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CAPÍTULO

21

Al día siguiente, el señor Kingsley llegó inesperadamente, justo antes de la hora de la cena. El señor Basu estaba ocupado en la cocina, por lo que fue Mercy quien le abrió la puerta.

—Señor Kingsley, entre y aléjese de la lluvia.

—Qué tiempo de perros. —Sacudió las botas y el agua de su sombrero antes de entrar—. Lamento llegar tan tarde. Tenía que terminar algunas cosas en el Fairmont primero.

—No se preocupe. No sabía que vendría hoy.

—Solo he venido para tomar algunas medidas para el mostrador elevado de la biblioteca que le propuse a la señorita Ashford, uno más amplio y a una altura cómoda para atender de pie.

—Una idea excelente, como el expositor de un tendero.

El señor Kingsley hizo una mueca con la boca y sus ojos brillaron con un humor sutil.

—Bueno… Yo no lo describiría así, al menos no a la señorita Ashford.

—Ah, es usted un hombre sabio. —Mercy sonrió.

La tía Matilda se reunió con ellos en el vestíbulo.

—Señor Kingsley, es un placer verle. ¿Ha cenado? Tenemos sopa y pan recién hecho. Justo lo que se necesita en una noche como esta.

—No, gracias. Normalmente ceno algo antes de venir, pero puedo esperar a llegar a casa.

—¿Por qué no se une a nosotras? La señora Timmons siempre hace cena de sobra. Las niñas ya han cenado, pero Mercy y yo íbamos a sentarnos justo ahora. Además, la señorita Rachel no cenará hoy; ella… no se encuentra bien.

Mercy y su tía habían entreoído algunas partes de la discusión con sir Timothy la noche anterior, y Rachel se había sentido enferma todo el día.

—Siento mucho oír eso —dijo el señor Kingsley.

—Solo es mal de amores —aclaró la tía Matty—. Estará bien pronto. Por favor, únase a nosotras.

—No quiero ser una molestia.

—¡Molestia! —Matilda soltó una risotada—. ¿Después de haber trabajado horas y horas aquí por la bondad de su corazón? Es lo mínimo que podemos hacer.

—No es lo habitual —titubeó él.

—No creo que ocurra nada por una vez. Solamente es una humilde sopa de beicon y col, pero nadie la cocina mejor que la señora Timmons.

Él sacudió la cabeza.

—Señorita Grove, usted sabe cómo tentar a un hombre. Me temo que soy incapaz de resistirme al beicon.

—¡Estupendo! Iré a buscar otro cuenco.

—¿Podría lavarme las manos antes?

—Por supuesto —respondió Matilda—, le mostraré dónde está el lavabo.

—Sé dónde está. —Miró a Mercy desde detrás de un mechón de su cabello rubio.

Mercy recordó cuando le había ayudado a limpiar y vendar su corte. Se sonrojó.

Unos minutos más tarde, los tres estaban sentados alrededor de la mesa del comedor y el señor Kingsley sonreía avergonzado.

—Me temo que mis modales en la mesa no son los adecuados para una compañía tan elegante.

—No le haremos un examen, señor Kingsley —le aseguró Mercy—. Está entre amigos.

Matilda colocó su servilleta en el regazo.

—Vemos todo tipo de modales y falta de ellos en esta mesa y hemos sobrevivido perfectamente bien. —Lo miró con expectación—. ¿Desea bendecir la mesa?

—Oh, por supuesto. —Se aclaró la garganta—. Gracias, Señor, por los alimentos que estamos a punto de recibir. Amén.

—Amén.

El señor Kingsley puso su servilleta en el regazo. Cenaron sin hablar durante unos minutos. Él miraba de reojo cómo tomaba Matilda la sopa e intentaba imitar sus elegantes maneras. La cuchara sopera parecía pequeña en sus grandes y trabajadas manos. Sorbió una vez, las miró y se sonrojó.

Mercy intentó pensar rápidamente en algo que decir para romper el silencio.

—Los egipcios tenían en alta estima la col. Incluso alzaban altares en su honor. Los griegos y los romanos le atribuían poderes curativos.

Él la miró con la cuchara goteando de camino a la boca. Mercy tragó saliva y continuó:

—Pero no la cultivaron aquí hasta mucho después del reinado de Enrique VIII. Lo mismo ocurrió con las zanahorias, los rábanos y otras variedades de verduras similares a esas.

—¿Ah, sí?

Su tía apretó los labios y le alargó la cesta de pan. Mercy notó cómo su rostro se ruborizaba.

—Discúlpeme, no era mi intención darle una clase.

El señor Kingsley partió un trozo de pan.

—En absoluto, es muy interesante.

Mercy tomó una cucharada de sopa y lo intentó de nuevo.

—Anna mencionó que vive usted sobre el taller de Hermanos Kingsley.

—Así es. Resulta muy práctico. A menudo bajo para tallar o algo así después de una jornada de trabajo. Además, creemos que es una oportuna precaución, puesto que guardamos todas las herramientas ahí.

—Ya veo.

Él rebañó el fondo de su cuenco.

—Una sopa deliciosa.

Mercy alcanzó la fuente sopera.

—¿Desea un poco más?

—No, gracias, ya he tomado mucha.

—¿Cocina usted mismo, señor Kingsley? —preguntó Matilda, y Mercy se sintió incómoda al oír aquella pregunta.

—Más o menos, sí. Aunque las esposas de mis hermanos me invitan muy a menudo a comer, así que no paso hambre, como pueden ver. —Dio unos golpecitos en su abdomen y se sonrojó de nuevo—. Perdón.

Mercy ya se había fijado en su esbelto abdomen, que contrastaba con sus anchos hombros, y no vio nada por lo que debiera disculparse.

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Rachel repasó la discusión mentalmente y no pudo evitar sentir vergüenza al recordarla, por sus preguntas y las respuestas tan poco halagadoras de Timothy, así como por sus palabras finales tan severas. Él había herido su orgullo y ella había contraatacado con más fuerza de lo que pretendía. Él le había dicho la verdad, una verdad que le dolía, aunque no podía rebatirla, y lo había castigado por ello. Ahora la culpa y el remordimiento la castigaban a ella.

Oh, ¡su obstinado orgullo y su lengua incontrolable! Podía recordar la voz de su madre reprendiéndolas a Ellen y a ella misma con delicadeza por provocarse la una a la otra hasta discutir acaloradamente.

—Recordad, niñas, una respuesta amable aleja la cólera, pero las palabras severas suscitan la ira. —Si hubiera podido seguir aquel consejo…

¿Por qué había preguntado?, ¿qué esperaba? Rachel apretó los ojos para alejar la imagen del rostro herido de Timothy. Al menos, ahora lo sabía con certeza. El escándalo y la ruina financiera de su familia no se habían olvidado. Además, los prejuicios contra ella habían aumentado desde que se había convertido en una humilde residente de Ivy Cottage y, ahora, en una mujer que trabajaba para ganarse la vida. Aún podía oír el tono ácido de lady Brockwell cuando describió a Rachel como «toda una mujer de negocios».

Suspiró y se dijo a sí misma que aquello era lo mejor. Ahora podía dejar de preguntarse «por qué» y dejar de imaginarse «y si…». Poner su atención en el pretendiente que tenía.

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A la mañana siguiente, Rachel se lavó, se vistió e intentó superar su disgusto, decidida a dejar de lado los remordimientos y a reunirse con las demás habitantes de la casa. Le rugía el estómago mientras bajaba las escaleras; tenía hambre después de haberse saltado la cena de la noche anterior. Al entrar en el comedor, les dirigió a Mercy y a Matilda sonrisas tranquilizadoras. «Estoy bien. No hay de qué preocuparse». Después, se sentó y devoró un gran desayuno. Mientras comían, Mercy les recordó que esperaba que sus padres y su invitado llegaran alrededor de las cuatro de la tarde. El señor Basu trajo el correo. Había llegado una invitación a nombre de la «señorita Grove». Matilda la leyó y se la alargó a su sobrina.

—Creo que es para ti, querida. Es de parte de los Awdry.

—¿Los Awdry? Entonces debe de ser para ti. —Mercy leyó la invitación y levantó la mirada—. Yo no creo que vaya. Tía Matty, tú disfrutarías de una velada así, lo sé.

—Seguramente, pero Broadmere está muy lejos de aquí e ir sin carruaje… No, enviaré una disculpa y me excusaré.

A Rachel le sorprendió que Matilda no intentara persuadir a su sobrina para que fuera. Entonces recordó que años atrás, sir Cyril le había prestado mucha atención a Mercy, atención que ella no le había devuelto. Rachel supuso que le resultaría extraño ser una invitada en aquella casa y recordó su propia incomodidad en Brockwell Court. Su discusión con Timothy ocupó de nuevo su mente, pero la desechó rápidamente y pensó en Nicholas. ¿Las cosas se volverían tremendamente incómodas en el futuro si no se casaban? Esperaba que no. Aquel hombre le caía bien de verdad.

Avanzada la tarde, Nicholas acudió a visitarla a la biblioteca con una luminosa sonrisa en su rostro. Rachel se alegró de verlo y le devolvió la sonrisa.

—Parece de buen humor.

—Lo estoy, gracias a la perspectiva de pasar tiempo con usted.

—¿Ah, sí?

—Recibimos una invitación para un concierto en casa de sir Cyril Awdry. ¿Lo conoce?

—Un poco.

—Iremos a ver a una cantante italiana. Venga con nosotros.

Ella bajó la cabeza.

—No me han invitado.

—No estoy tan seguro. La invitación estaba a nombre de «Los Ashford, Ivy Hill, condado de Wilts». ¿No es usted una Ashford de Ivy Hill? —Le dedicó una sonrisa—. No me sorprendería que esta invitación estuviera dirigida a usted, ya que nosotros no conocemos siquiera al hombre.

—No lo sé…

—Por favor, señorita Ashford, diga que sí. Le prometo que mi madre se comportará con decoro.

—No querrá que yo vaya.

—Pero yo sí lo deseo. ¿Cómo podré disfrutar un trayecto tan largo sin su compañía? Quizá la señorita Grove desee acompañarnos. Tenemos cuatro plazas en nuestro carruaje, aunque tendremos que apretarnos un poco.

—Creo que las señoritas Grove no planean ir, aunque recibieron una invitación vagamente dirigida a su nombre también.

—Entonces convenzámoslas.

Rachel no podía resistirse a su entusiasmo infantil. Caminaron juntos hasta la sala de estar y expusieron la oferta de Nicholas.

Mercy sonrió con suavidad.

—Gracias, señor Ashford, es muy amable por su parte. Yo no podré acudir, pero mi tía disfrutaría mucho de una salida. De hecho, lamentaba mucho que tuviera que perdérselo.

—¿Estás segura de que no cambiarás de idea, Mercy?

—Lo estoy. Ve tú, tía Matty, y pásalo en grande.

—Entonces iré. Afortunadamente, aún no he enviado mis disculpas. —Matilda les guiñó un ojo—. Algunas veces, retrasar las decisiones es una bendición.

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El sonido de un carruaje grande en la estrecha calle Church era algo inusual, por lo que Mercy se acercó rápidamente a la ventana del comedor para investigar. Efectivamente, un vehículo de cuatro monturas acababa de llegar a Ivy Cottage. Su corazón se llenó de ansiedad; sus padres habían llegado temprano. Rachel estaba ocupada en la biblioteca y la tía Matilda y las niñas aún permanecían en el aula, aunque quizá aquello fuera lo mejor.

La puerta del carruaje se abrió y su padre se agachó para salir de él, irguiéndose una vez en el suelo. Después, le tendió una mano a su madre. Finalmente, salió un tercer ocupante: el tutor, el hombre que querían que conociera. No era tan alto como su padre ni tan mayor. Desde aquella distancia, era lo único que podía apreciar. Respiró hondo y se dijo a sí misma que debía mantener la calma.

El señor Basu caminó lentamente hacia la puerta principal, pero sus padres entraron sin llamar antes de que él la alcanzara. «¿Para qué llamar?», pensó Mercy. Sus padres habían vivido en aquella casa durante muchos años, antes de que ella empezara a sentir que era de su propiedad.

Se pellizcó ligeramente las mejillas, sabiendo que no sería suficiente para parecer hermosa, pero intentando aminorar la decepción que temía ver en el rostro del hombre. Entró en el vestíbulo con una sonrisa de determinación.

El cabello y las patillas de su padre parecían ligeramente más plateadas de lo que recordaba y su alargado y modesto rostro le recordó ligeramente al suyo.

Su madre estaba hermosa, como siempre, aunque quizá un poco rechoncha. Vestía un elegante vestido de viaje y una capa con el cuello de terciopelo que hizo que se sintiera andrajosa con su sencilla indumentaria de día.

—Hola, querida, aquí estamos. —Miró el vestido de Mercy y le dirigió la sonrisa de cuando iba a decir algo desagradable—. Sé que hemos llegado un poco antes de lo previsto. Seguro que no te has cambiado todavía. Bueno, ya estamos todos aquí. Y este es nuestro invitado, a quien deseábamos que conocieras. —Se volvió hacia el hombre que permanecía en el umbral.

Su padre también se volvió hacia él.

—Pase, querido compañero, pase. Querida, permíteme presentarte al señor Norbert Hollander. Señor Hollander, mi hija, la señorita Mercy Grove.

Él dio un paso adelante y se inclinó.

—¿Cómo se encuentra? —Sus rasgos eran señoriales y era un poco más alto que ella. Aquel era un punto a su favor.

—Señor Hollander, es un placer conocerle —saludó la joven.

—El señor Hollander es tutor y profesor en el Worcester College —dijo su padre—. Le dio clases a George en sus días en Oxford.

—Sí. —Mercy proyectó una nota alegre en su voz—. Eso mencionaste en la carta.

Miró al hombre de nuevo intentando calcular su edad. Teniendo en cuenta que había sido tutor de George, tendría al menos cuarenta o cuarenta y cinco años, aunque aparentaba muchos menos. Tenía un rostro agradable y común, una nariz recta, unos ojos plácidos de color azul grisáceo y unos labios tan finos como los suyos. El cabello castaño parecía ralear en la frente y lo llevaba más largo por detrás. No era apuesto, pero —al fin y al cabo— tampoco lo era ella.

Llevaba una levita tradicional de color gris y su chaleco a rayas se abultaba ligeramente en la parte más ancha de su abdomen. El cuello de su camisa no estaba tan impoluto como debería y el nudo de su arrugada corbata estaba muy descuidado, signo no de pobreza, conjeturó Mercy, sino de negligencia de soltero.

Permaneció rígido y serio, agarrando su sombrero. El señor Basu, que merodeaba por ahí, se lo quitó finalmente de las manos y se llevó también el de su padre.

—Oh, gracias —murmuró.

La maestra sonrió, intentando hacerle sentir más cómodo.

—Bienvenido, señor Hollander. Por favor, pase. Estará cansado y sediento después del viaje. ¿Por qué no se pone cómodo en el salón y voy a buscar un poco de té?

—¿En el salón familiar, querida? —Su madre le dedicó otra de sus falsas sonrisas—. Creo que, con un invitado, sería más apropiado utilizar la sala de estar.

—Mamá, olvidas que ahora la sala de estar pertenece a la biblioteca circulante. Os escribí para contároslo, ¿lo recuerdas?

—Igual que yo te escribí sobre… otras cosas que pareces no recordar, pero… está bien.

Cruzaron el vestíbulo y Mercy les indicó que se acomodaran en el salón.

—Siéntese donde quiera. Iré un momento a la cocina y le pediré a la señora Timmons que prepare el té.

En la puerta, puso una mano en el brazo de su madre.

—Mamá, ¿podrías ayudarme un momento?

—¿Ayudarte a pedir que preparen el té? No creo que… —Al ver la expresión de su hija, cedió—. Está bien.

Los hombres se sentaron en el salón mientras la señora Grove seguía a su hija algunos metros más allá en el pasillo.

—¿Qué ocurre, Mercy?

—Creo que deberíamos hablar de los arreglos para dormir.

—Entiendo que él dormirá en la vieja habitación de George. A no ser que hayas reubicado el aula en el ático, como te sugerí hace un tiempo.

—No, mamá. El dormitorio de las niñas está ahí arriba. La tía Matty ha ofrecido su propio dormitorio. Sabes que Rachel Ashford está durmiendo en el viejo dormitorio de George. Me pareció poco apropiado pedirle que se fuera porque venía un extraño.

—No es un extraño. George y tu padre lo conocen desde hace años y espero que no sea un extraño para ti durante mucho más tiempo. —Sus ojos centellearon.

—Mamá, no te hagas ilusiones.

—Mis ilusiones serían mayores si Rachel Ashford no estuviera bajo el mismo techo. No te ofendas, querida, pero una comparación con ella no te conviene. Por eso confiaba en que la señorita Ashford se hubiera marchado a otro lugar antes de que llegáramos. ¿No puede alojarse en la posada durante unos días?

Se sintió herida y ofendida por su amiga.

Rachel salió de la biblioteca y Mercy se sintió mortificada al pensar que hubiera podido escuchar la conversación.

—No me importa en absoluto, señora Grove. Me ofrecí a marcharme, pero ya conoce a Mercy; fue demasiado amable como para aceptar. Empaquetaré mis cosas y me marcharé lo antes posible. Tendré que volver para supervisar la biblioteca, pero no saldré de esas dos habitaciones.

Su madre suspiró.

—En ese caso, no se preocupe, señorita Ashford. Si va a estar aquí igualmente, no tiene sentido que duerma en otra parte. Quédese. Intentaremos sacar lo mejor de la situación.

—Muy bien —afirmó Rachel, y volvió a la biblioteca.

—Gracias, mamá —la correspondió Mercy—. Ahora, ¿por qué no te reúnes con los hombres? Yo misma iré en cuanto hable con la señora Timmons.

—Está bien. No tardes.

Mercy mantuvo una sonrisa en su rostro mientras se alejaba. Sin embargo, cuando se encontró en la privacidad de la cocina, se detuvo y se recostó contra la encimera. Cerró los ojos y tomó una buena bocanada de aire, pidiéndole a Dios que le diera bondad, paciencia, autocontrol y todo lo que fuera necesario para superar aquella extraña visita sin deshonrar a sus padres ni ser poco hospitalaria con su invitado.

Poco después, los cuatro tomaban el té conversando sobre temas intranscendentes, como lo tedioso del viaje en carreteras polvorientas y las mejoras en las carreteras de pago. Después, el señor Basu se ofreció a enseñarle al señor Hollander su habitación. Los agotados viajeros contarían con una hora para descansar, lavarse y cambiarse antes de la cena.

Mercy también se alegró de la pausa y aprovechó para recuperar la compostura. También reunió a las niñas para pedirles que estuvieran especialmente calmadas y educadas durante los próximos días, acatando todo lo que la señorita Ashford y, por supuesto, su tía dijeran mientras ella estuviera ocupada con sus invitados.

Acababa de cerrar la puerta de su habitación cuando su madre llamó una vez y pasó sin esperar respuesta. Tras ella, el señor Basu cargaba con algunas cajas.

—Ahí, en la cama, por favor. —El criado depositó las cajas y se marchó rápidamente.

—Te he traído un nuevo vestido de paseo, un jubón y un sombrero. —Mantuvo la voz baja, ya que el señor Hollander estaba justamente al lado, en la habitación de Matilda.

—Gracias, mamá.

—Ahora, ponte algo bonito para la cena. ¿Qué te parece el vestido de noche de color rosa que mandé que te hicieran a medida? —Se acercó al armario y comenzó a abrir los cajones de los vestidos.

—Creo que ese es demasiado juvenil para mí.

—Tonterías.

—¿El de marfil, quizá?

—Oh, muy bien. Para esta noche… No queremos que parezca que estamos intentándolo con demasiada desesperación. Pero el rosa mañana. —La señora Grove miró por encima de su hombro—. ¿Dónde está tu doncella? Debería estar aquí ayudándote a cambiarte, ayudándonos a ambas.

—Seguramente esté ocupada ayudando a la señora Timmons y al señor Basu a preparar la cena. Sabes que tenemos muy poco servicio. Y no necesitamos más… normalmente.

Su madre suspiró.

—Sabía que tenía que haber traído conmigo a mi doncella, pero ya estábamos apretados en el carruaje con el señor Hollander, y Martine me habría dejado por la viuda de la casa de al lado si la hubiera obligado a ir en la silla exterior durante todo el camino desde Londres.

—Nos apañaremos —le aseguró.

Su madre la ayudó a vestirse y le cepilló el pelo. Mercy se sintió transportada a la infancia, cuando la peinaba. Entonces no eran tan distinguidos como para tener una doncella y, aunque su antigua criada solía atender a la señora Grove, esta siempre intentaba hacer «algo» con el pelo de Mercy antes de ir a la iglesia o a un evento social. Su cabello fino y liso no lo ponía fácil y su madre le había arrancado más de una vez mechones, impaciente por desenredarlo.

Ahí sentada, sintió un nudo en la garganta. Ni siquiera podía disfrutar de que alguien le peinara el cabello, ya que anticipaba un doloroso tirón o una crítica en cualquier momento. Se acurrucó en la silla hasta que volvió a ser aquella niña pequeña, una niña que evitaba la mirada de la mujer soltera que la miraba desde el espejo.