LXIV. Septiembre en las cárceles de París

Danchart llegó a El Bodegón cuando aún no había caído la tarde. Se sentó en su mesa habitual y comenzó a beber. Bebía sin cuartel, tratando de adormecer su cuerpo, pero su mente estaba cada vez más abierta y clara. La idea de pensar que el cuerpo sin vida de Marie estuviese tirado en cualquier lugar de Les Tuileries le obsesionaba, le aterrorizaba. Seguía bebiendo, sin dejar de mover compulsivamente las piernas, sin dejar de pasarse las manos entre los cabellos plateados, la barba canosa. Su cuerpo estaba derrotado, hundido. Danchart cerraba los ojos, pero la imagen de Marie inerte no dejaba de atormentarlo. El tabernero se dirigió a su mesa y puso ante él una gran jarra de láudano.

—Quizá esto te ayude más que la ginebra.

Danchart bebió con más ansia todavía de aquel brebaje, sintió su cuerpo adormecido y finalmente también su cabeza. Durmió contra la pared, regando los pequeños ratos en los que se despertaba con más láudano, y así consiguió que ni los gritos ni festejos que se sucedieron durante días lograran despertarlo. Cuando Danchart salió de aquel periodo de hibernación y no había más brebaje sobre la mesa, notó que le dolía todo el cuerpo. Era una hora temprana y apenas cuatro personas estaban en la barra. Llegó a El Cuartel, llenó un barreño con agua fría y se introdujo en él… Intentó refrescar su cabeza, su cuello, sus espaldas molidas…, y conforme se iba recuperando, la imagen de Marie volvió a ocupar su mente. Se vistió con ropa limpia y corrió de nuevo a El Bodegón.

La madre del tabernero no estaba; tendría que esperar a que viniera para que preparara el láudano. Le dieron una botella de ginebra, un limón y un vaso, y Danchart se sentó en su recóndita mesa. A los oídos del conde llegaba sobre todo una nueva palabra: convención. Danchart trataba de no hacer caso de nada y se concentraba en su botella de ginebra.

Al caer la tarde la taberna prácticamente se había llenado y la entrada en ella de Santerre no pudo pasarle desapercibida. Los hombres le vitoreaban y él se dejaba vitorear. Después de muchos corrillos y de regar varias veces las gargantas de los parroquianos con cerveza, Santerre llegó a la mesa de Danchart.

—Muchacho, tienes que sonreír un poco.

Danchart lo miró con desgana y se llevó nuevamente el vaso a la boca. Santerre prosiguió con alegría.

—Venga, hombre, habrá que mejorar las galas para ser diputado de la Convención.

Danchart volvió a mojar sus labios.

—¿Yo diputado? No me interesa, Santerre.

—¿De verdad que no quieres ser diputado de la Convención?

Danchart se sentía invadido con aquella visita. No quería hablar con nadie, escuchar a nadie.

—No. Eso lo dejo para vosotros. A mí me llega con ser un humilde impresor. Trabajar duro, vivir en una casita de campo y sentarme ante el fuego cada noche al lado de… una buena mujer.

—Bueno, ¿y el ayuntamiento? Habrá representantes de las secciones en la municipalidad… No tendrías problemas para ganar el escaño.

Danchart notó que su irascibilidad iba en aumento y rellenó su vaso de ginebra.

—No, Santerre. Tampoco me interesa.

—Sinceramente creo que es una pena, pero bueno, espero que entonces podamos contar con tus dotes de impresor, ¿verdad? Por lo menos hasta que encuentres a esa señorita y te vayas a tu casa de campo, ja, ja, ja.

—Sí. Con eso sí que puedes contar.

Danchart no volvió a llevarse el vaso a la boca, se levantó y se marchó sin despedirse.

De repente, volvió a encontrarse caminando sin destino por las calles de París en mitad de la noche oscura. Buscaba la brisa fría en el rostro mientras sentía un extraño goce en el intenso dolor de su pierna. Intentaba expulsar todo el aire de sus pulmones. Se apoyaba contra alguna esquina y entonces respiraba profundamente. Le irritaba que las calles no estuviesen todavía totalmente vacías, y entonces, fugazmente, en el final del callejón en el que se había refugiado, vio el paso veloz de una figura enfundada en un enorme capuchón digno de un monje de clausura. Danchart veía a Marie en cualquier forma, detrás de cualquier cabello, en el movimiento de cualquier vestido, y también en aquel fugaz fantasma.

Aceleró su caminar, tomó el final del callejón y lo siguió. Su paso era firme y resuelto, por lo que Danchart también aceleró el suyo, llegando a tirar su bastón. La figura se sintió perseguida y aceleró todavía más… Danchart ya no dudó en echarse a correr y terminar por abalanzarse bajo una lámpara de aceite sobre aquella alma que intentaba esconderse en un nuevo callejón. Al alcanzarla, echó hacia atrás su capucha y pasó su mano por los cabellos entrelazados.

—Marie, Marie…

La muchacha, aterrorizada, levantó su mirada…

—Danchart… Danchart…

Recuperó la calma y posó su cabeza en el pecho del conde de Clermont. Danchart volvía a exhalar todo el aire de sus pulmones, pasaba las manos por los cabellos de Marie, al tiempo que hundía en ellos sus besos.

—Danchart, qué mal aspecto tienes. Qué tiempos tan horrorosos vivimos.

El conde buscó entonces el rostro de la joven. Cogió sus mejillas con las dos manos y la miró a los ojos. Su cara reflejaba que no lo había pasado bien. La hermosa redondez de su rostro había dejado paso a la sutil marca de sus mandíbulas. Los ojos terminaban en incipientes arrugas y sus labios estaban cortados por sus propios dientes. Danchart volvió a pasar la mano por el cabello de la chica, graso y quemado… Su blusa estaba sucia y rota… Danchart no podía verla más hermosa. Volvió a entrelazarla contra su pecho. Qué enorme paz sentía. Todas las angustias, ansiedades, remordimientos…, todo desaparecía.

—Marie, Marie…, vámonos. Dejemos atrás estos tiempos de locos…, esta ciudad de locos… Marchémonos a Clermont, a América… Tengo unos terrenos en la bahía verde, a orillas de un enorme lago… Marchémonos, Marie…

La muchacha se sobresaltó y lo miró a los ojos.

—Sí, Danchart. Tenemos que irnos. Tú me ayudarás. Vámonos.

El goce de Danchart no cabía en el séptimo cielo. Por fin todo había vuelto a su lugar. Por fin se acababa aquella horrible pesadilla…

—Sí, Danchart. Tienes que ayudarme. Mi marido está encerrado en la prisión del Châtelet. Hemos de sacarlo de allí. Vengo de llevarle un trozo de pan y un poco de queso. Danchart, mi buen Danchart. Sí…, tú me ayudarás. —Y Marie lo abrazó con toda la fuerza con la que se abrazan los clavos ardiendo.

Danchart volvió a besar la cabeza de la chica. Intentaba llenarse de aquella paz, intentaba abarcar toda aquella felicidad concentrada en un callejón de París.

—Déjalo, Marie, vámonos…

Ella se separó y se fijó en el rostro de Danchart. Le pasó la mano por la descuidada y larga barba y le sonrió.

—No puedo irme sin él, Danchart. Es mi marido…, le quiero.

Danchart pasó entonces su mano por el cuello de la muchacha. Sus pupilas comenzaron a dilatarse y sus ojos se mostraban todavía más plateados en aquel mar de furia roja que lo rodeaba.

—¿Cuándo dejaste de quererme a mí?

Marie volvió a sonreír y adquirió aquel aire de superioridad y ternura con el que siempre había tratado a Danchart.

—Nunca. Siempre serás mi primer amor.

Marie pasó las manos por los labios de Danchart y terminó por tapar sus palabras con la fuerza de su dedo índice.

—Déjalo ya, Danchart…

—No sé… —exhaló con un inmenso dolor mientras el dedo tapaba sus labios. Danchart calló al tiempo que se iba acuclillando bajo el poder del índice de Marie… Terminó en el suelo. Bajo aquella lámpara de aceite, mientras Marie volvía a cubrirse la cabeza y salía del callejón.

***

En los días siguientes, aunque Danchart llenó su casa de láudano, no lo probó. Quería sentir el inmenso dolor que le embargaba. Quería sentir todo el odio y rencor de su alma, la furia de su corazón. Y no dejaba de alimentarlos con más y más ginebra. Le gustaba estar en la calle por el día, pues allí percibía la misma rabia y furia. Las panaderías eran continuamente saqueadas, el mínimo roce acababa a golpes…, todo estaba embargado por el miedo. Las tropas austríacas marchaban sobre París… Pronto habría más sangre y en eso encontraba ahora Danchart la paz.

Danchart unió su voz a la de los diarios más radicales una vez más, y en sus cuartillas ya solo se leían mensajes cortos y firmes que pedían las cabezas de los nobles prisioneros en las distintas cárceles de París. «Los nobles traidores encerrados en las cárceles conspiran contra el pueblo.» El paso de Lafayette al enemigo azuzó todavía más en las mentes de los parisinos esa situación. La Asamblea decretó la ilegalidad de la Comuna; quería el fin de las secciones, y estos respondieron con el alistamiento de sesenta mil voluntarios para defender la ciudad de las potencias extranjeras. Danchart se sumó a la campaña de reclutamiento, pero sus mensajes iban más allá: «Antes de luchar contra los austríacos, hay que limpiar París de nobles y ratas».

El 2 de septiembre la ciudad definitivamente estalló. El pueblo armado entró en las cárceles y durante días la sangre se derramó y salpicó igual que en cualquier carnicería. Fueron días de inmensa paz para Danchart. Aquel odio y furia compartidos le liberaban. También él estuvo en la calle dejándose llevar por la masa, aunque repitiendo machaconamente «¡A la cárcel de Châtelet! Arranquemos la cabeza al marqués de Pouget»… Cabezas, brazos, piernas…, sangre…, más de mil cuatrocientos muertos en tres días, picas de las que colgaban cabelleras, dientes de oro al cuello como trofeos…

Cuando Danchart entró en la prisión de Châtelet, le seguían los mismos que lo habían hecho dos semanas antes en el Palais des Tuileries… Él siempre delante, marcando el paso, abriendo cada celda, buscando un rostro que no se le iba de la cabeza…; los muchachos detrás, golpeando con furia y sin piedad… El Châtelet se hizo enorme para Danchart… Ojos temerosos, lágrimas, miedo…, pero nunca los que él buscaba… Volvió a entrar en cada celda; ahora ya solo había ojos inertes, secos, y el frío atroz de la muerte… Pouget había vuelto a escapar. Danchart gritaba…, un grito lleno de rabia y furia, de desesperación e impotencia… Lo habrían llevado a otra prisión… Danchart abrió algunas celdas más en la cárcel de La Force, en la abadía…, aunque la mayoría ya estaban abiertas… Nobles, pocos; la mayoría, presos comunes, algún soldado fiel que había elegido mal sus fidelidades… De repente, se corrió una voz: ¡el convento de los carmelitas!… Ni el hambre ni la sed hacían mella en la furia de la masa… Danchart golpeaba las puertas, casi siempre con su pierna mala… Necesitaba aquel dolor para sentirse vivo… Los carmelitas estaba lleno de curas y alguna monja…; tampoco allí hubo piedad… Todos eran refractarios… Danchart caminaba en mangas de camisa…, una camisa blanca llena de sangre. Tras golpear la quinta puerta, con el sonido terrorífico de los gritos que sus secuaces provocaban a sus espaldas, más rabia, más furia, solo otra cara temerosa sin las facciones que él buscaba. Danchart se dio la vuelta; había que seguir buscando… Aunque de aquella cara salieron unas palabras…

—Danchart.

El conde de Clermont se giró lentamente. El padre Rubán se levantó entre temeroso y esperanzado…

—Danchart, hijo, sácame de aquí…

La sangre también manchaba la larga barba y el desordenado cabello de Danchart… Incluso sus dientes estaban manchados de restos de sangre… El padre Rubán suplicaba con su mirada… Los secuaces de Danchart llegaban golpeando la puerta, gritando…

—¿Quién es este?

Danchart mantuvo la mirada del padre Rubán. Altanero, frío…

—Un refractario.

El padre Rubán levantó entonces su mano…

Ego te absolvo a peccatis…

Los dos alfiles de Danchart se lanzaron sobre el sacerdote sin contemplaciones, pica y saña en mano. El primer golpe fue en la cabeza; el segundo, con el padre Rubán ya semicaído, en el pecho… Hasta el último momento intentó mantener el cura el brazo en alto y el susurro de sus palabras.

Ni la belleza salvará al mundo
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