CAPÍTULO
43
La noche de la pequeña fiesta de Jane, Mercy y Rachel caminaron hacia Bell Inn juntas, con bonitos vestidos y largas pellizas para combatir el frío de la noche.
Cuando llegaron, su amiga las saludó en el vestíbulo.
—Gracias por venir a celebrar conmigo, Mercy. Y gracias por unirte a nosotras, Rachel, aunque seas demasiado joven como para entenderlo. —Le guiñó un ojo.
—Exacto —asintió la maestra—, pero ella tiene sus propias razones de celebración.
—Muy cierto. Y estoy muy feliz por ella y por Timothy. Y doblemente feliz de que podamos cenar aquí todas.
—¡Eso es! —corroboró Mercy.
Se sentaron las tres en la salita de café para disfrutar de la cena: sopa de guisantes, chuletas de cerdo y pudin de New College, una masa frita de migajas de pan, mantequilla, uvas de Corinto y nuez moscada que Jane sabía que a Mercy le gustaba mucho.
La señorita Grove levantó su vaso de sidra.
—Te deseo un muy feliz cumpleaños, Jane. Y a ti, Rachel, te deseo felicidad en tu futuro matrimonio.
—Yo también —se sumó Jane—, con todo mi corazón.
A Rachel le centellearon los ojos.
—Gracias. Y estarás feliz de saber que, como regalo de bodas, sir Timothy se ha ofrecido a alquilar el viejo edificio del banco para que pueda reubicar mi biblioteca circulante. Anna Kingsley se ocupará de la gestión del día a día, ya que yo estaré felizmente ocupada. —Sonrió.
—Qué noticias más excelentes —dijo Jane con alegría y miró a Mercy—. ¿Significa esto que has decidido no casarte con el señor Hollander?
—Significa que puedo tomar mi decisión sin preocuparme por el destino de la biblioteca de Rachel, aunque el señor Kingsley no estará contento cuando tenga que quitar todas esas estanterías recién instaladas.
—Oh, ahora que ha terminado con nuestros establos estará contento de trabajar, ¿no es así?
—No lo sé, hace tiempo que no lo veo.
Jane y Rachel intercambiaron una mirada al oír aquello y las tres continuaron hablando de otras cosas. Recordaron viejos tiempos, evitando el asunto de la escuela de Mercy y el pasado incómodo de Rachel, Jane y Timothy. Pero no podían excluir a Timothy de sus historias compartidas, pues era un viejo amigo y había protagonizado muchos de los recuerdos de su infancia: la obra teatral Noche de Reyes, las lecciones en grupo con el profesor de baile de Salisbury, pícnics, fiestas y mucho más. De hecho, la anfitriona comenzó a pensar que se había equivocado al no invitarlo.
Jane vio a Gabriel Locke atravesar el vestíbulo por encima del hombro de Rachel. Iba muy elegantemente vestido con su ropa oscura de noche. Contuvo el aliento al verlo. El hombre se detuvo a hablar con Colin y ella logró tener una buena visión de él enmarcada por la puerta de la salita de café. Rachel y Mercy se dieron cuenta de su atención y siguieron la dirección de su mirada.
—¿Quién es ese? —Rachel estiró el cuello.
—El señor Locke.
—¿No es tu antiguo herrador? —preguntó Mercy—. Lo reconozco de la competición de carruajes.
—Sí.
La señorita Ashford lo miró, incrédula.
—¿Ese era tu herrador?
—Así es.
—¿Y qué es ahora?
La posadera lo observó detenidamente.
—Esa es una buena pregunta.
El señor Locke vio a las tres mujeres mirándolo. La anfitriona le dirigió una sonrisa inocente. Él se acercó y se detuvo en su mesa.
—Buenas noches, señoritas. ¿Hay algo… que necesites, Jane?
—No, pero déjeme presentarle. Señorita Mercy Grove y señorita Rachel Ashford, os presento al señor Gabriel Locke.
—¿Cómo están? —Se inclinó hacia ellas.
—Estamos celebrando el cumpleaños de Jane —respondió Rachel.
—¿Es su cumpleaños? —La miró con cariño—. Le deseo lo mejor.
—Quizá lo necesite. Me temo que he cruzado la línea de los treinta.
—A mí me ocurrió hace unos años… y he vivido para contarlo.
—¿Hacia dónde va? Nunca le había visto tan formalmente vestido —meditó la señora Bell.
—Me han invitado a cenar en Brockwell Court. ¿Puede creerlo?
—Ah, ¿sí?
—Conocí a sir Timothy y a otro caballero, un tal… sir Cecil o…
—¿Sir Cyril?
—Eso es. Montamos juntos a caballo y me invitaron a cazar con ellos y a cenar.
—Estoy sorprendida —resopló Jane.
—¿Lo está?
—Quiero decir que… no le conocen demasiado.
—Había coincidido con sir Timothy un par de veces, la más reciente cuando compré un caballo de sus establos, aunque tuve que lidiar primero con su administrador.
—Así es.
—Y sir Cyril es un entusiasta de los caballos y estaba deseoso de hablar sobre ellos. Creo que Brockwell me ha invitado en deferencia a su huésped.
—Ya veo. —Jane hizo un gesto hacia Rachel—. La señorita Ashford se ha comprometido hace poco con sir Timothy.
—Ah, ¿sí? Excelentes noticias. Permítame ofrecerle mis más sincera enhorabuena.
—Gracias. —Rachel intentó en vano evitar una amplia sonrisa.
—¿Podría felicitarle a él también cuando lo vea o es un secreto?
—Puede hacerlo.
—Entonces, lo haré. Disfruten su celebración, señoritas.
Jane le dio las gracias.
—Disfrute de su cena. Me temo que nuestra sencilla comida de aquí empalidecerá en comparación con el menú en Brockwell Court.
—Bell Inn tiene otros encantos que me atraen —respondió, mirando a la dueña de la posada—. Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.
Mientras se alejaba, Rachel murmuró:
—¿Es uno de los huéspedes?
—Lo es ahora.
—No pretendo menospreciar al señor Locke —intervino Mercy—, pero me pregunto qué dirá la señora Brockwell al saber que han invitado a un herrador a cenar.
—Es más que un herrador —replicó Jane—, pero estoy de acuerdo; no es un invitado habitual. —Miró con ternura a sus amigas—. El mundo está cambiando rápidamente y las tres somos prueba de ello.
Unieron sus manos alrededor de la mesa un instante.
—No te preocupes por el señor Locke —repuso Rachel. Lady Brockwell no tendrá la oportunidad de decir gran cosa con Cyril Awdry en la mesa.
Compartieron una sonrisa y terminaron con el último pudin.
Gabriel invitó a Jane a pasear de nuevo a caballo, esta vez con Athena, mientras él montaba a Sultán. Dijo que la yegua estaba preparada, casi curada, y que necesitaba hacer ejercicio. Un purasangre tan lleno de vida no debía quedarse atado, necesitaba libertad para correr.
Galoparon hacia Old Sarum —o Stonehenge, como lo llamaban algunos—, que estaba a unos quince kilómetros. Un aire fresco hizo que a la mujer le lagrimearan los ojos y le temblaran de frío las mejillas. Athena iba a medio galope con su oscura crin al viento y su paso firme. Jane también lo necesitaba.
Subieron una colina y galoparon en dirección al círculo de piedra. Las rocas parecían muy grandes desde la distancia, pero de cerca resultaban impresionantes, algunas eran tres veces más altas que ellos sobre el caballo. El sol del atardecer hacía que relucieran con tonos dorados. Muchas estaban superpuestas, como construcciones infantiles, mientras que otras aparecían aisladas, como si hubieran sido derribadas por un bebé gigante.
—No había venido aquí en años —comentó Jane—. Había olvidado lo magníficas que son.
—Entiendo por qué hay mitos y leyendas sobre este lugar —asintió Gabriel.
Sus palabras despertaron los recuerdos de la mujer.
—Sir William Ashford solía contarnos una historia. Decía que él venía aquí de joven esperando encontrar las palabras para enamorar a la madre de Rachel. Había oído una vieja leyenda que decía que, si pasabas la noche de mitad de verano aquí, conseguirías los talentos de un gran poeta. Sin embargo, llovió toda la noche y se resfrió, perdiendo casi por completo la voz. Volvió a Ivy Hill al día siguiente empapado y enfermo y se le declaró con un gemido casi indescifrable. Por suerte, lo aceptó igualmente.
Gabriel se rio.
—No me habría importado tener un poco de ayuda para encontrar las palabras adecuadas y el momento perfecto para pedirle…
Ella le interrumpió.
—Esas nubes parecen amenazantes. Deberíamos volver. —Hizo que Athena diese media vuelta y espoleó a la yegua para que empezara a trotar.
Él la siguió.
—Jane, ¿qué ocurre? ¿Por qué me estás evitando? —Ella sacudió la cabeza sin confiar en su propia voz—. John se fue hace más de un año, pero si necesitas más tiempo…
Jane se mantuvo de nuevo en silencio, negando con la cabeza.
—¿Hay alguien más? ¿El señor Drake o…?
—¡No!
—Entonces, ¿qué ocurre? —Miró rápidamente a su alrededor—. Vamos, detengámonos un instante. El río está justo ahí. Daremos de beber a los caballos. —Se acercaron hasta la ribera del río Till. Gabriel desmontó, ató a su caballo cerca del agua y ayudó a Jane a bajar—. Ahora dime qué es lo que te incomoda.
Ella cerró los ojos, con un nudo en la garganta, y logró decir dos palabras.
—Tu granja.
—¿Mi granja? ¿Por qué?
—Quieres una granja de tu propiedad, por supuesto. Quieres algo que poder legar a un… hijo o hija. Es normal que quieras, es natural, pero yo no puedo… —Se le quebró la voz y pestañeó con los ojos llenos de lágrimas.
—Tranquila, tómate tu tiempo.
Deseaba ser amada, estimada y apoyada, pero ¿cómo podía condenar a un hombre a no tener hijos? Sacudió la cabeza.
—Jane…
—John y yo estuvimos casados siete años, Gabriel.
—Lo sé.
—No tuvimos hijos, fue culpa mía. No pude hacer que ninguno sobreviviera.
—John mencionó que habías perdido un hijo. ¿Hubo más de uno?
Ella asintió y levantó la mano con los cinco dedos estirados.
—Lo siento.
—¿Lo ves?
—Jane, lamento mucho tus pérdidas —repitió—, pero no estoy… impactado. Sabía que algo ocurría y no me creo un ser superior que pueda lograr lo que John no pudo.
—No fue John, fui yo.
—Nunca me he casado, pero sí pienso que Dios lo planeó para que los dos os convirtieras en uno… en un cuerpo. Así que no es tu culpa. John y tú no podíais tener hijos… juntos. Y si no podemos tener hijos tú y yo, no pasa nada.
—¿Cómo lo sabes?
—Prometí decirte la verdad en adelante, ¿no es así? Debes creerme. No, no voy a fingir que no quiero hijos, pero créeme en esto también: no quiero perderte por eso. Prefiero tenerte a ti mi lado que a doce niños.
—Lo dices ahora, pero te arrepentirás con el tiempo. Cuando seas mayor y necesites ayuda o cuando necesites a alguien a quien legarle la granja cuando mueras.
—Ya estamos planeando mi vejez e incluso mi muerte, ¿eh? No nos precipitemos, Jane.
Ella sacudió la cabeza.
—Cásate con otra, con alguien más joven que no se haya casado antes o con una viuda con muchos hijos.
—¿Mientras tú sacrificas tu propia felicidad y la mía?
—Quizá me case de nuevo… alguna vez. Pensé que quizá podría casarme con un viudo, con alguien que ya hubiera tenido sus hijos.
El hombre levantó una ceja, en un gesto irónico.
—¿Quién es ese viudo? Creo que ya lo odio.
Sabía que estaba intentando animarla, pero eso no alivió su angustia. Gabriel la tomó entre sus brazos.
—Jane… Tengo treinta y tres años y eres la primera mujer por la que he sentido esto. ¿Crees que voy a esperar treinta y tres años más esperando encontrar otra a la que poder amar tanto? Incluso en mis días de juego, nunca habría corrido ese riesgo.
Ella logró componer una sonrisa al oír aquello. Gabriel se inclinó hacia ella y le dio un cálido beso en la mejilla.