CAPÍTULO
13
Rachel caminó con desgana hasta la despensa para guardar la taza de té que había llevado a la biblioteca después del desayuno. Después se acercó hasta las ventanas del comedor y movió la cortina para mirar hacia fuera. Qué día tan gris. Llovía a rachas constantes. En la casa de enfrente, un vecino cerraba las contraventanas una a una, quejándose de la humedad. La señora Mennell pasó corriendo con una bolsa de pan del día anterior de los Craddock en una mano y un desvencijado paraguas en la otra. El hijo del carnicero cruzó a toda velocidad para entregar un pedido, con su gorra bien ceñida. En las casas cercanas, se fueron cerrando más y más ventanas y contraventanas. La calle se vació y permaneció en calma.
El único sonido que podía escucharse era el de la lluvia al caer y, desde el aula, la voz amortiguada de Mercy mientras recitaba la lección. Rachel suspiró. ¿Alguien frecuentaría la biblioteca en un día tan espantoso? Estaba a punto de darse la vuelta cuando un movimiento llamó su atención: una figura oscura apareció en el cruce de la calle Church con la carretera de Ebsbury. Una mujer cubierta con un manto negro caminaba al mismo ritmo constante que la lluvia, aparentemente indiferente y con calma. La capucha era grande y escondía su rostro en las sombras. Llevaba las manos enguantadas asidas a la cintura y cargaba con una especie de paquete bajo el brazo.
¿Quién es?, se preguntó Rachel mientras veía a la mujer pasar de largo y perderse de vista. Dejó caer la cortina y bajó por el pasillo hasta la biblioteca. Seguramente podía limpiar el polvo u organizar algunos libros. Si no, le pediría al señor Basu que encendiera el fuego y se acurrucaría en la butaca más cómoda a continuar leyendo Orgullo y prejuicio.
Cuando pasaba junto al salón principal en dirección a la biblioteca, oyó un golpe que provenía de fuera. ¿Había llamado alguien a la puerta? Creía que no había echado el cerrojo. Cruzó la habitación hasta llegar a la puerta, pero no había nadie esperando. A través de los cristales pudo ver a la mujer de negro desaparecer al torcer la esquina de Ivy Cottage. Pudo distinguir un velo de encaje sobre unos rizos rubios y una larga nariz. ¿Habría querido entrar en la biblioteca? Rachel abrió la puerta para llamar a la mujer e invitarla a que pasara, pero vio un paquete envuelto con papel encerado de color marrón sobre los adoquines. Sorprendida e intrigada, se agachó a recogerlo y lo llevó dentro.
Apartando su libro de contabilidad para evitar que se mojara, secó el paquete con un trapo limpio y arrancó el papel encerado, que había mantenido seco el contenido.
Un libro. Por supuesto. Rachel soltó un lamento. ¿Por qué la gente se empeñaba en donar libros sin permanecer el tiempo suficiente para recibir el crédito correspondiente? Recordando el consejo de Matilda, intentó sentirse agradecida, pero…
«Un momento…». Miró el lomo, confundida y sorprendida de nuevo. Abrió la cubierta y leyó la página del título para asegurarse. Sí. Ahí estaba; era el tomo desaparecido de El paraíso perdido. Un escalofrío recorrió su cuerpo. «No es más que la humedad —se dijo—, es la lluvia».
Fue en busca de Matilda Grove, que se enorgullecía de conocer a todos los habitantes de Ivy Hill. La encontró en la cocina, estirando una masa de galletas sobre una ancha tabla. En el fogón del rincón, la señora Timmons colaba una olla de sopa.
—¿Señorita Matty?
—¿Mmm? —Levantó la mirada del rodillo.
—Mire lo que acaba de llegar. —Levantó el ejemplar.
Matilda alargó la mano, pero se lo pensó mejor al ver su piel cubierta de harina y se acercó a observarlo de cerca.
—Es el primer tomo de El paraíso perdido y otras historias, de Milton —explicó Rachel—. El que faltaba en la colección de los Brockwell.
—¿Al final lo encontró sir Timothy?
—No, acaban de dejarlo en la puerta de la biblioteca ahora mismo.
—¿Con este tiempo? ¡Podrían haberse deteriorado!
—Estaba envuelto con papel encerado.
—¿Pudiste ver quién lo dejaba?
—No sé quién era. Vi a una mujer con un manto negro y una capucha muy grande. Solamente pude distinguir algunos rasgos de su rostro, pero no la reconocí.
La mujer detuvo su trabajo. Se formó un surco entre sus cejas.
—¿Viste de qué dirección venía?
—Del norte, creo. La vi caminar frente a la casa en la esquina y torcer en nuestra calle hacia arriba.
Matilda asintió con la mirada distante.
—Ah. —Abrió la boca para decir algo más, pero la cerró de nuevo tras caer en la cuenta de que estaba presente la señora Timmons. Alargó la mano hasta un molde y comenzó a marcar formas redondas en la masa.
—¿Quién crees que era? —insistió Rachel. ¿Estaba a punto de recibir otra lección sobre orgullo y sobre su obsesión con el crédito de las donaciones?
—Hay muchas granjas y casas de campo en esa dirección —respondió Matilda vagamente—. Es difícil saberlo.
—Vestía de negro… ¿Podría ser una viuda reciente?
—Oh, muchas mujeres visten con capas negras cuando hace mal tiempo. El color negro es muy práctico. Podría ser cualquiera.
—Apuesto a que se trataba de esa bruja —intervino la cocinera—. Es típico de ella andar a hurtadillas en un día como hoy, cuando es menos probable que la vean.
—¿Bruja? —Rachel parecía cada vez más confundida—. ¿De qué habla, señora Timmons?
—¿Nunca ha oído hablar de la bruja de Bramble Cottage? —preguntó la cocinera—. No, supongo que no, al haber crecido en Thornvale…
—¿A quién se refiere?
Matilda le hizo un gesto a la empleada.
—Solo está bromeando, Rachel. Estoy segura de que no diría algo tan desagradable de nadie.
La señora Timmons gruñó por lo bajo y volvió al trabajo. La señorita Ashford bajó la mirada hacia el libro, que aún estaba en sus manos.
—Entonces, supongo que es poco probable que este tomo pertenezca a la misma colección que los de los Brockwell.
Matilda le dirigió a la cocinera una mirada de advertencia.
—Milton era muy popular. Imagino que muchos compraron el primer volumen, pero no pudieron permitirse comprar el resto a medida que se publicaban.
—Seguramente estés en lo cierto, pero menuda coincidencia que haya sido donado casi a la vez que los de los Brockwell —concluyó Rachel.
Los ojos de la señorita Grove centellearon.
—Ciertamente, es una coincidencia.
La lluvia no amainó. Aquella noche podían verse relámpagos por la ventana de la habitación de Rachel y los truenos retumbaban como tambores en los muros de Ivy Cottage.
Estaba tendida en la cama intentando leer su novela. Distraída por los truenos, la dejó a un lado y optó por un número de La Belle Assemblée, donde hojeó las láminas sobre moda. Justo cuando iba a apartarlo también y a apagar la vela para dormir, la puerta se entreabrió, sobresaltándola.
—¿Señorita Rachel? —Distinguió la voz temblorosa y susurrante de Phoebe.
—¿Sí?
Allí estaban Phoebe y la pequeña Alice con sus largos camisones blancos.
—Vimos luz bajo su puerta. Todos los demás están dormidos, pero nosotras no podemos, ¿verdad, Alice?
La pequeña afirmó con la cabeza, solemnemente.
—¿Podemos quedarnos con usted un rato? Estamos asustadas. —Phoebe abrió mucho los ojos, suplicantes.
—Muy bien. —La mujer apartó la revista y dio unos golpecitos en la cama.
Las niñas se acercaron ansiosamente y cada una trepó por un lado. Las cubrió con la sábana.
—¿Nos cuenta una historia? —preguntó Phoebe.
—Mmm, ¿qué tipo de historia?
La mirada de Alice se posó en el gran cuadro de Rachel y Ellen de jóvenes, posando con su madre.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—La más pequeña soy yo y la otra niña es mi hermana, Ellen. La mujer que está a nuestro lado es mi madre.
—Mi madre murió —dijo Alice, tan bajito que Rachel apenas pudo entender lo que decía.
Agachó la cabeza hasta la altura de los ojos de la niña y murmuró:
—Lo sé, lo siento mucho. La mía también.
Alice le tomó la mano, y a Rachel se le enterneció el corazón con la pequeña, que raramente hablaba con nadie aparte de Mercy.
Un trueno hizo temblar los cristales y las niñas se acurrucaron más cerca de ella, que, por mucho que lo intentaba, no conseguía recordar ninguna historia alegre que contarles. La vela se extinguió y Alice dejó escapar un chillido. Rachel comenzó a hablar sin saber bien qué decirles, pero determinada a hacerles olvidar la tormenta.
—No recuerdo ninguna historia sobre hermanas, pero os contaré una sobre dos amigas. Érase una vez dos niñas que se llamaban lady Rose y lady… Joan. Crecieron la una cerca de la otra y eran las mejores amigas del mundo. Lady Joan era muy buena y amigable. Podía montar a caballo tan bien como cualquier hombre. Sabía disparar y bailar igual de bien. Además, era muy amable y se había hecho amiga de lady Rose, a pesar de que esta era algunos años menor.
»Cerca de ellas vivía un joven príncipe, en la casa más bonita y más grande del lugar. Su madre, la reina de hielo, no quería que hiciera amistades con los niños vecinos, pero el príncipe se escapaba para pasar tiempo con Joan. También era amable con Rose, pero la trataba como a una hermana pequeña. Todos sabían que sentía admiración por la mayor de ellas.
»Rose los seguía cuando caminaban hasta el pueblo o por los bosques, pero no sabía montar a caballo. De hecho, tenía un poco de miedo a los caballos, así que, cuando el príncipe y Joan salían a montar, dejaban a Rose en casa. Solía saludarlos con la mano hasta perderlos de vista. Temía que un día, al volver, estuvieran casados y ella perdiera a sus mejores amigos para siempre. Rose siempre había estado secretamente enamorada del príncipe, pero sabía que él amaba a Joan y que era probable que se casara con ella.
—¿Rose estaba enfadada con Joan? —preguntó Phoebe—. Porque el príncipe la prefería a ella…
—No, no estaba enfadada. Triste quizá. Pero los quería mucho a los dos y deseaba que fueran felices.
Rachel pensó un instante y después continuó:
—Cuando Rose se hizo mayor, se volvió un poco más alta y su figura y su complexión mejoraron. Su padre contrató a una doncella solamente para ella, que la ayudaba a elegir sus vestidos y sabía cómo arreglarle el pelo con peinados muy bonitos.
»Por fin, llegó el baile de presentación. Rose tenía un traje nuevo, confeccionado para la ocasión, un bonito vestido rosa. Se bañó en agua perfumada, se puso su vestido nuevo y la doncella rizó su pelo y colocó rosas en él con horquillas de color blanco. Cuando se miró en el espejo, sintió por primera vez en su vida que le devolvía la mirada una princesa. Se sentía hermosa, feliz, rebosante de entusiasmo por el baile que iba a celebrarse.
»Se deslizó escaleras abajo con una gran sonrisa en el rostro, anticipando las reacciones de sus amigos y de su familia ante el vestido nuevo, pero lo que no había adivinado era la reacción del príncipe. Estaba al pie de la escalera mientras ella descendía y la miró una y otra vez. Por un momento, pareció no reconocerla, pero entonces se le abrió la boca y sus ojos como platos no podían disimular la sorpresa. El príncipe ya no la miraba como a una niña pequeña ni como a una hermana, sino como a una mujer, a una hermosa mujer. ¡Rose sintió que volaba de la emoción!
»El príncipe le dijo que estaba hermosa y le pidió un baile. Bailaron juntos una y otra vez. Rose saltó y giró con los pasos de baile hasta que una de las rosas se desprendió de su pelo. El príncipe le preguntó si podía quedársela como recuerdo y la guardó en el bolsillo de su levita, cerca del corazón…
Notó un dolor punzante en el pecho. Tuvo que detenerse un instante y, tras respirar profundamente, continuó:
—El príncipe bailó con Joan y con otras señoritas por educación, pero aquella noche solo tuvo ojos para Rose. Ella no fue la única en notar un cambio en cómo la miraba y la trataba el príncipe. Joan también lo vio.
—¿Y se enfadó?
—No… no estoy segura.
Phoebe la miró de reojo.
—Pero es su historia.
—Sí, lo es…
Permaneció callada durante unos instantes, y Phoebe preguntó bruscamente:
—¿Se casó Rose con el príncipe?
—No.
—Entonces, se casó con Joan a pesar de todo.
—No, no se casó con nadie.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Phoebe suspiró.
—No es una historia demasiado buena…
—Sssh —interrumpió Alice a su amiga.
Rachel impuso un tono entusiasta en su voz.
—Pero tampoco es una historia triste en realidad. Rose era feliz en muchos aspectos. Tenía una bonita casa donde vivir y estaba rodeada de buenos y amables amigos.
Alice acarició la mano de Rachel y apoyó la cabeza en su hombro. Por un momento, la joven permaneció en silencio, con la mente y el estómago agitados. Contar aquella historia había hecho que reflexionara… ¿Había idealizado aquella noche de hacía tanto tiempo y la había convertido en una fantasía, en vez de recordarla como realmente fue? ¿Había creado su propia historia de La Cenicienta? Timothy no era un príncipe, ni ella una princesa; ambos eran seres humanos e imperfectos. Ya era hora de que continuara con su vida, antes de que fuera demasiado tarde.
Resonó un trueno y los cristales temblaron de nuevo.
—¿Os canto algo? Con un poco de suerte, se me dará mejor que contar cuentos.
Las niñas asintieron entusiasmadas. Se detuvo un instante a pensar. Después, se aclaró la garganta y cantó:
—«Ven, fuente de toda bendición, afina mi corazón para que cante tu gracia; las corrientes incesantes de misericordia llaman a entonar canciones de alabanza. Enséñame algunos sonetos melodiosos entonados por lenguas de fuego que nos cubren…». —Un relámpago iluminó la noche como si puntualizara las palabras—. «Alabado sea el monte, sobre él me hallo, el monte del amor redentor de Dios…».
Las niñas se quedaron dormidas rápidamente, Rachel permaneció pensativa cuando las últimas notas se habían apagado. Qué extraño que fuera aquel himno que su padre le cantaba de niña el que volviera a su memoria y a sus labios. Los últimos años de la vida de su padre habían sido difíciles para ambos, pero agradeció recordar mejores momentos de su pasado.
Volvió la cabeza para observar a una de las niñas que dormía y, después, a la otra. Sintió una alegría y una calidez inesperada. Nunca se hubiera imaginado viviendo allí, durmiendo en una cama prestada en Ivy Cottage y cantándoles a dos niñas que no eran suyas.
«No es en absoluto una historia triste».