XLIII. Verano
La mañana siguiente despertó tremendamente despejada en el cielo, tremendamente azul. Pero pronto la rutina dejó su armonioso cauce cuando uno de los vecinos de Galé vino a buscarlo al mismo palacio de Clermont para echarle en cara que una de sus vacas había saltado el cerco y le había destrozado parte de su cosecha de maíz. Danchart quiso salir en defensa de Galé, pero entendió que no conocía lo sucedido y a su pesar creyó lo correcto que ambos solucionasen el problema en razón de la justicia, y no por lo cerca o lejos que estuviesen del otrora omnipotente conde de Clermont.
Galé se excusó entonces con Danchart y dejó el trabajo para acudir al lugar del incidente a ver in situ lo que su vaca había provocado. Danchart, que pulía concienzudamente una puerta, no mostró inconveniente alguno, y viendo lo enorme y grandioso que gobernaba el sol en el limpio cielo y lo agradable de la temperatura, decidió ir a ensillar su caballo y dedicar la mañana a un largo paseo. Cuando el corcel estuvo listo lo montó, lo picó y salió de las caballerizas. Nada en concreto rondaba su cabeza al pasar por delante del palacio, donde Sonia apostaba unos tarros con hermosas plantas en las escaleras. Recordó entonces Danchart el quebranto de la muchacha el día anterior y sus dudas y miedos provocados por la presencia del padre Rubán. El conde sintió entonces la necesidad de reforzar las palabras de apoyo dadas con un gesto de cariño e invitó a la joven a unirse a él para emprender el paseo.
—No, gracias —contestó la muchacha—. No sé montar.
—¿No sabes o tienes miedo?
—¿Miedo? Ninguno.
Danchart no la dejó seguir hablando: se acercó a ella, la cogió fuertemente con sus brazos y la subió al caballo.
—Pues entonces vayamos a disfrutar un poco de este veraniego día.
La muchacha dijo que tenía un montón de cosas por hacer, intentó bajar, pero ninguna excusa convenció al conde, por lo que acabó por acomodarse y disponerse a disfrutar del hermoso día.
Pasaron el resto de la mañana por los montes de Clermont. Buscando las cimas desde las que ver los mejores paisajes. Trotando tras algún conejo. Deteniéndose absortos ante una ardilla que ágil trepaba sobre un árbol hasta verla desaparecer entre las ramas. Maravillados ante el hermoso vuelo de los estorninos. Simplemente ebrios ante el sonido del agua que cae, que atraviesa el monte, que salta entre las piedras, que veloz busca el reposo del remanso o un nuevo salto hacia el final de los valles. Los dos muchachos se sintieron presos de una incomparable belleza. De la inmensa belleza que los rodeaba. Danchart cambió entonces el curso del paseo.
—¿Qué te parece si vamos a Clermont, comemos en alguna taberna y vamos después a comprar algún vestido?
—¿A Clermont? Hay comida de sobra en casa. Y yo no necesito vestidos.
—Hagamos algo diferente por un día, Sonia.
—No, Danchart. No quiero ir a Clermont. No quiero exponerme a las miradas, a los cuchicheos…, y tú tampoco deberías hacerlo.
Danchart cogió a la muchacha por la barbilla y giró su cara. Buscaba los ojos de la joven. Pero esta, tan fiera y cuajada casi siempre, no podía evitar tratar de esconderlos…, quizá porque las lágrimas se asomaban a ellos.
—No sigas. Nuestra amistad es buena aquí, en estos hermosos lugares, lejos de todo el mundo. Solos tú y yo. No la ensuciemos con rumores, con habladurías. No creamos en cosas que no son, Danchart. Yo soy enormemente feliz así, día a día. No me obligues a enfrentarme a las miradas de la gente, porque tengo miedo de no aguantarlas. Tengo miedo de acabar escuchándolos. Porque sé que si los oigo, no encontraré ni una sola palabra que me haga creer lo contrario de lo que dicen.
—No te entiendo, Sonia.
—Lo sé. Eso es lo que os pasa siempre a los hombres.
Sonia cogió entonces la mano de Danchart, la pasó alrededor de su cintura e hizo que el joven la cogiese con fuerza.
—Abrázame fuerte, Danchart. Abrázame y sigamos disfrutando de los sonidos del viento, los chasquidos del bosque, el ronroneo del agua… Déjame cerrar los ojos y sentir tu suave mano, impropiamente embrutecida, en mi cintura. Solo necesito esto para ser feliz. Aquí y ahora. Solo eso.
Danchart hizo caso a la muchacha. La abrazó con fuerza. Hundió su cabeza en aquellos hermosos y largos rizos negros y picó el caballo para que caminase despacio, con los dos muchachos callados y a ciegas, abrazados como fieras que no son capaces de tener lo que desean.
Cuando volvieron al palacio se separaron sin mirarse a la cara. Era tarde ya para comer. Sonia desapareció entre sus quehaceres en la casa y Danchart se enredó dando algo de avena a los caballos y cepillándolos con esmero. Sin llevarse bocado a la boca, quizá por no ir a buscarlo a la cocina, fue hacia la entrada de la gran finca, donde continuó con sus tareas cotidianas de jardinería. A Danchart le gustaba cavar con sus propias manos los agujeros para aquellas plantas que en algunos casos habían venido de muy lejos. Le gustaba el contacto con la tierra. Le gustaba sentir los rayos de sol pegando en su espalda. Le gustaba cuando comenzaba a brotar el sudor en su frente. Y sobre todo, le gustaba al acabar la tarde quedarse observando las hileras de tulipanes, petunias y gladiolos plantados, pequeños pero firmes, echando raíces para poder mantenerse bien tiesos cuando llegasen los días de frío y lluvias, que Danchart bien sabía que llegarían. Solo si ahora conseguía que se agarrasen a la tierra, con fuerza, luego no doblarían su tallo para morir con las primeras gotas de rocío, lejanas en el, aquel día, claro cielo azul, pero acechando tras los mismos rayos de sol. Y eso hacía. Se sentaba a observar el trabajo realizado hasta que los rayos de sol le invitaban a tumbarse. Pasaba horas recibiéndolos en el rostro, sonriendo sin razón alguna, hasta que un suspiro del viento le recordaba que caía la tarde. O hasta que llegaba Sonia, que juguetona pasaba por sus ojos cerrados, sus mejillas, los pétalos de alguna margarita.
Aquella tarde no fue Sonia, sino Galé, quien lo devolvió al mundo real. Era algo antes de lo normal, pero Danchart sonrió al buen labriego. Además, aunque no se lo dijo, agradeció su llegada, pues por alguna inexplicable razón no se sentía con fuerzas en ese momento de volver a encontrarse a solas con Sonia.
Los tres cenaron con apetito cuando ya caía la noche y rodeados de velas. El leve frío no les impidió hacerlo fuera del palacio, en la mesa en la que comían habitualmente. Danchart estaba algo inquieto, pues no quería enfrentar su mirada con la de Sonia. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que la muchacha también lo rehuía y, pareciéndole absurdo aquel comportamiento, decidió actuar con normalidad con la joven, pues al fin y al cabo nada extraño había sucedido entre ellos. Una actitud parecida adoptó Sonia, quizá presa de las mismas sensaciones, y así terminaron los dos por fingir una naturalidad que no eran capaces de hacer brotar de manera natural.
Galé no percibió la rara situación, tal vez por la visible normalidad de los muchachos y porque él estaba muy concentrado en la historia que traía, que no era otra que la que aquella mañana lo había sacado del palacio de Clermont. Galé no pudo hacer otra cosa que dar la razón al paisano, pues su vaca había sido la causante de un estropicio que, si bien no había sido descomunal, sí había adquirido las dimensiones suficientes como para que el dueño de la finca se quejase. Galé había pasado el día ayudándole a cortar el maíz que había quedado en pie como modo de pago y con el deseo de recuperar las buenas relaciones vecinales. Del mismo modo, se había comprometido el día siguiente para la misma faena, con lo que tuvo que disculparse con Danchart, pues tampoco podría proseguir con las tareas previstas en el palacio por el momento.
Danchart, lejos de molestarse, sorprendió al buen Galé cuando, mirándole fijamente y con gesto prácticamente de súplica, le pidió que le dejase acompañarle.
—¡Pero eso no es trabajo para un noble, Danchart! —le respondió sorprendido Galé.
—Deja ya de decir tonterías. No hay trabajos de nobles y no nobles.
—Pero es peligroso. Las cuchillas de los aperos son afiladas…
—Vamos, Galé. Yo he segado maíz cuando era un niño. No creo que ahora sea más peligroso que entonces.
—No creo que nunca segaseis maíz más de veinte minutos, y habría que ver cómo de afilada era la hoja y cuántas personas estaban vigilándoos. Espero que me disculpéis, pero trabajar en el campo no es un pasatiempo para quien vive de esa cosecha. No es algo en lo que puedas entretenerte un rato hasta que te aburras.
—¿Por qué dices eso? —le interrumpió Danchart—. Creo que te he demostrado que soy responsable en el trabajo.
—Sí. Un rato. Por la mañana; no desde las seis, pero sí acabando temprano para ir a bañaros. Y al caer la tarde, en el jardín, con unas plantitas. Descansando si el sol se pone duro… No os enfadéis conmigo, Danchart. ¿Sabéis qué pasaría si os ponéis a segar maíz y al rato decís que estáis cansado, que hace calor, que os habéis hecho daño…? Esa misma noche todo Clermont se reiría de vos. Ya habéis conseguido que os respeten ejerciendo de buen noble; no lo fastidiéis ahora haciendo de mal campesino. Creedme, solo trato de salvar vuestro honor.
Las palabras de Galé, en vez de amilanar a Danchart, lo que consiguieron fue envalentonarlo todavía más.
—No pensé que tuvieras ese concepto de mí, Galé. No tengo prisa por acabar las obras aquí, ni pretendo convertir este jardín en uno mayor que el de Versailles. Por eso me parece absurdo empezar a trabajar con el sol y no parar hasta que se ponga. Pero si eso te hace creer a ti que no soy capaz, estás muy equivocado. Puedo trabajar de sol a sol como el hombre más capacitado de Clermont. Y mañana, te guste o no, tendrás la oportunidad de comprobarlo.
—Dejadlo, Danchart. Mañana segaré para mi vecino; y pasado, cuando vuelva aquí, me demostraréis todas esas cosas que decís. Y ahora me voy. Tengo que levantarme antes de que amanezca.
Galé se marchó y Danchart aquella noche también se metió en la cama temprano, evitando así la compañía de Sonia y también el habitual paseo nocturno de ambos.
El joven conde pasó la noche en vela, sin poder conciliar el sueño, atento a los cantos de los gallos, hasta que con el primer atisbo del alba se levantó. Vistió su habitual ropa de faena y, tras ensillar su caballo con gran cuidado para evitar ruidos que pudiesen despertar a Sonia, salió de los dominios del palacio. Apenas se veía algo y Danchart se apartó de los caminos. Al acecho, entre los árboles, divisaba los cultivos. Intentaba que su caballo quedase mudo, de piedra, y buscar algún sonido. Cuando creía percibirlo, marcaba su rumbo convencido de que era el deseado, pero conforme avanzaba iba quitándole tonalidades, timbres, hasta que antes de llegar a él lo daba por inválido y volvía a detener su caballo para buscar una nueva guía. Ya salía el sol cuando Danchart, impotente, buscó las mejores vistas de la casa de Galé. Una vez allí se escondió y se dispuso a observar y esperar. El sol ya estaba bien claro al este cuando Danchart notó algo de movimiento en la casa del campesino. Recobró el acecho y, después de lo que se puede tardar en calentar un poco de leche y tomarla, Danchart vio salir a Galé, coger su guadaña e incorporarse al camino.
Galé iba a pie y Danchart a caballo, por lo que el seguimiento se hizo complicado para el conde. A Galé se le unió otro labrador, y algo más adelante los dos se sumaron a un amplio grupo de mujeres, hombres y niños. Danchart no sabía bien qué hacer: por momentos le molestaba el caballo, o se sentía observado, y apenas conseguía ver nada por guardar su posición y su anonimato.
En un momento en que le pareció que la gente se dispersaba, harto ya de la galopante angustia, decidió acercarse a ellos. Todos los campesinos se giraron hacia Danchart nada más salir de su escondrijo. Este adoptó una postura solemne y, tirando con fuerza de las bridas, obligó a su caballo a que también alzase la cabeza. Conforme se aproximaba al grupo, se dio cuenta de que las miradas que le observaban eran mezcla de sorpresa, curiosidad malintencionada y también furia contenida. Esa furia la vio Danchart en la manera en la que algunos agarraban sus guadañas y horquillas más como letales armas que como aperos de labranza: prácticamente empuñándolas, con los brazos en tensión, una respiración fuerte totalmente perceptible y la mirada muy fija clavada en el conde y su caballo.
Danchart estaba aún a cierta distancia cuando la voz de Lemuan, uno de los antiguos capataces de su padre, alta y fuerte le sobresaltó:
—¿Qué ocurre?
Danchart se sintió presa de un repentino pánico, pero continuó avanzando. Buscó a Galé entre la gente para tratar de recuperar la confianza, pero lo encontró a lo lejos, con un gorro calado, apoyado en un carro y sin prestar la mínima atención.
—He oído que hoy se iba a segar.
—Sí, pero estas tierras ya no son vuestras. Monsieur Couthon nos dijo que ahora eran nuestras. Y lo van a ser, lo queráis o no.
Danchart se apresuró entonces.
—No, no. Claro que son vuestras. Yo no venía por eso. Yo lo que quiero es echar una mano. Trabajar.
Sorprendió entonces a todos el ruido que provocó Galé al llevarse las manos a la cabeza para tratar de bajar lo máximo posible su gorro y enterrarse dentro de él.
—¿Trabajar? —respondió Lemuan extrañado.
—Sí. Echar una mano. Yo no soy dueño de nada. Yo quiero trabajar como cualquiera de vosotros. Vamos, me conocéis desde niño. No es la primera vez que me veis en un campo.
Galé refunfuñaba sin que nadie llegase a entender lo que decía y movía la cabeza escondida tras aquel gorro. La mayoría de los hombres dejaron de empuñar guadañas y horquillas para pasar todos al grupo de los de cara sorprendida que Lemuan comandaba.
—Pero ¿trabajar de qué?
—Pues como vosotros, con una guadaña. Segar el maíz.
—¿Y dónde está la guadaña?
—Pues dadme una, ¿no?
—Aquí cada uno trae la suya.
—Pues una horquilla.
—No, aquí cada uno trae su horquilla.
—Bueno, está bien. —Y Danchart se dio la vuelta y se marchó.
El grupo se deshizo entonces y cada uno cogió sus cosas y tomó posiciones a lo largo del campo mientras Lemuan, sonriente, decía en alto aunque sin llegar a gritar:
—Galé, ¿qué le pasa a este? ¿No decías que había recobrado la razón?
La mayoría reían, y Galé, callado, era el primero en comenzar a segar.
Aún no era media mañana cuando hombres y mujeres volvieron a levantar sus cabezas de la tarea para dirigirlas al unísono y con total atención al camino. Danchart descabalgaba mientras gritaba como una fiera:
—¡Lemuan! ¡Lemuan! Ya tengo una guadaña. ¿Dónde me pongo?
Lemuan recuperó para sí el rostro de la incredulidad.
—No sé, yo qué sé. Este campo es de Berizot; preguntádselo a él.
Un poco más adelante, Berizot miraba hacia Galé.
—¿Pero este está bien de la cabeza? ¿No me destrozará la cosecha?
—No sé, Berizot, yo no sé nada.
—Entre tu vaca y tu amigo…
—A ver, ¿dónde me pongo, Berizot? —gritaba Danchart.
—Lemuan, ¿qué hago?
—Déjale, lo que te destroce luego te lo pagará, y si no quiere pagar, ya se lo sacaremos del mismo sitio que a su padre.
—Está bien. ¡Empezad del fondo para acá! —Berizot se giró entonces hacia su hijo, un muchacho de unos catorce años—. Tú vete con el hijo de Millard para allí. Si empieza a destrozar la cosecha, vienes a buscarme rápidamente, y si no, vais recogiendo lo que siegue. Ya se cansará.
Cuando el sol alcanzó la plenitud del día, Danchart ya casi se había puesto a la misma altura de los otros segadores. Los dos muchachos que habían estado buscando en cada gesto, cada corte, una excusa para ir a decírselo enseguida al campesino Berizot ya habían desistido.
Danchart se fijó en que el hijo de Millard llevaba un resto de red colgado del culotte.
—A ti te gusta pescar, ¿eh? A ver si un día me llevas contigo. ¿Sabes hacer redes?
—Sí que sabe. Yo también —dijo el hijo de Berizot.
Los dos muchachos perdieron entonces repentinamente el miedo al conde. Hablaban con él de los mejores sitios para pescar en el río y reían con las anécdotas que contaba Danchart. Anécdotas en las que un conde niño y su mejor amigo, el hijo de una molinera, tan pronto acababan con redes llenas a reventar de truchas como en medio del río, totalmente calados, agarrados a la cola de un salmón revoltoso. Y al tiempo, aquellos dos muchachos parecieron comenzar a sentir aquella lucha de Danchart como propia y recogían y amontonaban el maíz a gran velocidad como no lo habían hecho nunca antes.
Danchart disfrutaba. Los brazos empezaban a pesarle, el sol brillaba con la mayor de las fuerzas y él sentía el sudor empapándole la camisa. Le caía por la frente y se metía en sus ojos. Lo sentía en cada poro de su piel, pero no quería limpiarlo. Al revés, ponía más empeño y segaba con más ahínco. Se sentía absolutamente libre.
Quien más, quien menos, los campesinos habían pasado a fisgar lo que hacían el conde y los muchachos y todos se iban repitiendo entre dientes las mismas palabras: «¡Mon Dieu, cómo va el tipo!». Algún malicioso las decoraba: «Se nota que nunca ha hecho nada y por eso le sobran las fuerzas».
Cuando los campesinos empezaron a parar para comer, Danchart ya había llegado a la altura de la mayoría y se acercaba a los grupos de cabeza. Danchart se fue tras ellos a buscar la sombra y algún regato. Se tumbó buscando el descanso y no cayó en la cuenta de que los demás sacaban algo de queso o chorizo para meter entre el pan. Casi se había quedado dormido cuando se acercó a él una mujer.
—Conde…
Danchart abrió los ojos sobresaltado y encontró una mano extendida con pan y queso.
—Tomad, comed vos también algo.
Danchart se incorporó y cogió los alimentos.
—Gracias. Muchas gracias.
—No os acordáis de mí, ¿verdad?
—Claro que sí. La recuerdo trabajando en casa…
Y mientras empezaba a hablar con la mujer, se acercaron a ellos los dos muchachos Berizot y Millard. Y luego algunas mujeres más. Y luego también algún hombre, con lo que aquel terminó siendo el grupo más amplio de los que se formaron durante la comida.
La tarde fue igual de calurosa que la mañana y al sudor se unieron algunas heridas en las manos. Pero Danchart tuvo las mismas sensaciones al notar la recompensa a su esfuerzo en cada gota de sudor y en alguna gota de sangre. El equipo formado por él y los dos muchachos fue el segundo en terminar su hilera, justo detrás del que había liderado Galé, que, exhausto, bebía mientras terminaban de cargar los carros. Danchart se dirigió hacia allí para echar una mano a terminar cuando lo detuvo Berizot.
—Dejad, ya terminan eso los chicos.
—Tranquilo, no me importa echar una mano.
—De verdad, dejadlo. No os preocupéis. Además… ¿Podríais venir también mañana? Tengo que segar el campo del puente, que también me tocó a mí cuando se repartieron las tierras.
—¿Cómo? ¡Sí! ¡Por supuesto!
—Os pagaré lo mismo que a los demás, si a vos no os parece mal… Y también os pagaré el día de hoy.
—Claro, Berizot.
—Pues muy bien, quedamos mañana como hoy.
Danchart se giró entonces hacia Galé, que había asistido a la escena y medio sonreía.
—Lavaos bien las heridas cuando lleguéis a casa y poneos algunas vendas en las manos, pero no muchas, no vayan a creer que os habéis hecho daño.
Y al tiempo, extendía su mano para que Danchart la cogiese y le ayudase a levantarse.