LIX. Buscar sin encontrar

Definitivamente, Danchart volvió a perder el sueño. Apenas pasaba un par de horas en la enorme casa de Saint-Antoine, entre el fin de la madrugada y la salida del sol. Eran las únicas horas en las que se encontraba con el más absoluto silencio, y aquello le aterraba… Cuanto más rendido estaba, más le costaba conseguir abandonar el mundo durante aquel escaso par de horas. Su aspecto comenzó a acusarlo. Aunque mantenía el hábito de afeitarse y asearse, la cara no podía evitar reflejar todo el cansancio y tensión acumulados.

Desde primera hora estaba en la calle, y durante todo el día no paraba de caminar y caminar. Caminaba buscando, pero no hallaba nada. Por Les Tuileries, las orillas del Seine, el Palais Royal… Después llegaba a la alcaldía, a los lugares de reunión de las distintas secciones en los barrios de París. Siempre intentando escuchar las conversaciones ajenas. Tratando de pescar algo de información que lo sacase de sus largas caminatas a ninguna parte…

Pero Danchart notaba que no solo él andaba nervioso por la ciudad. Miles de parisinos también lo hacían, pero buscando algo que meter en el estómago. Las panaderías estaban vacías: o no tenían nada que vender, o lo que tenían se lo habían robado. Las madres gritaban coléricas con sus hijos en brazos que no había nada que llevarse a la boca. Los hombres menos rudos se encaraban sin contemplaciones con los más fornidos al mínimo roce. El azúcar y el café desaparecieron de las tiendas y las tabernas. Se hablaba de una mano negra que hacía acopio de todos los bienes y provocaba esa enorme escasez.

«Sí, eso debe de ser», pensaba Danchart. Y ¿qué mano más perniciosa y avariciosa que la de los nobles había en Francia? Ellos eran los acaparadores. Seguro que hacían todos sus tejemanejes y especulaciones desde el extranjero. Y ahí Danchart no perdía una oportunidad para denunciarlo y atacarlo, ya fuese en el periódico de Hébert, ya en cualquiera de los folletines que escribía y editaba para las secciones de París. Su pluma se hacía cada vez más violenta, y casi siempre terminaba pidiendo a los gobiernos extranjeros que de una vez por todas entregasen a los miles de nobles franceses refugiados en sus territorios. Que los entregasen ya, o Francia no dudaría en ir a buscarlos por la fuerza. «Si la única manera de devolver el pan, el café y el azúcar al pueblo era la guerra, los parisinos no dudarían en ir a ella para calmar el llanto de sus hijos.»

Las letras que Danchart escribía enseguida corrían de boca en boca de los seccionarios. De repente, con el año nuevo, la palabra guerra aparecía ya en todos los corrillos, en todas las conversaciones… Y Danchart continuaba buscando. Continuaba en las calles de París, siguiendo algún vestido que le resultaba familiar, corriendo entre la multitud tras una risa de mujer oída a lo lejos.

Cuando caía la noche, Danchart volvía a sus guaridas en los recovecos más aislados de las tabernas de Saint-Antoine, principalmente en El Bodegón. Allí pasaba las horas escuchando y llenando el estómago con aguas calientes que apenas sabían a nada. Rara era la noche que no acababa con Santerre y con los amigos de este, que también se habían hecho los suyos: un pasante de notario y un carnicero. Todos bebían, menos Danchart, que consumía las horas ante agua caliente que solo la imaginación convertía en café.

Uno de aquellos días de búsqueda estéril para Danchart por las calles de París acabó topándose con un viejo amigo, que si bien no fue capaz de correr tras él para detenerlo, no dudó en desgañitarse llamándolo desde la terraza de uno de los hoteles del Palais Royal. Danchart no pudo hacer oídos sordos a la voz de Couthon, sobre todo cuando los gritos eran los de «¡Conde! ¡Conde!». El conde de Clermont había conseguido que ya nadie lo tratase así, al menos a sabiendas. En Saint-Antoine algunos le llamaban ciudadano Conde pensando que lo de conde era un mote cariñoso, basado quizá en la desarreglada elegancia del joven y dando por hecho que no pertenecía a la nobleza. Solo los que lo conocían de antes pensaban que quizá sí fuera un noble, pero ya dudaban de lo sucedido años atrás y no sabían si lo de su condado era verdad o una simple leyenda.

Danchart sonrió al ver al diputado Couthon, y él mismo empujó la silla de su viejo amigo al interior del hotel con el fin de guarecerse del frío. Danchart quería oír alguna melancólica historia de su querido pueblo. De sus gentes, sus valles y sus ríos… Pero el buen Couthon solo tenía palabras sobre política para compartir con su joven amigo. Danchart no pudo evitar abstraerse mientras Couthon le contaba con pelos y señales las reuniones en el club de los jacobinos. Instaba una y otra vez a Danchart a que se uniese a él y no dejase pasar la oportunidad de estar en el lugar en el que se construía la nueva Francia. Jacobinos, secciones, alcaldías, reyes… A Danchart no le interesaba nada de aquello. Salir de París era lo que más deseaba. Volver a Clermont de la mano de Marie y poder vivir feliz.

Así que aprovechó la primera oportunidad que tuvo para levantarse y marcharse, no sin antes prometer al diputado que acudiría aquella misma noche al Hôtel Britannia, donde se alojaba una pareja de viejos amigos: monsieur Roland y su esposa. Recordó a aquella mujer que tanto le había impresionado a su paso por Clermont, aquella brillantez que la había convertido en el centro de atención de todos los presentes con apenas mover los labios. Recordó también que poco después de conocerla había visto a Marie y consideró aquello una especie de juego del destino: quizá la puerta de entrada para encontrar a Marie fuese madame Roland.

Danchart cenó, como siempre, un caldo con sabor a nada y media patata cocida. Lo hizo un poco más temprano de lo habitual, en su misma esquina oscura y solitaria, y poco después partió hacia el compromiso adquirido, aseado y limpio, aunque demacrado y cabizbajo. Su primera impresión en aquel salón del Hôtel Britannia fue de falta de aire. Se sintió expuesto, observado por los ojos de todo el mundo sin encontrar una esquina oscura desde la que mirar sin ser visto. Fue monsieur Roland quien llegó por su espalda y lo cogió del brazo.

—Marqués de Clermont, ¿verdad? —titubeó el lionés. Danchart se sobresaltó, se giró y devolvió una sonrisa a Roland.

—No, monsieur. Danchart, a secas. Llamadme Danchart.

—Perdonad, os he confundido entonces.

—No, monsieur Roland, no me habéis confundido. Salvo que no soy marqués, sino conde…, pero podéis dejarlo en ciudadano Danchart. Llegan nuevos tiempos y es preferible marchar con ellos. Soy un simple impresor, dueño únicamente y apenas solo de mi propia alma.

Monsieur Roland sonrió.

—Si el mayor de los nobles de este reino pensara como vos, mucho mejor nos iría a todos. Pero no os quedéis aquí, venid conmigo. Seguro que Manot estará encantada de veros. Y también anda Couthon por aquí, y un montón de gente a la que os encantará conocer.

—No, gracias —se disculpó Danchart—. Estoy bien aquí de momento; más adelante me acercaré a saludar.

—De acuerdo. Consideraos en vuestra casa. Es un placer tener a un viejo amigo entre nosotros.

Danchart devolvió una nueva sonrisa a su anfitrión y buscó una pared en la que apoyarse, al lado de una cortina poco más clara que su chaqueta, con la esperanza de mimetizarse con ella.

Desde su mal escondite Danchart distinguió a Brissot, al que conoció poco después de las jornadas revolucionarias de 1789. Tampoco se sorprendió al ver allí al alcalde Pétion de Villeneuve, que hizo ademán de acercarse a él antes de ser absorbido por la presencia de madame Roland. Al igual que había sucedido en Clermont, en París también se rendían a aquella mujer decenas de notables: diputados, abogados e incluso algún militar. Su verbo fácil y coherencia de pensamiento, adornados de innumerables citas políticas y literarias de los clásicos, hacían pensar que aquellos diputados pronto se dedicarían a poco más que reproducir sus palabras en parlamentos, palacios y embajadas. A las palabras de la oradora principal pronto siguieron distintos corrillos, y los escasos segundos que madame Roland estuvo sola fueron aprovechados por Danchart, que no podía negar que también era víctima de la empatía de aquella mujer, para acercarse a saludarla.

La mujer le devolvió el saludo cordialmente. Hizo gala de una extraordinaria memoria y le agradeció su apoyo en aquel pequeño salón de Clermont. Danchart se quitó mérito alguno y no dudó en calificarla de «un maravilloso soplo de aire fresco que esperemos llegue hasta el último rincón de la ciudad». Al poco se les unió un joven que a Danchart le resultó una cara conocida de la otrora Asamblea Constituyente. Madame Roland enseguida se lo presentó y le sacó de dudas:

—Monsieur Buzot.

Pero Danchart apenas se fijó en el antiguo diputado. De repente, un recuerdo lo atormentó. Los ojos de madame Roland brillaban. Lo hacían con furia. Su mirada no se despegaba de Buzot. De aquella sonrisa emanaba una luz cegadora. ¿Dónde había visto él aquello antes? ¿A quién? ¿Cuándo? Sí, lo había visto antes. Hace mucho tiempo, en los jardines de la casa de estudiantes de madame Rovanier. Sí, había visto aquella mirada en los ojos de Marie. Marie… Marie… ¿Qué hacía allí? ¿Qué estaba haciendo en el salón de madame Roland? ¿Por qué perdía el tiempo en salones y tertulias?

Sin apenas despedirse, salió a toda velocidad de la casa. Su pierna volvió a recordarle con un leve chasquido que hacía tiempo que olvidaba sistemáticamente su bastón. No se detuvo. No hizo caso del dolor y siguió corriendo. Corrió, anduvo, se sentó. De un lado para otro en París. ¿Dónde estaba Marie? ¿Por qué no había vuelto a París? La noche se le echó encima. Solo vagabundos, borrachos y malhechores se distinguían al final de las calles. Hacía frío. Hacía mucho frío. De pronto, echó a correr como un loco hacia el Palais Royal. Entró en uno de los edificios más elegantes y se dirigió al segundo piso. Poseído, comenzó a golpear la puerta.

—¡Ábreme, ábreme!… —Al otro lado solo había silencio—. ¡Ábreme!… —Danchart llamaba cada vez con más fuerza—. ¡Me mentiste!

No dudó en seguir descargando su furia contra la puerta, incluso con aquella pierna llena de dolor que ya apenas sentía.

—¡Me mentiste! —volvió a gritar con todas sus fuerzas mientras seguía aporreando aquel rectángulo de roble.

Por fin, ruido al otro lado. Un rayo de luz bajo la rendija de la puerta… que terminó por abrirse…

—Me mentiste, Rasjwonski…

Rasjwonski alzó su vela e iluminó la pálida cara de Danchart…

—¿Qué haces aquí vociferando como un loco?

Danchart entró sin apenas mirarle, se sentó y siguió balbuciendo…

—Me mentiste… Marie no está en París.

Rasjwonski soltó un resoplido de incomprensión mientras seguía iluminando el salón.

—Marie, ¿cómo no? Tú como un loco de madrugada, y la razón, Marie…, siempre Marie…

—Me mentiste. Ella no está en París.

—Lleva en París dos semanas, Danchart…, quizá si no la buscases tanto ya la habrías encontrado…

Danchart levantó la cabeza.

—¿Dónde está?

—¿Dónde está quién?…

Danchart clavó de nuevo la vista en el suelo, suplicando a su amigo que se dejase de juegos y calmase su angustia…, pero Rasjwonski no se apiadó de él…

—La marquesa de Pouget… La esposa del doctor Pouget… ¿Has olvidado ya eso, Danchart? ¿Has olvidado ya que ama a otro hombre…, que hace mucho tiempo que ya no te quiere…?

—No, Rasjwonski, eso no es así…, y si lo es, cambiará…, todo volverá a ser como antes…

—Ah, sí, Danchart, por fin has decidido apretar el cuello de ese hombre hasta matarlo… Porque créeme, eso es lo único que la alejará de él…

Danchart se levantó, encaró a su amigo y recuperó su viejo orgullo de conde.

—No, yo no soy un asesino como tú.

Rasjwonski sonrió… Sabía que aquella sería la respuesta de su querido amigo de infancia…

—¿Dónde puede estar la esposa del médico del rey? ¿Cerca del rey, quizá?

Danchart no necesitó ninguna palabra más. Se levantó y regresó a las frías calles de París… Pasó el resto de la noche deambulando por Les Tuileries. Vislumbrando a lo lejos aquel enorme palacio…, buscando luz tras cualquier ventana, atento a cualquier movimiento…, respirando profundamente aquel gélido aire de la fría noche… Sí, Marie estaba en París.

Ni la belleza salvará al mundo
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