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CAPÍTULO

22

Más tarde, después de que las niñas hubieran cenado, los Grove y su invitado se sentaron alrededor de la larga mesa del comedor. Rachel se unió después de las presentaciones. Se produjo un silencio incómodo, salvo por el ruido de los platos y la cubertería. A Mercy le recordó la cena reciente con el señor Kingsley.

Observó sutilmente al señor Hollander. Sus modales en la mesa eran elegantes, aunque comía demasiado rápido. Si hubiera sido una de las niñas, le habría reprendido para que comiera más despacio y evitara un dolor de estómago.

Mercy trató de pensar en una conversación agradable e intrascendente, pero estaba nerviosa. Cualquier pregunta que pasaba por su mente le parecía demasiado atrevida o directa. No quería dar la impresión de estar entrevistando al hombre como a su potencial marido, ¿verdad?

Le lanzó una mirada de socorro a su locuaz tía, pero incluso el carácter abierto de Matilda se atenuaba en presencia de su cuñada.

Cuando el señor Hollander se recostó con deleite tras la cena, la señora Grove hizo un gesto con la cabeza hacia él, pidiéndole a Mercy que sacara alguna conversación. ¿De qué podía hablar? Su familia… podía preguntarle por su familia.

Antes de que pudiera decir las palabras en voz alta, el señor Hollander rompió el silencio:

—Qué delicia de pollo asado con nabos. Me gusta la comida sencilla, buena y tan bien preparada, mucho más que la que nos dan en el Worcester College. —Le dirigió una mirada a Mercy—. ¿Debo felicitarla a usted, señorita Grove, por esta cena tan excelente?

Su madre tosió, pero la joven mantuvo su expresión inalterable.

—Me temo que no, señor Hollander. Nuestra cocinera, la señora Timmons, tiene todo el mérito.

—Ah. No he querido asumir que unas señoritas viviendo solas pudieran… Bueno, sea como fuere, la cena estaba deliciosa.

—Por supuesto, señor Hollander. —Su madre sonrió, claramente avergonzada—. Somos perfectamente capaces de mantener una cocinera para Ivy Cottage, así como la nuestra en Londres, obviamente. El señor Grove no es tan miserable como para dejar que su hija y su hermana se mantengan por sí mismas.

—Y agradecemos mucho tu generosidad, papá. La escuela nos reporta unos pequeños beneficios, aunque escasos.

—Por favor, Mercy, no hablemos de eso en la cena —le pidió su madre con una risa forzada.

La tía Matilda habló por fin:

—A mí me gusta la repostería, señor Hollander. Las galletas y las tartas son mi especialidad, aunque mi sobrina insistió en que dejáramos que la señora Timmons preparara el postre esta noche, junto con el resto de esta excelente cena.

El invitado le sonrió.

—Espero tener el placer de probar su repostería en otro momento durante mi visita, señorita Grove.

—Entonces quizá lo haga, señor Hollander. —Los ojos de la tía Matty centellearon.

La señora Grove tosió de nuevo y Mercy se mordió el labio. Levantó la mirada y encontró a Rachel escondiendo una sonrisa tras el vaso de agua.

El profesor miró a su alrededor.

—Qué habitación tan maravillosamente decorada. Me recuerda al comedor del rector, aunque ese es más pequeño, por supuesto.

Su madre le dio un golpecito por debajo de la mesa.

—Gracias —respondió Mercy—, nos gusta mucho.

—Ivy Cottage ha pertenecido a la familia Grove desde hace generaciones —añadió su padre, con orgullo—, aunque se han realizado algunas reformas en los últimos años.

La señora Grove asintió.

—Admito que es una casita agradable y acogedora, perfecta para una joven familia. Aunque ahora, por supuesto, el señor Grove y yo preferimos vivir en Londres. ¿Y usted, señor Hollander? ¿Podría disfrutar de una vida rural después de tantos años en Oxford?

Mercy se atragantó con un trozo de nabo. El señor Hollander no pareció incomodarse ante una pregunta tan directa y respondió con amabilidad:

—Creo que sí. Ahora que lo pienso, Oxford es como una serie de pequeñas aldeas, con sus facultades, sus prados comunales y sus patios. Sí, encuentro encantadora la perspectiva de una vida rural.

—¿No echaría de menos la docencia? —Mercy movió el pie para evitar otro golpe de su madre.

—Sí, en algunos aspectos. Pero rodeado de mis libros y de una compañía inteligente, creo que podría vivir en cualquier lugar. Como dice Sheldon, los buenos libros son los amigos más fiables, aunque a veces estimulan la reflexión cuando uno preferiría pasar el tiempo con menos líos. —Soltó una risita.

Al parecer, concedió la maestra, tenía sentido del humor.

—¿Sheldon? ¿Es un autor?

—Oh, no, discúlpeme. Me refería al profesor Sheldon. Olvidaba que no lo conoce.

—Ah. —Mercy buscó otro tema de conversación—. ¿Y… tiene usted un autor preferido?

Él sonrió.

—Odio esa pregunta. ¿Quién puede responderla? ¿Cómo podría elegir un favorito de entre todos mis confidentes y mis mentores? No soy un adolescente que elige a un compañero para excluir a los otros. Cada uno se ajusta a un momento diferente, a una estación diferente… —Hizo una pausa, mirando los rostros desconcertados de sus acompañantes—. Se lo ruego, no se ofendan, no pretendía ser irrespetuoso. A veces olvido que no estoy en un debate social.

Mercy titubeó.

—¿No somos nosotros compañía social?

—Me refería… a otros profesores y tutores. Estamos acostumbrados a debatir con calma o acalorados este tipo de asuntos. —Sonrió—. Es el equivalente académico a una pelea de bar.

La señora Grove se aclaró la garganta al escuchar aquella reflexión tan inapropiada. Tras echarle una mirada a Mercy, Matilda dijo:

—A mí me gusta mucho Anne Radcliffe.

El señor Hollander la miró con gesto agradecido.

—No me suena su nombre. ¿Es… poeta?

—Una novelista.

—De esas horribles novelas románticas, supongo. —El señor Grove hizo una mueca—. No son del gusto de hombres educados como nosotros, Hollander. Yo soy un hombre de Wordsworth, pero ya lo sabe. —El señor Grove se volvió hacia Rachel—. ¿Tiene usted algo de Wordsworth en su biblioteca circulante?

—Sí, eso creo.

El señor Grove explicó:

—La señorita Ashford ha completado nuestra biblioteca y nuestra sala de estar con los libros de su difunto padre. Es una colección impresionante, si la memoria no me falla.

—No se me ocurre una manera mejor de aprovechar el espacio. —Por un momento, la mirada del señor Hollander se posó en el rostro de Rachel—. ¿Es usted una ávida lectora, señorita Ashford?

¿Era un brillo de admiración en los ojos hacia su hermosa amiga o simple curiosidad? Mercy no estaba del todo segura.

—Me temo que no, señor Hollander —replicó Rachel—. Hace poco que he comenzado a apreciar los libros.

—Oh… —El ceño del señor Hollander se frunció. Cualquier brillo de admiración, real o imaginario, que la maestra hubiera podido entrever desapareció.

—Mercy sí es una ávida lectora —intervino la señora Grove.

La joven pensó en lo irónico que era aquel elogio, ya que su madre nunca había aprobado su afición al estudio. Su padre asintió, pensativo.

—Sí, siempre lo ha sido, mucho más que George. Es una de las razones por las que insistí en que fuera educada junto a su hermano desde que eran pequeños. Hasta que George fue a Oxford, por supuesto. —Miró con expectación al señor Hollander.

El tutor vaciló.

—Mmm, sí, George era un joven muy… agradable. Muy popular entre sus compañeros. —Se volvió con brusquedad hacia Mercy—. Mantiene una escuela de niñas, ¿no es así, señorita Grove?

Vio cómo su madre le lanzaba una mirada llena de ansiedad a su padre, pero se centró en el señor Hollander.

—Así es.

—Durante un tiempo pensé en crear una escuela de chicos cuando me retirase de Oxford. La idea de ser el director de chicos tan jóvenes, cuyas mentes aún están en desarrollo, menos cínicas, abiertas a ideas… Si no puede ser una escuela per se, quizá pueda convertirme en tutor privado de unos pocos alumnos.

—¿Tiene usted una casa, señor Hollander? —preguntó Matilda, con los ojos inocentemente abiertos e ignorando la mirada asesina de su cuñada.

—Solo unas pocas habitaciones alquiladas. Vivir en una universidad no me permite el lujo de tener una casa privada. Sin embargo, ahora deseo tener una propia.

—Ha dicho que durante un tiempo pensó en abrir una escuela de chicos —intervino Mercy—. ¿Ha cambiado de opinión?

—Quizá lo haga algún día. Sin embargo, hace mucho que deseo escribir un libro, aunque la falta de tiempo me ha impedido hacerlo estos años. Cuando me retire, será mi primer objetivo. —Y, tras dirigirle una mirada a Mercy, añadió—: O el segundo.

Sintió cómo sus mejillas se sonrojaban y percibió el intercambio de sonrisas triunfales de sus padres.


Después de la cena, su madre le dijo:

—¿Por qué no le enseñas al señor Hollander Ivy Green, Mercy?

—Por supuesto, si lo desea…

El hombre asintió con amabilidad.

—Me encantaría, por supuesto.

—¿Les acompaño? —Matilda se levantó.

—Sí, acompáñanos, tía Matty.

Su madre frunció el ceño.

—Matilda, no creo que necesiten un acompañante para un simple paseo por el jardín. Ni siquiera está oscuro aún.

La mujer se sentó de nuevo.

—Solo intentaba ser de ayuda.

Matty y Rachel se ofrecieron a cuidar de las niñas en las oraciones de la noche y acompañarlas a la hora de dormir para que ella pudiera pasar tiempo con el señor Hollander.

Él tomó el abrigo y el sombrero, mientras Mercy subía a ponerse una capa de manga larga sobre su vestido, para protegerse del aire fresco de aquella tarde de otoño. Se ató un sombrero bajo la barbilla y guio a su acompañante hasta la puerta trasera, a través del jardín vallado y de la verja que daba al parque.

Los árboles que bordeaban el amplio espacio de hierba empezaban a suavizarse con tonos dorados. La hiedra que cubría parte del muro permanecía verde, mientras que otras variedades engalanaban las casas con franjas de hojas de color rojo anaranjado.

Al otro lado del parque, un padre y su hijo jugaban con un palo de críquet y un grupo de niños se entretenían con una pelota, aprovechando el atardecer hasta que sus madres los llamaran de vuelta a casa.

El señor Hollander se sujetó las solapas del abrigo y contempló la escena.

—Esto me recuerda al parque de Worcester, aunque está situado al borde de un canal.

—Esto es Ivy Green, aunque siempre nos ha parecido una extensión de nuestro jardín trasero. —Mercy miró a su alrededor con cariño y nostalgia—. He pasado tantas horas aquí, recogiendo flores, dibujando, leyendo, viendo a George y a sus amigos dar patadas a un balón, batear y lanzarse la pelota en un juego o en otro… Todos me parecían iguales, debo confesar, nunca he sido muy atlética.

—Ni yo, lo que me valió alguna paliza en el colegio.

Ella le dirigió una sonrisa cómplice y él se la devolvió.

—¿Y qué asignaturas enseña a sus alumnas, señorita Grove?

—No le impresionarán mucho. Me temo que no les resulta muy útil estudiar los clásicos o la filosofía.

—Aunque podría enseñar esas asignaturas también, por lo que dice su padre.

—No demasiado bien. Hace tiempo que me alejé de ellas.

—Pero ¿enseña Literatura, Historia, Matemáticas…?

—Literatura sí. Las niñas leen mucho. También enseño Historia Británica y del Mundo, así como Matemáticas Básicas, nada demasiado avanzado.

—¿Y qué libros les pide que lean?

Mercy le respondió y él asintió con aprobación.

—Conozco a Richardson y a Cowper, pero no a Burney. Quizá podría recomendarme un título específico como introducción al autor.

—Será un placer.

Mientras caminaban, la maestra continuó:

—Las niñas vienen de familias modestas. Si no se casan, es probable que se conviertan en criadas o en tenderas, así que también enseñamos costura, modales y etiqueta básica.

—¿Acuarelas y baile?

—No, hasta la fecha no lo hemos incluido, aunque sí otras diversiones, se lo aseguro.

Él sonrió y ella apreció unas profundas arrugas alrededor de sus ojos.

—Si recuerdo bien, George estaba mucho más interesado en bailar y en estudiar poesía que en la Historia. Cualquier cosa que impresionara a las damas.

Ella le devolvió la sonrisa.

—Eso parece propio de mi hermano.

—Tiene una sonrisa muy hermosa, señorita Grove —dijo, mirándola fijamente—. Espero que no le moleste que se lo diga.

—Gracias, señor Hollander. Es muy amable por su parte.

La mirada del hombre se dirigió entonces a la parte alta de su sombrero y entrecerró los ojos con aire calculador.

—Es usted una mujer alta, señorita Grove.

—Soy consciente de ello. —Bajó la cabeza, sintiendo una oleada de vergüenza ante su escrutinio. Recordó que el señor Kingsley la había mirado del mismo modo, diciendo: «Las personas altas, como usted o como yo…». Entonces le preguntó—: ¿Es… un problema?

—No, solamente una observación, espero que no le haya resultado inapropiada. Yo no he recibido las lecciones de modales que reciben sus alumnas y me temo que mis habilidades sociales son dolorosamente deficientes.

—En absoluto, señor Hollander.

Caminaron alrededor de Ivy Green, ambos con las manos sujetas a la espalda y la mujer sintiéndose inquieta y contrariada. Había esperado, casi deseado, que le desagradara instantáneamente aquel hombre y que el sentimiento fuera mutuo. Sin embargo, se dio cuenta de que las cosas a veces no son tan simples como se imaginan.

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Mercy se vistió cuidadosamente a la mañana siguiente y eligió un manto bordado y un cinturón para ponerse sobre su vestido liso de día. Salió de su dormitorio en el mismo momento en que el señor Hollander salía de la habitación de la tía Matty. Podían oír retumbar en el piso de arriba ocho pares de zapatos. Las niñas, acuciadas por Rachel y la criada Agnes, bajaban las escaleras corriendo, impacientes por desayunar. Pasaron en avalancha junto al hombre, rodeándolo con sus risas y casi a punto de derribarlo. Dio un paso atrás para apartarse del grupo con un movimiento algo torpe.

Mercy le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

—Buenos días, señor Hollander. Veo que ha conocido a mis alumnas.

—En cierto modo.

—Se ha levantado temprano.

—Sí, estoy acostumbrado.

—Yo también. Venga conmigo a desayunar. Le presentaré a las chicas correctamente.

Él dudó un instante.

—Muy bien.

¿Le intimidaba la posibilidad de conocerlas? Mercy rogó por que las niñas recordaran que debían mantener un comportamiento impecable.

Pero el desayuno de aquella mañana resultó caótico y ruidoso —«¡Pásame la mantequilla!»—, con más alboroto y menos decoro de lo habitual. O quizá simplemente ella fue más consciente al tener a un invitado en la mesa. Había un repiqueteo de cucharas, reprimendas por codos en la mesa, té derramado y platos volando de un extremo al otro.

Afortunadamente, su padre no era madrugador y su madre tomaba el desayuno en una bandeja en su dormitorio, por lo que las tres mujeres de la casa y el señor Hollander fueron los únicos adultos testigos del tumulto.

—¿Los chicos son más fáciles de controlar, señor Hollander? —preguntó Fanny, con la boca llena.

—Quizá… más tranquilos.

—¿Le gusta nuestra profesora?

—¡Fanny! —Mercy sintió que se sonrojaba.

La expresión del señor Hollander permaneció imperturbable.

—Así es, ¿y a vosotras?

—Claro. —Alrededor de la mesa, muchas cabezas asintieron, especialmente la pequeña Alice.

—Entonces sois tan inteligentes como me dijo la señorita Grove.

Así se ganó una sonrisa de las niñas y también de su maestra. Cuando las chicas terminaron de comer, Rachel se ofreció a ir con ellas hasta el aula y comenzar con las oraciones de la mañana, para que las señoritas Grove pudieran permanecer un rato con su invitado.

—Gracias, Rachel.

Cuando se fueron, volvió la paz. Mercy suspiró.

—Esto es más normal. Discúlpeme, las niñas están inusualmente nerviosas esta mañana.

—Lo he encontrado estimulante, más que cenar con unos estudiantes de primer año después de un partido de fútbol.

La joven soltó una risita agradecida.

—¿Desea más té, señor Hollander?

Él asintió y le sirvió un poco más. Su tía levantó su taza también.

—Mencionó que deseaba escribir un libro —comenzó Matilda—. Es una empresa noble, de eso no hay duda, pero ¿no le requerirá mucho tiempo y esfuerzo sin remuneración alguna a cambio? ¿Cómo pretende mantenerse?

Mercy había oído muy pocas veces a su dulce tía hablar tan directamente. Supuso que intentaba proteger a su única sobrina.

De nuevo, el señor Hollander respondió sin reticencia:

—Una pregunta muy lógica. Hace poco recibí una modesta herencia de un tío lejano que me permitirá escribir durante un tiempo sin necesidad de tener ingresos… aunque tal vez el dinero sea un asunto inapropiado para comentar con unas damas.

—En absoluto. —Los ojos de Matilda brillaron con malicia—. Nos gusta el dinero, ¿verdad, Mercy?

La joven le dirigió una sonrisa tímida.

—¿Y sobre qué le gustaría escribir?

—¿Una novela romántica, quizá? —añadió Matilda, burlona.

—Estaba pensando, más bien, en un tratado de educación —repuso, con tono solemne.

—Ah. —Mercy se detuvo a pensar cuál sería la mejor respuesta—. Es un… asunto muy amplio.

—Estoy de acuerdo. Aún tengo que elegir un ámbito. ¿Debería incluir la historia de la educación formal desde la antigua Grecia o limitarme a Gran Bretaña? ¿O debería circunscribirme al conocimiento que he recogido durante mis años en Oxford?

—Supongo que depende del público al que quiera dirigirse.

—¿Y por qué no cualquier público?

Mercy titubeó y contestó con gentileza:

—Ojalá la gente se interesara por la educación tanto como nos gustaría, señor Hollander, pero…

—¿Cree que sobrestimo la atracción de mi libro?

—No es mi intención desalentarle, pero considere, por ejemplo, a alguien como yo. Estoy muy interesada en la educación y compro libros sobre el tema cuando puedo, pero no tengo claro que lo que usted escriba pueda aplicarse a alguien en mi situación, una profesora en una escuela de niñas. Y si una persona no está siquiera involucrada en la educación… —Se encogió de hombros.

—¿Por qué no iba a ser aplicable a usted? —replicó, frunciendo el ceño.

—Solamente le estoy sugiriendo que quizá quiera formular aplicaciones más generales que las experiencias y métodos que ha utilizado durante estos años para que el libro sirva de ayuda a más gente. O podría simplemente escribir para otros tutores y profesores universitarios. Solamente eso sería una noble ambición.

—Pero no vendería muchas copias.

—No tantas, no.

Se hizo un extraño e incómodo silencio, hasta que su tía intervino:

—Es encantador que ustedes dos tengan tanto en común, tanto de lo que hablar.

—Estoy de acuerdo con usted, señorita Grove.

Mercy creyó ver más educación que calidez en sus palabras y percibió una sombra de duda en su mirada. Se arrepintió de haberlo desanimado en su sueño.

—Quizá Mercy pueda ayudarle a escribir su libro, señor Hollander —añadió Matilda—. Es extremadamente inteligente.

—¡Tía Matty! Estoy segura de que el señor Hollander ni quiere ni necesita mi ayuda.

—Todo lo contrario. —Los ojos del hombre volvieron a brillar—. Creo que es una idea excelente.

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El domingo, después del oficio, Mercy decidió que ya era hora de presentar a Alice a sus padres. Sintiéndose tan nerviosa como la niña, la llevó de la mano hasta el salón. Rachel había peinado a la pequeña y la maestra pensó que estaba incluso más encantadora de lo normal.

—Mamá, papá, esta es Alice, la alumna de la que… os hablé.

Su padre asintió y sonrió a la niña.

—Es un placer conocerte, Alice.

Su madre la inspeccionó como si fuera un pescado de dudosa frescura. Mercy puso la mano en el hombro de Alice.

—¿Puedes saludar al señor y a la señora Grove, Alice?

—Hola —logró articular, levantando la mirada durante un breve instante.

—¿Cuántos años tienes, Alice? —preguntó su padre.

—Ocho, señor.

—Ocho. Sí, es una buena edad para ir a la escuela. ¿Eres una buena alumna, Alice?

—Yo… —Se encogió de hombros.

—Lo es —aseguró la señorita Grove—. Lee tan bien como otras niñas mayores que ella.

Su padre asintió.

—Excelente.

—Es encantadora —corroboró su madre.

—Estoy de acuerdo. Bueno, gracias, Alice. Puedes volver con tus compañeras.

La pequeña se inclinó con cortesía y prácticamente salió huyendo de la estancia.

—¿Siempre es tan retraída? —intervino su madre, viéndola salir.

—Es muy tímida.

—¿Estás segura de esto, Mercy? —Su padre estudió su rostro.

—Lo estoy. ¿Vosotros os… oponéis?

La señora Grove se removió en el asiento, incómoda.

—Eso depende del señor Hollander. Debes admitir que es mucho que pedir a un potencial marido. ¿Estás segura de que merece la pena?

—Lo estoy.

—Entonces esperemos que el señor Hollander sea un hombre comprensivo.