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CAPÍTULO

9

Esa noche, cuando Mercy caminaba por el pasillo de Ivy Cottage, oyó al señor Kingsley y a Anna en la biblioteca.

—Eh, Annita. ¿Cómo está mi sobrina hoy?

—Estoy muy bien, tío Joseph.

—Mejor que bien, debo decir. Eres inteligente y buena, Anna Kingsley, no lo olvides.

Mercy alcanzó el umbral de la estancia a tiempo para ver a Anna sonreírle.

—No lo haré.

—Espera… ¿Qué es esto? —Alargó la mano y sacó algo de detrás de su oreja—. ¿Cómo es posible que tengas un tornillo de madera en la oreja? Es difícil aprender con un tornillo suelto, pequeña.

—¡Tío Joseph! —se quejó Anna entre risas. Sin duda, no era la primera vez que él hacía ese truco.

Sus burlas cariñosas enternecieron el corazón de la maestra.

—Ya no soy una niña pequeña. —La chica se estiró cuanto pudo; ya alcanzaba el metro cincuenta.

—Ya veo. —Le dirigió una sonrisa nostálgica—. Pero no tengas prisa por crecer, Annita. No sabré cómo dirigirme a una dama. —Miró a su alrededor y vio que Mercy los observaba desde el umbral—. Nunca he sabido…

—Hola, Anna. Buenas noches, señor Kingsley —saludó la mujer.

Él se apresuró a quitarse la gorra de la cabeza.

—Señorita Grove…

—Disculpe la interrupción. Solamente quería preguntarle si le vendría bien la ayuda de Colin McFarland de vez en cuando. Se ha ofrecido a ayudar.

—Estaré encantado de que me eche una mano si tiene tiempo.

—Excelente, muchas gracias. —Le sonrió con calidez—. Bueno, le dejaré trabajar en paz.

Anna salió a su lado y subieron juntas las escaleras al encuentro de las niñas más pequeñas. Mercy le preguntó:

—¿Dónde vive tu tío ahora, Anna? No he llegado a saberlo.

—En la residencia que hay encima del taller. —Frunció los labios, pensando—. Creo que antes, cuando yo era pequeña, tenía una casa. El tío Matthew dormía sobre el taller también antes de casarse. Nosotros tenemos nuestra propia casa y el tío Frank vive en la antigua residencia de mis abuelos.

—Comprendo.

Mercy se preguntó por qué el señor Kingsley no tendría ya una casa y qué le habría ocurrido a su esposa, pero pensó que sería grosero preguntar.

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Unos días después, Rachel examinaba los avances en la biblioteca. El señor Kingsley y Colin habían terminado gran parte del trabajo en la estancia principal y habían continuado a la adjunta sala de estar, donde ella misma había instalado un conjunto de cómodos muebles para habilitar un espacio de lectura.

Becky Morris llegó con un letrero pintado a mano y lo depositó sobre el escritorio para que Rachel pudiera verlo. El cartel rezaba, con una sofisticada caligrafía: «Biblioteca Circulante Ashford». La amable joven también le alargó a Rachel una tarjeta de visita en la que se podía leer «Señor Morris, pintor» y, en la esquina, la cantidad debida.

—Es perfecto —aprobó Rachel—. ¿Lo pintó usted o fue el señor Morris?

—No hay señor Morris… Ya no.

—Oh, discúlpeme. He leído el nombre del señor Morris en su tarjeta y he pensado que podría ser su marido.

—No. No hay marido. No lo he encontrado aún, ¡aunque busco a diario! —Se echó a reír y acarició la tarjeta—. Era de mi padre, que Dios lo guarde en su gloria. Espero que no le importe que haya mantenido su nombre, pero no todos desean contratar a una mujer. Al fin y al cabo, él me enseñó todo lo que sé.

—No tengo problema alguno. También yo debo agradecerle a mi padre mi… negocio. Tenemos eso en común.

Las dos jóvenes compartieron una sonrisa y, después, la recién llegada se dirigió a colgar el cartel junto a la puerta lateral; las señoritas Grove habían decidido que serviría como entrada independiente a la biblioteca.

La colección de su padre esperaba aún en cajas y baúles y, cuando Becky se fue, Rachel trabajó en su sistema de catalogación en el libro de cuentas que Jane le había comprado en Salisbury. Listó los volúmenes por título y por autor y los categorizó por género. Pegó una identificación de la biblioteca en cada uno y, después, Anna Kingsley la ayudó a colocarlos ordenados en las estanterías.

Estaba a punto de dejar la tarea por aquel día cuando la señora Barton, de la Sociedad de Damas Té y Labores, apareció por la puerta. Se dirigió hacia el escritorio de Rachel con un libro en la mano.

—¿Acepta donaciones a cambio de crédito para tomar libros prestados?

—Así es, señora Barton.

La lechera asintió enérgicamente y dejó caer un volumen desgastado sobre la mesa. Rachel miró con incredulidad el título del libro: Guía de atención al parto y gestión de una vaquería. ¿Quién podría estar interesado en Ivy Hill en un libro tan específico? Titubeó, pero dijo finalmente:

—Gracias, señora Barton.

Sacó una pluma y escribió el título en la columna correspondiente. La mujer se inclinó para verla escribir.

—Es Bridget Barton, por si necesita mi nombre de pila.

Rachel respiró hondo.

—Debo dejarle claro que este libro pasa a ser propiedad de la biblioteca. Así es como funciona la Biblioteca Circulante Fellow de Salisbury, por lo que entiendo que es justo y de común acuerdo. Pero quiero asegurarme de que se siente cómoda al donar este libro bajo estos términos.

—¿Quiere decir que no podré recuperarlo? —titubeó.

—Bueno… Si cambia de opinión, supongo que podría pagar el precio de lo que tomó prestado y tenerlo de vuelta.

La señora Barton se mordisqueó el labio.

—¿Podré venir aquí y… echarle un vistazo al libro de vez en cuando? ¿Si lo echo de menos?

Rachel reprimió una sonrisa.

—Sí, claro. O puede tomarlo prestado en alguna ocasión. Pero… parece importante para usted, señora Barton. Si desea reconsiderarlo, lo comprenderé.

La lechera levantó la cabeza con determinación.

—No… Ya me lo sé de memoria y las vacas de otra persona podrían beneficiarse de sus indicaciones.

—Muy bien. —Rachel terminó de escribir los datos en el libro de cuentas y en la tarjeta—. Aquí la tiene.

—Y la tarifa anual… es de veinte chelines, ¿verdad? —La señora Barton pagó su suscripción con monedas que extrajo de su corpiño.

Intentando no arrugar la nariz, Rachel aceptó las monedas calientes y le señaló las estanterías.

—¿Desea elegir algo y tomarlo prestado ahora?

—Quiero un libro, pero las vacas necesitarán que las ordeñe pronto, por lo que quizá podría elegir algo por mí, algo que piense que podría gustarme.

Rachel sintió el peso de la responsabilidad.

—Oh… No sabría cómo hacer eso.

La señora Barton posó una mano en su cintura.

—¿Es usted la bibliotecaria o no?

—Supongo que sí. Aunque soy nueva y estoy poco cualificada. Quizá podría decirme qué tipo de libros le gusta leer.

—No lo sé. No he tenido la oportunidad de leer por placer y, entre usted y yo, no leo demasiado bien, por lo que querría algo medianamente fácil, si no le importa.

Rachel llamó a Anna Kingsley, que aún estaba ocupada colocando volúmenes.

—¿Anna? ¿Podrías venir un momento? La señora Barton está buscando algunas sugerencias y sé que tú eres una gran lectora. ¿Te importaría ayudarnos a encontrar algo?

—Claro. —La joven sonrió a la señora Barton—. ¿Le gustan los libros de romances? Acabo de terminar una novela romántica gótica llamada El fugitivo del bosque. No pude pegar ojo en toda la noche.

—¿Una novela romántica, dices? ¿Qué diría el señor Barton? —Chasqueó la lengua y le dirigió una sonrisa pícara—. Está bien, señorita.

Rachel observó con sensación de vértigo cómo cruzaban la habitación. Su primera cliente. La Biblioteca Circulante Ashford se había convertido en una realidad. Miró de nuevo las monedas que guardaba en la mano…, las primeras que había ganado en toda su vida. La emoción estremeció su cuerpo. Ya podría mantenerse a sí misma.

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De camino a casa, después de depositar unas cartas en la oficina de correos, Mercy vio a la señora Craddock subiendo por Potters Lane y la alcanzó. Las dos mujeres intercambiaron unas palabras sobre el buen tiempo antes de separarse en la panadería.

Avanzó hacia Ivy Cottage y se sorprendió al ver al señor Thomas, el cristalero, de pie frente a la ventana de la fachada de la escuela. ¿Estaría intentando encontrar a su bisnieta?

Al ver a Mercy, el anciano pasó sus dedos deformes a causa de la edad por uno de los cristales inferiores.

—Debería ver esto: hay una pequeña fractura aquí.

Se acercó para apreciar mejor el punto señalado.

—Yo no veo nada.

—No tiene la vista tan entrenada como yo, ¿verdad?

—Al parecer, no.

El anciano miró hacia la calle. Comprobó que la mujer del panadero no podía oírlos, bajó la voz y dijo:

—¿Puede venir a mi casa? Debo hablar con usted.

—Como quiera. O podría entrar ahora, aprovechando que está aquí.

—No, levantaría sospechas.

—Señor Thomas, ¿le gustaría ver a Alice? —Mercy le echó una ojeada a su reloj—. Probablemente esté en el jardín trasero ahora, pero entrará en cualquier momento.

Pareció que lo consideraba durante un momento, pero luego respondió:

—No es necesario.

—¿Debería llevarla conmigo cuando le visite?

—No, definitivamente no.

La maestra suspiró.

—Muy bien. Debo llegar a una clase ahora, pero iré esta tarde sobre las cinco, si le parece bien. A no ser que interrumpa su cena.

El anciano negó con la cabeza.

—Solemos cenar a las cuatro y la joven que cuida de la señora Thomas se marcha también sobre esa hora, por lo que a las cinco está bien.

—De acuerdo.

A Mercy no le gustaban los secretos, pero el señor Thomas había insistido en mantener en privado la relación que tenían él y su esposa con Alice. No le había explicado nada más, dejando que ella imaginara sus propias teorías.

Entró en la escuela y dio la clase distraída. ¿Qué querría hablar con ella? Después, acompañó a las niñas al comedor para cenar y salió de Ivy Cottage unos pocos minutos antes de la hora acordada, contenta de que aún no fuera de noche, a pesar de que las tardes de otoño ya comenzaban a acortarse.

El señor Thomas respondió a su llamada y la invitó a pasar. La casa era modesta, decorada con sencillez y, de alguna manera, desordenada. Pero tenía excelentes ventanas. El hombre señaló hacia una de las dos butacas situadas cerca de la chimenea.

Ella se sentó y lo miró con cautela. ¿Iba a confesarle algo desagradable sobre el pasado de Alice? ¿Iba a decirle que había decidido sacar a la niña de la escuela? ¿Qué iba a decir?

Él permaneció de pie; estaba demasiado inquieto para sentarse.

—Muchas gracias por venir, señorita Grove. Mi esposa ya no vive en este mundo y no me gusta dejarla sola más de lo necesario.

Mercy respondió con gentileza:

—Ahora que la señora Thomas está tan enferma, ¿está seguro de que no desea que Alice venga a verla alguna vez? Podría traerle algo de paz.

—¿Paz? —Frunció los labios—. Dudo que haya algo que le traiga algo de paz. —Dirigió la mirada a la parte trasera de la casa, a una puerta entreabierta, y añadió en voz más baja—: Supongo que cree que soy un desalmado.

—No soy quién para juzgarle, señor Thomas.

—Pero usted cree que actúo con frialdad al distanciarme de la niña. Lo dejó claro cuando la llevé a su escuela.

—No creo que sea un desalmado, pero sí creo que se está privando a usted mismo y a su mujer de una de las más grandes bendiciones de la vida. Alice es una niña estupenda y cariñosa. Podría traerles consuelo a ambos…, sobre todo ahora.

Él sacudió la cabeza.

—No después de lo que hizo su madre. Mary-Alicia despreció nuestra casa y nuestra protección para seguir su propio camino.

Mercy titubeó.

—¿No… aprobaron su matrimonio con el señor Smith?

Él soltó una risotada.

—Difícilmente. Cuando escribió años atrás con la noticia de que él había fallecido en el mar, la señora Thomas quiso que ella y la niña vinieran a vivir con nosotros, pero yo me negué. Eso habría significado que yo aprobaba su conducta. Estará de acuerdo conmigo.

—Entiendo que así es como usted vio la situación. Pero no tengo por qué estar de acuerdo.

—Escribió de nuevo a finales del año pasado para decirnos que estaba enferma. La señora Thomas quería ir a Bristol directamente, pero yo estaba trabajando en un invernadero y no podía irme hasta terminar el trabajo. Encargos como ese llegan cada mucho tiempo. Cuando llegué, Mary-Alicia había fallecido.

El hombre tragó saliva. Mercy sintió alivio al comprobar que un rictus de emoción cruzaba sus curtidas facciones.

—Su casera me entregó un saco con sus cosas, dejó a la niña en mis manos y me pidió la renta que había quedado impagada. Pagué hasta el último cuarto de penique y llevé a la niña a su escuela.

—Eso fue… un gesto considerado por su parte, señor Thomas —concedió Mercy.

Fijó sus agudos ojos en los de ella.

—¿Usted y su tía han cumplido su promesa de mantener en secreto nuestra relación con la niña?

—Sí, aunque no me siento cómoda ocultando secretos a mis amigas más cercanas. ¿La señora Thomas no sabe aún que su bisnieta está en Ivy Hill?

Él negó con la cabeza.

—La señora Thomas nunca ha sido buena ocultando secretos, incluso cuando gozaba de buena salud. Es demasiado arriesgado ahora que su mente divaga y su lengua se desata.

—¿Quién está ahí? —preguntó una voz desde la habitación de atrás—. Oigo a alguien. ¿Es nuestra pequeña?

El cristalero le dirigió a Mercy una mirada llena de significado.

—No, señora Thomas. Ha olvidado que Mary-Alicia ya no está. Es la señorita Grove, que ha venido de visita.

—¿La señorita Grove? Señorita Grove, déjeme verla.

Haciendo caso omiso a una mirada de advertencia del señor Thomas, Mercy se levantó, se acercó a la puerta y la abrió. La frágil anciana estaba recostada en la cama, con sus cabellos plateados cayendo a los lados en mechones revueltos y con los ojos muy abiertos y confundidos.

—Hola, señora Thomas. Qué alegría verla. Mi tía Matilda y yo pensamos muy a menudo en usted y rezamos por su salud.

—¿Rezar por mí? No, recen por mi pequeña. Está muy enferma y lejos de aquí. ¡Y el señor Thomas dice que no podemos ir a verla!

—Sssh… No se altere, señora Thomas. —La joven se sentó con cautela en el borde la cama y le tomó la mano—. Mary-Alicia ha ido al cielo, donde está a salvo y en paz. No querría que usted se preocupara más por ella.

—¿En el cielo…? Oh, no. ¿Y su hija? ¿También está en el cielo?

La maestra lanzó una mirada en dirección al hombre, que permanecía en el umbral, pero él mantuvo su expresión neutra.

—Está perfectamente bien, señora Thomas, se lo prometo. Está sana, es feliz y cuidamos bien de ella.

Estaba a punto de preguntarle a la pobre mujer si quería ver a Alice, pero titubeó, sabiendo que haría enfadar al señor Thomas y, potencialmente, podría afectar a la pequeña. Un momento después, se alegró de haberse refrenado, ya que la anciana se apoyó en sus almohadas y murmuró con alivio:

—Gracias a Dios. —Un instante después cerró los párpados.

—Ahora dormirá durante muchas horas, seguramente. —Le hizo un gesto a Mercy para que volviera al salón y cerró la puerta tras de sí.

—Puede ver que tengo las manos atadas. —El cristalero señaló con un dedo hacia la habitación—. No estamos en condiciones de cuidar a una niña.

—Sí, eso fue lo que dijo cuando trajo a Alice a la escuela.

—Y ahora más. Mi esposa se está muriendo, señorita Grove, y aunque fuera capaz de olvidar el comportamiento de su madre tampoco soy un hombre joven. Puede juzgarme con dureza, pero no tengo un corazón insensible; no quiero que la niña sufra nuestras negligencias o algo peor, pues es probable que mi esposa o yo dejemos este mundo mientras ella aún sea joven. Por eso le he pedido que venga: me gustaría que usted se convirtiera en su tutora legal.

—¿Tutora legal? —A Mercy le dio un vuelco el corazón.

—Sí, para que Alice esté bajo su tutela.

—Pero ¿por qué?

—Nosotros no podemos hacernos cargo. ¿No es usted una mujer soltera? Entiendo sus dudas, pero apele a su caridad cristiana.

Solamente había querido preguntar por qué la había elegido a ella, pero no lo aclaró. Notó que se mareaba y sintió un fuerte pinchazo en el pecho. Se esforzó para respirar hondo y pensar. Al ver que no decía nada, el hombre continuó:

—Sé que no he contribuido todo lo que debería a su escolarización, pero pienso arreglar eso ahora mismo. He recibido un buen salario por mi trabajo en el Fairmont.

—¿Y si acepto? —preguntó Mercy—. No puedo convertirme en su tutora legal mediante un apretón de manos. Tendrá que firmar algo, algo que reconozca su condición como pariente más cercano, al menos de cara a los abogados.

—Lo haré. Aunque insisto en que no extienda la noticia por el condado.

—Por supuesto, pero necesitaré comentar la situación con mi tía, mis padres y mis dos amigas más cercanas.

El señor Thomas hizo una mueca.

—Muy bien, si insiste… ¿Dónde se encuentra su abogado?

—En Wishford.

—Dígame el lugar y el día; firmaré lo que sea necesario —propuso él.

—¿Está seguro de que no cambiará de opinión?, ¿de que no quiere educar a Alice aquí?

El cristalero negó con la cabeza.

—Si mi mujer gozara de buena salud, quizá. Pero, tal y como están las cosas, no.

—Señor Thomas, voy a necesitar un poco de tiempo para pensar en este asunto y para hablar con mi familia antes de aceptar formalmente.

Una sombra cruzó el rostro del hombre.

—¿Por qué? ¿Es que no le importa la niña? Sé que debe pensar en sus otras alumnas, pero la he visto con Alice en el jardín y después de la iglesia. Pensé que usted le tenía cariño.

Después de todo, sí que había tenido un ojo puesto en su bisnieta. Mercy asintió.

—Claro que me importa, le tengo mucho cariño. Pero esta es una decisión importante, una decisión que ambos deberíamos considerar con cautela antes de firmar algo permanente y que cambie nuestra vida.

—Muy bien. ¿Cuánto tiempo necesita?

Ella se acercó a la puerta y respondió:

—Se lo haré saber cuanto antes.

Volvió caminando hasta Ivy Cottage, entre emociones contradictorias: sorpresa, incertidumbre, esperanza… ¿Dios había respondido a sus plegarias? ¿Era esta su forma de concederle el deseo más íntimo de su corazón?