XL. Negocios de banqueros
La salud de Danchart acabó por recuperarse totalmente en las semanas posteriores, y una mañana, cuando Galé llegaba al palacio, lo encontró en la puerta ya desayunado y vestido con ropa vieja. El buen campesino se quedó mirándolo entre asustado e intrigado.
—¿Has desayunado, Galé?
—Sí, he tomado algo de leche y pan en casa —dijo sin que se perdiese el gesto de su cara.
—Está bien, pues manos a la obra, desde ahora mismo soy tu peón. Pongamos este palacio en pie.
Galé sonrió entonces:
—¿Estáis seguro de que este trabajo es para vos? No sé yo si esas manos están preparadas…
—Si no lo están, pronto lo estarán… ¡Anda, vamos! No tengas miedo de que sea mejor trabajador que tú. No le diré a nadie que el conde de Clermont trabaja más y mejor que un fornido campesino.
—Eso habrá que verlo. —Y un sonriente Galé siguió los pasos de Danchart hacia el interior del palacio.
Revisaron el estado del salón, y luego, del resto del palacio. Galé tenía preparadas decenas de vigas con el objetivo de levantar de nuevo la segunda planta. A Danchart le pareció bien la idea y, puesto a las órdenes de Galé, comenzó a pulir los maderos que restaban.
Danchart trabajó con un énfasis casi desaforado. No habló en toda la mañana; solo lijaba y lijaba. Galé le hacía de vez en cuando algún comentario para corregirlo; Danchart asentía con la cabeza, y rápidamente asumía la enseñanza dada. Sonia, que desde primera hora de la mañana se encontraba siempre atareada con la ropa, solía ir a buscar a Danchart a media mañana para ir a pasear, pero aquel día no lo encontró. Cuando Galé la vio, le señaló con el dedo dónde se encontraba el conde, y esta al verlo tan atareado devolvió a Galé la sonrisa cómplice y volvió a sus tareas.
Llegada la hora de comer, Danchart tuvo que ser prácticamente arrancado de sus quehaceres y del alto grado de concentración con el que se aplicaba a ellos. Se sentó a la mesa del jardín junto a Sonia y Galé, disfrutando de las temperaturas veraniegas que se acercaban y de un exquisito asado que Sonia había cocinado. Mientras comían, Galé y Danchart intercambiaron opiniones sobre cómo afrontar la construcción. Galé propuso traer obreros a fin de acelerar el trabajo, pero Danchart no secundó la idea y mostró su preferencia por hacerlo entre los dos, independientemente de lo que se tardase.
—No tenemos ninguna prisa —explicó.
Degustaron la sabrosa comida, y tomaban café cuando llegó Couthon. Sentaron al abogado a la mesa y este relató a Danchart las últimas noticias que le llegaban de París sobre sus propiedades. El conde era inmensamente rico. Si por su madre tenía derechos sobre grandes extensiones de tierras, por vía paterna poseía muchas más cosas de las que creía, sobre todo participaciones en sociedades repartidas por toda Europa y principalmente en América. Couthon, como representante legal de Danchart, había recibido toda esa información de la casa Rocheteau, que era la administradora de esas posesiones; sin embargo, no había conseguido todavía transferir su manejo al contable alemán, pues la banca francesa insistía en que el propio Danchart fuese a París a solucionar el asunto. Danchart se negó rotundamente a ir a París, y ninguno de los que le rodeaban en aquel momento hizo comentario alguno que contradijese ese parecer, temerosos de que fuera de Clermont el conde volviese a las andadas. Couthon decidió y Danchart aceptó reclamar entonces a la banca Rocheteau por vía judicial los poderes efectivos sobre las propiedades del conde.
Los tres hombres y la muchacha alargaron la tertulia y bien entrada la tarde acabaron por levantar la mesa, volviendo Couthon a Clermont con todas las firmas necesarias para comenzar los trámites judiciales contra la casa Rocheteau, y Danchart y Galé a su tarea de preparar las vigas para reconstruir el segundo piso del palacio. Sonia, por su parte, continuó con las duras tareas de mantenimiento de la rutina del hogar. La tarde fue igual de intensa que la mañana para Danchart, al que volvía a absorber completamente el mecánico trabajo de lijar la madera. Cuando cayó la noche, cenaron los tres nuevamente en el exterior del palacio. Galé se marchó raudo, pues, aunque pocas, también tenía que atender las tareas de su hogar y a su encamada madre. Aprovecharon entonces Sonia y Danchart para pasear por los jardines de Clermont.
La luna estaba llena y bien alta, alumbrando el camino de los dos muchachos. El paseo fue largo y en él fue el silencio el principal protagonista, apenas roto por algún comentario de Danchart sobre un árbol que ya no estaba o alguna anécdota sin importancia acaecida en el lugar por el que pasaban. Sonia asentía, sin preguntar más de lo necesario. Después de dar una amplia vuelta por los jardines inferiores de la propiedad, volvieron al palacio. Sonia fue hacia su cuarto y Danchart se tumbó sobre la cama. El mismo catre y en el mismo lugar en el que había pasado su enfermedad. La mejoría de Danchart, obvia a todas luces, mantenía sin embargo un agujero, un desorden del que Danchart no conseguía salir. No era capaz de conciliar el sueño. Pasaba las horas tumbado en aquella cama, dando vueltas de un lado a otro, y solo a última hora de la noche, cuando ya casi moría esta, conseguía dormir… hora y media, dos horas. Aquella noche también fue diferente en eso, no porque el conde consiguiese dormir, sino porque no permaneció acostado: se levantó y comenzó a dar vueltas alrededor del palacio.
Aunque mostró especial cuidado al pasar frente a la habitación de Sonia, no pudo evitar que ella, a la que después de tantos años también le costaba dormir toda la noche largo y tendido, se despertase. Sonia, de puntillas encima de la cama, consiguió llegar al tragaluz que tenía su habitación y desde allí ver al conde. Danchart andaba hasta que se detenía y volvía hacia atrás. Después de unos pasos volvía a detenerse y a girar sobre sí mismo… Así permaneció un buen rato frente a la puerta de acceso a la zona de los sirvientes, que era ahora únicamente la puerta de acceso a la habitación de Sonia. Finalmente no dio la vuelta en una de sus caminatas hacia el frente del palacio y desapareció de la vista de Sonia, que aquella noche tampoco consiguió encauzar su sueño hasta bien entrada la madrugada.
Danchart acabó por salir del palacio de Clermont y dirigirse a uno de los regatos más cercanos. Una vez allí, se tumbó por un rato, pero pronto se levantó y, metiéndose en el agua, trató de coger alguna trucha con un palo como tantas veces había hecho cuando era niño. Pasó horas en esa tarea y cuando se acostó, si bien no durmió más de las dos horas que dormía normalmente, sí fueron de un grato descanso.
Lo sucedido aquel día se convirtió en una rutina en la villa de Clermont y en la vida de Danchart. Se levantaba y desayunaba, siempre al aire libre, en aquella mesa que se había convertido en el lugar donde más tiempo pasaban los tres habitantes del palacio, pues si bien Galé iba todos los días a dormir a su casa, hacía el resto de su vida allí. Cuando llegaba Galé, se unía a él el conde y comenzaban su trabajo, que, una vez terminadas y preparadas las vigas, pasó a la preparación de las tablas que se convertirían en el piso. Danchart seguía pasando la lija con una tenacidad y concentración que asustaban. Después comían los tres y tomaban el café, al que se unía casi todos los días Couthon, que ponía al día a los presentes sobre la actualidad política nacional, para luego volver al trabajo.
La jornada laboral terminaba cuando Galé tenía que irse, lo que hacía que los paseos de Sonia y Danchart durasen unos días más y otros menos. Cuando la noche se presentaba oscura, apenas iban más allá de los alrededores de la casa, y a veces simplemente no llegaban a levantarse de la mesa. Sus conversaciones eran sencillas: alguna pregunta sobre lo que había o no en la alacena, lo que pedir… Más que hablar, ambos se hacían compañía, aunque Danchart, ampliamente agradecido a la muchacha, no perdía ocasión de mostrarle su afecto. Cuando Galé no estaba, nunca le dejaba recoger la mesa, y al notar el frío nocturno, raudo le traía una chaqueta que echarse sobre los hombros… Sonia, cuya vida había estado más bien falta de cariño, recibía aquellos pequeños detalles llena de gratitud y hundía su rostro sonriente bajo la chaqueta que Danchart le había traído.
Las escapadas nocturnas de Danchart al río también acabaron por convertirse en un hábito, aunque disgustaban mucho a Galé y Sonia, que temían que el contacto con el agua alguna noche más recia de lo normal pudiese hacerle recaer. Pero Danchart no daba importancia a esos temores y repetía que sus pulmones nunca habían sufrido la tuberculosis, sino otros males que no volverían por chapotear en el agua fría.
El verano llegó de lleno, pero las rutinas no se rompieron en Clermont, salvo un par de días en los que Danchart salió temprano por la mañana y no regresó hasta el atardecer. Las dos veces partió del palacio de Clermont elegante, vestido realmente como lo que era: un conde. El primero de ellos pasó toda la mañana en el despacho de Couthon, escuchando las palabras del abogado que lo ponía al día de la situación de sus requerimientos a la banca Rocheteau, y luego comieron en una coqueta taberna del centro de la villa. Danchart se daba cuenta de que su paso desataba todo tipo de murmullos entre la gente, la mayoría de ellos personajes de la burguesía local, pero no les daba la menor importancia. Por la tarde volvieron al despacho de Couthon, donde esperaban la visita de un representante de la casa Rocheteau. Cuando los sirvientes anunciaron el nombre del guichetier, Danchart no mostró ningún desasosiego o sobresalto, pero sí cuando vio entrar a François de Moreau. Pero ese desasosiego, motivado por la angustia que traía a su mente cualquier cosa que le recordase a París, se convirtió rápidamente en una mueca, que acababa en lo que parecía una sonrisa al final de sus labios.
De Moreau se fue directo hacia él y le dio un fuerte abrazo:
—¡Mi querido conde! Cuántas ganas tenía de volver a verte… ¡Y qué buen aspecto tienes!
Danchart lo separó de él con discreción.
—¿Qué tal, De Moreau? Menuda sorpresa encontraros a vos aquí.
—¡Qué alegría, conde! ¡Qué tiempos vivimos juntos en París!, ¿verdad? Nuestros días en la Bolsa, trabajando codo con codo en vuestros proyectos periodísticos, el Palais Royal… ¡Qué grato encontrarse de nuevo dos grandes amigos como nosotros!
Danchart mantenía la misma cara, y De Moreau permanecía con su brazo sobre los hombros del conde.
—Ya verás, traigo grandes proyectos. La unión de la casa Rocheteau y el conde de Clermont seguirá dando maravillosos frutos.
Danchart se deshizo entonces bruscamente del brazo que el guichetier mantenía sobre él.
—De Moreau, estamos hoy aquí reunidos para poner punto y final a esa unión. Solo esperamos de la casa Rocheteau que haya traído todos los documentos oficiales, las escrituras de todas las posesiones de las casas de Clermont y de Ferrand, las cajas fuertes y sus llaves que estaban en sus oficinas tanto aquí como en París, Londres, Ginebra, Roma y en las colonias americanas…
—Pero, mi querido amigo, ¿por qué eso? ¿Quién te va a ofrecer más fiabilidad? ¿Mayor interés?
—De Moreau, dejad de tutearme, no volváis a repetir que sois amigo mío, porque no lo sois. He pensado en vos muchas veces en el último año, así que decidles a vuestros jefes que les agradezco sobremanera que me hayan permitido que esta patada que les doy en el culo sea precisamente en el vuestro.
—Pero, conde, dejad atrás rencillas sin sentido. Ved los réditos que os hemos conseguido. Vuestra fortuna es hoy una de las mayores de Francia y, si no fuese por la casa Rocheteau, hoy no seríais más que un noble al que le quedaría más bien poco para que la turba le quitase sus tierras.
—Yo soy más rico, seguro que sí, pero sin el dinero del conde de Clermont, la banca Rocheteau no sería más que una tienda de empeños en algún barrio pobre de París.
—Pero yo soy vuestro amigo. Mi carrera está en vuestras manos. La casa Rocheteau cree que solo yo puedo manteneros a nuestro lado.
—Si creen eso es porque vos les habéis mentido. Y si volvéis a decírmelo tendré que mandar una carta a vuestros jefes en la que quede claro que vos sois la única razón de que abandone su casa.
—Vamos, conde, la casa Rocheteau os ofrece el doble de los intereses que hasta ahora.
Danchart clavó entonces su mirada en el guichetier.
—No.
—El triple.
—No.
De Moreau tomó aire y volvió a la carga.
—El cincuenta por ciento de la propiedad de la casa.
Danchart lo miró fijamente, permaneció callado por unos segundos.
—¿Por qué?
De Moreau palideció y temblaba otra vez, como había palidecido y temblado un año antes frente a Danchart.
—La casa necesita que os quedéis en ella. Los beneficios de vuestras participaciones en el extranjero generan un importante remanente para la empresa.
De Moreau no sostenía la mirada del conde, y eso decía a Danchart que había algo más, que le ocultaba algo.
—Si me decís ahora mismo toda la verdad, mis cuentas seguirán en la casa Rocheteau.
De Moreau pareció ver la luz por un momento y alzó la cabeza que mantenía cabizbaja.
—Mucho cuidado, De Moreau. Si me mentís, seré implacable con vos.
La cara de Danchart, sus plateados ojos grandes y amenazantes hicieron que De Moreau volviese a agachar la cabeza.
—La casa Rocheteau está al borde de la quiebra.
—Vamos, contádmelo todo. ¿Por qué?
—Hemos captado grandes cantidades de assignats… Pensábamos que acabaría convirtiéndose en la nueva moneda del país. Lo hicimos a un alto interés…, incluso pidiendo prestado a la banca extranjera…
—O sea, que tenéis muchos assignats, pero ya no valen lo que habéis dado por ellos.
—¿Lo que dimos por ellos? Me conformaría con que nos diesen la mitad de la mitad de lo que dimos por ellos… Sin vuestras rentas, no podremos pagar los créditos…
—Entonces los que se han enriquecido son los mismos que compraron propiedades y se han deshecho de los papelitos.
—Así es.
Y a Danchart se le escapó en alto un pensamiento.
—Buena jugada, Rasjwonski… Realmente te has convertido en un sagaz hombre de negocios.
De Moreau no prestó atención al comentario y volvió a sus asuntos.
—Por eso necesitamos que sigáis en nuestra casa.
Danchart volvió enseguida a la situación, dejando para otro momento su recuerdo de lo que Rasjwonski le había dicho en su fugaz paso por Clermont. Repentinamente se sobresaltó.
—Entonces, ¿qué hay de lo mío? ¿Qué pasa con las inversiones de vuestra casa?
—No, no. No os preocupéis por eso. Al morir vuestro padre y no tener contacto con vos, vuestras inversiones se mantuvieron igual. Participaciones en el extranjero. Nada de su capital se ha invertido en captación de fondos… Por eso es por lo que os necesitamos al lado de la casa Rocheteau; vos poseéis la única capacidad de mantenimiento.
Danchart entonces miró a Couthon.
—Ya lo habéis oído: que todas nuestras propiedades salgan inmediatamente de manos de la casa Rocheteau. Alertad a las autoridades. Avisad de que pueden estafarnos, poned a París los correos necesarios, que salgan inmediatamente. ¡Y hacia Europa!
—¿Pero qué decís? —interrumpió De Moreau—. ¡Eso nos condenaría a la ruina! Cuando se corra la voz, perderemos todas nuestras posesiones. Los clientes reclamarán los depósitos y no podremos pagarlos. ¡Se hundirá la casa! Yo lo perderé todo.
Danchart volvió entonces a prestarle atención, y lo hizo mirándole fríamente a los ojos, sin ningún atisbo de piedad.
—Espero que sepáis lo que es eso… y espero también que no encontréis ninguna puerta abierta cuando la busquéis.
Couthon se puso a dar órdenes a sus colaboradores para sacar lo antes posible de la casa Rocheteau todas las propiedades del conde de Clermont. También tuvo que pedir a uno de sus hombres más rudos que echase de allí a De Moreau, quien de rodillas a los pies de Danchart lloraba sin consuelo, aunque este ni siquiera movió la pierna para ayudar a que se lo llevasen.