XXXIII. Dulces amargos
Efectivamente, Danchart no había salido de la capilla desde la noche en la que se había encontrado con Bouillé, y Galé había estado acertado al ver que se preocupaba un poco más por su estado, principalmente el de salud, pues el frío comenzaba ya a ser digno del corazón de L’Auvergne. Danchart pasaba ahora las tardes poniendo trampas y lazos para conejos en la parte alta del bosque, cosa que le valía para mantener la cabeza ocupada, recuperar un poco la actividad mental y ganar en forma física. También había ganado en nerviosismo. El mínimo ruido le ponía alerta y, sobre todo al caer la noche, cualquier figura se le hacía la de Bouillé, aunque luego descubría que eran ramas o matojos movidos por el viento. La ansiedad se había hecho ahora dueña y señora de su mente, y era también la que lo llevaba a buscar refugio en el alcohol, que se convertía en el único modo de controlarla y conseguir que conciliase el sueño.
La noche que se le terminó la ginebra fue quizá la que más frío hizo de aquel invierno. Y en mitad de la noche, con los ojos abiertos como platos y con el cuerpo despierto como recién salido de una ducha fría, Danchart salió de su escondite y se dirigió hacia Clermont. Después de deambular buscando una taberna abierta, acabó a las afueras del pueblo, en un tugurio en el que, además de alcohol, varias muchachas servían de reclamo para viandantes. Entró allí sin saber dónde lo hacía y simplemente se sentó en un taburete al lado de la barra y pidió ginebra. El tabernero, alto y fuerte, también fue únicamente a lo suyo, y viendo su aspecto, con el pelo largo y la barba sin afeitar, antes de servirle le preguntó:
—¿Tenéis dinero?
Danchart se tocó los bolsillos del abrigo, aunque sabía de sobra que en ellos no había nada, y respondió tímidamente:
—Soy el conde de Clermont.
La respuesta y la curiosidad que producía el recién llegado hicieron que una de las muchachas, más bien señora, se acercase a él.
—¡Dios mío, un conde! Sí que ha alcanzado prestigio y reputación esta casa.
Danchart no hizo caso y, ganando algo de entereza, volvió a encarar al tabernero.
—Soy el conde de Clermont. El campesino Galé administra mis bienes aquí. Él pagará mañana lo que haya que pagar.
El tabernero continuó inspeccionándolo minuciosamente al tiempo que secaba un vaso, que acabó por poner ante Danchart.
—Legnac, vete a casa de Galé y dile que su conde está aquí. Seguro que cuando vuelvas te pagará un vino.
Un hombre salió del local sin rechistar y el tabernero sirvió a Danchart.
—Ginebra habéis pedido, ¿verdad?
—Sí, por favor.
Danchart comenzó a beber con el firme propósito de vaciar el vaso de un trago, pero el tabernero lo detuvo.
—Mejor hacedlo poco a poco, pues no habrá más hasta que llegue Galé.
Danchart cogió entonces su vaso y fue a sentarse en una de las mesas más apartadas. La misma mujer que se había acercado a él en la barra volvía a hacerlo ahora. Llevaba un generoso escote y la cara muy empolvada; alguna peca postiza adornaba su rostro y parecía claro que aquella cabellera rubia y llena de rizos no la tenía desde su más tierna infancia.
—Así que vos sois el hijo del conde de Clermont… Nunca le llegaréis a la suela de los zapatos. Solo hay que veros. Dais pena.
Danchart trataba de ignorarla y sin soltar el vaso de las manos bebía despacio.
—Déjalo en paz. No te ha hecho nada —dijo otra mujer con un aspecto parecido y que desde la barra observaba lo que sucedía en la mesa.
La primera mujer se sentó entonces en las rodillas de Danchart.
—¿Por qué habría de dejarle en paz? Aquí no hay condes ni marqueses. Él es uno más. Si no le gusta lo que digo, que se vaya. O mejor, que pague algo de beber.
—Mademoiselle, yo no he venido aquí a meterme con vos.
—Huy, mademoiselle me dice… ¿Y qué es eso de que no habéis venido a meteros conmigo? —decía mientras hundía la cara de Danchart entre sus pechos—. Aquí se viene a meterse, niñato.
—Vamos, déjalo —dijo ahora gravemente el tabernero.
Y la mujer, con una mueca en la cara de desaprobación, se levantó y se alejó. Danchart siguió en su mesa apurando la ginebra que le había servido el tabernero, con el fin de matar la ansiedad sin tener que verse en el trance de pedir otra copa. Pronto dejó de ser el centro de atención del resto de los clientes y ya se habían olvidado de él cuando entraron en el lugar Galé y Legnac. El primero se dirigió sin más palabras hacia la esquina donde, con un gesto, le había indicado el tabernero que mirase. Ya sentado, echó el brazo por encima al joven conde, que aprovechó para apurar lo poco que quedaba en el vaso.
—Vamos, trae una botella. Y otro vaso para mí. Y sirve a Legnac, y a las chicas también, que hoy es un día de fiesta.
Después miró a Danchart, que levantaba el vaso vacío hacia el camarero con el fin de apresurarle a traer la botella recién pedida.
—Si hubiese ginebra en la casa, no tendría que haber venido hasta aquí.
—Mañana a primera hora deja una garrafa de ginebra en el palacio de Clermont, tabernero. ¿Veis? Solucionado. De todos modos, ¿cuál es el problema, Danchart? ¿Qué hay más entretenido que tomar una copa con los amigos? Y más en un día como hoy.
—¿Qué tiene hoy de especial?
—Pues que comienza otro año, y eso siempre es motivo de alegría, hombre.
La botella llegó a la mesa y Danchart se sirvió rápidamente. Con la bebida llegó la mujer que antes se había sentado en las rodillas de Danchart, quien ahora lo hacía en las de Galé.
—A ver, Galé, ¿este es tu pichoncito?
—Sí, ¿qué te parece? No sabes lo contento que estoy de que haya venido.
Danchart llenaba un nuevo vaso de ginebra tras haber bebido el anterior de un trago. Galé compadreaba con él.
—Y bien, Danchart, ¿qué os parecen las muchachas? Son bien hermosas, ¿verdad? —Y al tiempo besaba efusivamente a la que estaba en sus rodillas.
—Si le gustasen tanto las mujeres como la ginebra, tendríamos el negocio asegurado hasta que vendiese la última piedra de ese palacio derruido, muchachas —dijo la mujer al ver a Danchart beberse nuevamente el vaso de un trago.
Galé también se dio cuenta del frenético ritmo que el conde llevaba e intentó captar su atención.
—Bueno, Danchart, por el dinero no os preocupéis. ¿Por qué no buscáis una muchacha que os guste y os haga volver de una vez al mundo de los vivos? ¡Ah, las mujeres! ¡Cómo no lo había pensado antes! ¡Esto sí que resucita a un muerto! —Y besó el pecho de la muchacha que tenía sobre las rodillas.
—¿Que no me preocupe por el dinero? Alegremente lo dices, sobre todo cuando es mío. ¿Qué crees, que no sé quién lo envía? ¿O es que también crees que no sé de dónde sale?
A Galé no le gustó el comentario y desató la bolsa del interior de la chaqueta para dejarla caer sobre la mesa.
—Ahí está lo que he traído. Jamás he robado una libra.
Danchart bajó la cabeza y cambió el gesto de su rostro desafiante.
—Vale, Galé. No te hagas el ofendido. Ya sé que no has cogido más que lo necesario. No era mi intención molestarte. —Galé continuaba mirando fijamente a Danchart, que acabó por hundir la cabeza para decir—: Perdona. Te agradezco lo que haces por mí y te pido que sigas haciéndote cargo de esa bolsa.
—Ja, ja, ja. —Galé se levantó eufórico, pues, después de meses, había conseguido sacar de aquel joven buenas palabras—. Así me gusta, muchacho. Con fuerza, arrojo, pero también con humildad. ¡Viva la nueva Francia! ¡Viva la Francia del pueblo!
Y el resto de la taberna respondió a sus vivas con otros aún más fuertes…, no en vano, era Galé quien tenía la bolsa.
De repente, Danchart se encontró en una situación que apenas recordaba haber vivido: siguió bebiendo, pero al poco tiempo ya no era él el más borracho. La gente cantaba por cantar, bailaba por bailar, y hombres y mujeres mezclaban sus cuerpos sin ningún tipo de orden más allá de los impulsos. La cuestión fue que aquella noche, cuanto más bebía, más cerca se sentía Danchart de aquellos cánticos y bailes, y al rozar su cuerpo con el de aquellas mujeres, le apremiaba la necesidad de seguir haciéndolo, y sus manos comenzaron a buscarlas, y su cabeza acabó hundiéndose en unos hermosos rizos negros, y Danchart sintió el olor de aquel cabello como savia nueva en primavera. Y la abrazó, y buscó sus labios. E iba a encontrarlos cuando Galé lo cogió del brazo y lo llevó hacia la barra de la taberna a rellenar nuevamente los vasos con ginebra.
—Bien, muchacho —dijo Galé.
Pero Danchart se deshizo del pesado brazo que lo acaparaba y con el vaso lleno volvió a buscar aquel cuerpo de mujer que lo esperaba a gritos. A gritos le llamaban aquellos generosos pechos que ya no le ocultaban mucho más que uno de los pezones, porque el otro se mostraba enorme y endurecido, pidiendo con toda la fuerza ser aprisionado. Danchart no se dio cuenta de que estaba poseído por el movimiento de aquel lunar que se alejaba de él cada vez que intentaba atraparlo, ahora con las manos, ahora con los labios. Desconsolado, dejó ir su cabeza, y esta vez sí encontró aquel seno que, turgente y suave, se ofrecía como lugar donde volcar sus penas y dolores. Y de repente sintió una enorme paz, con los ojos cerrados, abrazando aquel cuerpo y sintiendo el reposo de todos sus pensamientos, sufrimientos y sinsabores sobre aquella mujer.
—Descansa, bebe. Descansa —le dijo mientras abría una puerta.
Danchart despertó de aquellos segundos en los que había conseguido sentirse aislado de todo; no solo libre de nostalgias y fatigas, sino, aunque solo durante unos segundos, en paz…
Cuando volvió al 1 de enero de 1790, miró fijamente a aquella muchacha de poco más de veinte años, con aquella abundante cabellera llena de rizos negros. Su sonrisa y la increíble belleza que irradiaba contrastaban con el triste color oscuro de las paredes de aquel cuartucho, en las que la piedra fría mostraba el musgo y alguna araña había conseguido vencer al invierno en la esquina. Una cama estrecha que apenas levantaba unos centímetros del suelo —los suficientes para que cupiese bajo ella un orinal donde permanecían algunas heces—; y encima, dos sábanas: una que cubría la cama y la otra, revuelta, en una esquina. Ambas sucias.
Pero los ojos de Danchart seguían clavados en aquella muchacha, principalmente en sus pechos. Ahora se le mostraban enteros, milagrosamente perfectos. La segunda vez que pestañeó fue ya todo el cuerpo de aquella mujer el que se le mostró desnudo. Hermosamente desnudo. Danchart alargó su mano y acarició la redondez de aquellos senos que le habían hipnotizado. Lo hizo lentamente, con la palma de la mano, y luego todavía más lentamente con el dorso. Bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso y se acercó a la chica. Su mano se deslizó hasta el cuello y acercó su pelo para poder hundirse en él. Allí inspiró con fuerza, intentando apoderarse del aroma que emanaba de aquella joven. Muchos olores se filtraban por su nariz: a alcohol, sudor, humedad, mierda… Pero en aquel momento, Danchart solo percibía un maravilloso perfume dulce que nacía en lo más profundo de aquel cabello y que continuaba buscando, hundiendo más y más su cabeza entre el pelo de la muchacha. La chica había abandonado una inicial cara de sorpresa con ribetes de halago por otra con el ceño fruncido y, ante la fuerza cada vez mayor con la que el conde la atraía hacia él, en la que comenzaba a aparecer el miedo.
—Vamos, conde. Hace frío. Bájate los pantalones.
—¿Me quieres?
—¿Qué? Oh, déjate de tonterías. Aquí no se usan esas palabras.
Danchart la soltó entonces, se separó un poco y la miró fijamente a los ojos.
—Hazlo. Te lo ordeno. Quiéreme.
—¿Qué dices? Vamos, conde. A lo nuestro.
Intentó entonces bajarle los pantalones, pero Danchart no la dejó y empujó a la joven sobre la cama.
—¡Vaya! ¿Es así como te gusta? Debí suponerlo. —La chica desnuda abría sus piernas e intentaba con palabras llenas de valor ocultar su miedo—. Vamos, muchacho, libera esa furia.
Danchart entonces se abalanzó sobre ella y comenzó a besarla, a buscar su cabello, su olor… Y comenzó también a apretar su cuello, cegado por la rabia que el silencio de la joven le producía.
—¡Dímelo, por favor! ¡Dime que me quieres!
La chica, cada vez más asustada, intentaba bajar los pantalones de Danchart.
—¡Dime que me quieres! ¡Te daré lo que me pidas!
Por fin la muchacha consiguió deshacerse de pantalón y muda, y empezó a acariciar su pene. Comenzaba a sentir la asfixia.
—Te haré condesa, serás mi mujer… ¡Pero dime que me quieres!
Danchart clavaba sus ojos en los de la joven prostituta. Al pene del conde le costaba ganar fuerza, víctima quizá del alcohol; además, Danchart no parecía poner todos sus sentidos en que eso se arreglase. Había dejado de buscar con su boca y su nariz en el cuello y cabello de la muchacha. Desesperado sin respuesta, se había erguido. Estaba sentado sobre el abdomen de la joven. Ella, con sus manos en el miembro de él y él, con las suyas en el cuello de ella.
—¡¡Dime que me quieres!!
Danchart desafiaba a la chica con la mirada, pero esta no respondía. Danchart apretaba cada vez más el cuello de la joven. Esta dejó de tocarlo. Su cara estaba cada vez más roja. Danchart seguía apretando alrededor de su garganta.
—¡¡¡Dime que me quieres, aunque sea mentira!!!
La mujer mantenía su mirada desafiante mientras intentaba zafarse de Danchart.
—No —balbució mientras cerraba los ojos. Danchart miraba a la muchacha, pero ya no lo hacía con odio; más bien suplicaba lleno de dolor, y comenzó a apretar mucho más fuerte.
—Solo son dos palabras. ¡¡Dilas, por favor!!
La joven dejó de hacer aspavientos con los brazos. A Danchart se le saltaron las lágrimas. Volvió a hundir su cabeza entre aquellos rizos negros y acercó su oído a los labios de la chica.
—Por favor, quiéreme.
Danchart apretaba el cuello, poseído, y de los labios de la muchacha se escapó un susurro:
—No… No, no te quiero.
—¡Dime que me quieres! —gritó entonces Danchart, al tiempo que la soltaba.
No pasaron segundos; ni siquiera necesitó la joven coger aire para gritar con una fuerza sobrehumana:
—¡No, loco demente! ¡No te quiero!
El chillido hizo que el resto de los personajes que celebraban el año nuevo en el local se arremolinasen frente al cuartucho de inmediato. Galé fue quien abrió la puerta —no en vano había estado bien cerca todo el rato que el conde y la chica habían estado dentro—, se fue hacia Danchart, que permanecía absorto sobre la cama, con la cabeza entre las manos llorando como un niño. Galé cubrió la desnudez de Danchart, y luego se giró para echar de la habitación a los curiosos. Entre ellos echó también a la muchacha, que se tapaba como podía con su ropa mientras sus compañeras la abrazaban y le preguntaban qué había pasado.
—Está loco. ¿Quién viene aquí a pedir que le quieran?
Galé cogió también al conde de Clermont y lo sacó de aquel angosto cuarto. Iba llorando y apenas se mantenía en pie. Galé quiso salir de la taberna sin dirigirse a las chicas, que rodeaban a la joven con la que Danchart acababa de estar, pero ellas sí se dirigían a él.
—¡Llévate de aquí a ese loco y no vuelvas con él!
—¡Mejor dale un buen golpe en la cabeza y tíralo en el primer camino abandonado que encuentres!
Galé no se inmutó. Las entendía. El último en hablar fue el tabernero:
—Sácalo de aquí, Galé, y asegúrate de que no regrese. Porque como le vea otra vez rondando por aquí, no te haré llamar: aquí mismo lo destriparé sin más remordimiento que si matase a un conejo, ¿está claro? ¡Malditos nobles del infierno…! Creen que pueden seguir haciendo lo que les venga en gana.
Al escuchar aquello, Galé fue consciente de lo que sostenía entre sus brazos: un hombre semidesnudo, extremadamente delgado, con el pelo y la barba largos y descuidados, borracho, llorando como un niño y sin fuerzas para poder salir de una taberna por sí mismo. Viéndolo así, por un momento pensó que la sugerencia de una de las señoritas no era del todo descabellada y que lo mejor que le podía pasar a aquel muchacho es que lo dejase seco con un par de golpes en la cabeza y luego tirarlo en algún sitio en el que nadie pudiese encontrarlo.