier, se dirigió a las afueras de la ciudad para callejear por Saint-Antoine, el barrio donde había oído hablar de la Banda del Príncipe de los Ladrones. Al parecer, estaba integrada por varios hombres que en pocos días habían robado en dos casas bancarias. Lo hacían a plena luz del día, armados hasta los dientes y con gran violencia. A Danchart le asustó un poco aquella historia cuando la oyó por primera vez, pero después su recién nacida curiosidad de periodista le había empujado a investigar un poco sobre el tema.
Saint-Antoine era un barrio popular. Allí residían la mayor parte de los carpinteros y obreros de la gran urbe y los primeros trabajadores de dos incipientes fábricas. Por la noche, decenas de tabernas se convertían en el refugio de los cansados jornaleros, pero también de muchos de los desarrapados de la gran ciudad, pues no en vano era un lugar donde el vino se vendía barato y nadie preguntaba a nadie de dónde venía ni adónde iba.
Danchart entró en una de las tabernas más concurridas del barrio, en la cual reinaba la oscuridad y el auditorio se repartía entre hombres que, borrachos, dormían tirados en las esquinas y otros que, alborotados, gritaban por cualquier motivo y continuamente llegaban a las manos. Danchart se acercó al tabernero y sin miedo ni rubor le preguntó directamente:
—Perdonad, busco a algún miembro de la Banda del Príncipe de los Ladrones.
—¿Disculpe? —dijo el tabernero, que se quedó mirando fijamente al vizconde.
—Os preguntaba si alguno de los miembros de la Banda del Príncipe de los Ladrones frecuenta vuestra taberna.
—¡Ja! ¡Atentos! ¡Escuchad todos! —Y el tabernero acompañó su grito con un gran golpe de un duro bastón de madera contra el mostrador—. ¡Este incauto pregunta por la Banda del Príncipe de los Ladrones!
Gran parte del auditorio que seguía en pie en la taberna se giró hacia el lugar desde el que habían salido aquellas palabras. El vizconde descubrió entre la oscuridad rostros con cicatrices en la frente, pobladas barbas, ojos incisivos… y, sobre todo, ninguna sonrisa.
Uno de los hombres se acercó y le inquirió:
—¿Quién sois vos?
De repente, Danchart se sintió totalmente aterrado. Había acudido a Saint-Antoine en un estado de total júbilo, como había ido a la Bolsa, y ahora se daba cuenta de la estupidez que había cometido. Su voz se entrecortó y comenzaron a sudar sus manos.
—Perdonad la molestia, no quiero interrumpiros más.
Y Danchart se dispuso a salir de la taberna. Pero el mismo hombre que le había preguntado quién era cogió el bastón con el que el mesonero había golpeado la barra y con un rápido movimiento lo interpuso en el camino que comenzaba a emprender el vizconde… Este lo apartó levemente y siguió hacia la puerta, ya con los ojos cerrados y comenzando a rezar entre dientes. El bastón volvió a ponerse delante de él, pero esta vez para, de un fuerte golpe, romper una de las mesas sobre la que dormitaba un borracho y partirse en dos el propio bastón. Danchart se giró levemente y en aquel momento pensó que sería terrible no volver a ver a Marie. La voz de aquel hombre sonaba desafiante.
—Disculpad, os he hecho una pregunta. Parecéis un hombre muy bien educado y no entiendo por qué no me respondéis.
Danchart lo miró a duras penas. Era claramente más alto que él, corpulento, y en la semioscuridad compuso el vizconde una cara agreste, barbada, de pobladas cejas y con varias cicatrices. Dos ojos grandes le miraban fijamente y esperaban una respuesta.
—Quizá no he sido muy correcto al hablaros. Vestís como un noble y yo no soy más que un herrero. Gustave Guizot, para serviros. Ahora, si no os importa, me gustaría saber quién pregunta por el Príncipe de los Ladrones.
A Danchart le temblaban las piernas y continuamente se le venía la imagen de Marie a la cabeza. Marie sonriendo, Marie besándole…
—Soy periodista.
Guizot sacó una navaja de más de diez centímetros y la puso en la barbilla de Danchart.
—No me gustan los periodistas… Casi no sé leer.
—Lo lamento.
—¿De qué hablan en vuestro periódico? —Guizot ya estaba detrás de Danchart y su navaja en el cuello del joven.
—De todo tipo de asuntos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué queréis exactamente? ¿Poner el nombre del Príncipe de los Ladrones en vuestras páginas para que el jefe de policía lo detenga?… Oléis como un noble.
—No soy noble, antes era herrero… como vos —rebatió Danchart con voz entrecortada.
Guizot rio veladamente y bajó su navaja hasta las manos de Danchart, que apretaba sus puños. Presa del pánico, no conseguía abrirlas, y Guizot clavó su navaja en ellas como si lo hiciese en una bola de queso blando. Las manos se abrieron siguiendo órdenes propias al tiempo que empezaba a brotar la sangre.
—Esas no son manos de herrero… ¿Decís en vuestro periódico que los niños de Saint-Antoine no tienen una hogaza de pan que llevarse a la boca?
Danchart veía la sangre brotar, la notaba resbalando entre sus dedos y comenzó a llorar.
—¿Sabéis? —prosiguió Guizot—. Así he visto llorar yo a muchos niños en Saint-Antoine, pero de hambre, mientras en Versailles se organizan bailes y se tira la comida que a la nobleza le sobra y que a nosotros nos falta. ¿Habéis estado alguna vez en Versailles?
—No —mintió Danchart.
—Vestís como un noble, oléis como un noble, habláis como un noble… y lloráis como un noble… Si volvéis a afirmar que no sois un noble, os rebano el cuello.
Danchart sacó un poco de fuerzas de no se sabe dónde para decir una frase con más de tres palabras.
—Dejadme marchar… Si soy un noble y me cortáis el cuello, no pararán hasta que vuestra cabeza cuelgue de una soga… Y si no lo soy, mataríais a un pobre herrero que simplemente quiso aparentar ser algo más.
—No me da miedo ni lo uno ni lo otro, pobre infeliz…
Pero justo en ese momento desde el fondo de la taberna se oyó una voz.
—¡Guizot! ¡Guizot! Te llama el Príncipe. ¿Dónde estás, cabeza de burro?
—¡Ya voy, desgraciado! —respondió con un grito para después susurrar al oído de Danchart mientras con una mano le sacaba la bolsa de monedas del interior de la chaqueta—. Si vuelvo a veros en algún momento de nuestras vidas, sea aquí, en el campo, en La Martinique o en el mismísimo Versailles…, será el último día de vuestra vida. —Y lo empujó fuera de la taberna.
Danchart cayó al suelo, rasgándose el traje, y se marchó de allí perseguido por gran parte de los parroquianos que habían salido tras él y reían estruendosamente mientras gritaban alborozados.
—¡Adiós, marqués!
—¡Saludad al rey de nuestra parte, y decidle que venga de vez en cuando por aquí!
Danchart corría por Saint-Antoine. Alguna gente, al oír el bullicio que le seguía, había salido a los balcones y le tiraban cosas. Danchart sintió caer sobre él un cubo de agua, y después uno de orina. No se detuvo hasta llegar a las murallas de París. Marie no salía de su mente. Solo pensaba en cogerla, abrazarla, besarla y sacarla de aquella locura para volver a Clermont.