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CAPÍTULO

11

Para celebrar la inauguración oficial de la biblioteca circulante, la señorita Matilda insistió en que sirvieran tarta. Rachel dudaba de si era sensato acercar una cobertura pegajosa a aquellos libros de cuero recubiertos de oro y tan elegantes, pero aceptó su oferta con gentileza.

Muchas de las integrantes de la Sociedad de Damas Té y Labores se presentaron en grupo para mostrarle su apoyo. Becky Morris, con los ojos centelleantes, le preguntó si tenía más novelas románticas como la que le había prestado a la señora Barton. Las demás mujeres se unieron a su petición, y Rachel temió que la competencia por leer El fugitivo del bosque terminara en pelea. Afortunadamente, Anna Kingsley apareció con algunos volúmenes de La visita nocturna y La abadía de Northanger y comenzó a ensalzar su carácter romántico.

La señora Klein le preguntó a Rachel si tenía varias copias de un mismo libro, de forma que algunas de ellas pudieran leerlo a la vez y reunirse después a comentarlo en la sala de lectura. Rachel recordó las copias de Waverley y se lo propuso a las mujeres.

Aunque las señoritas Cook habían acudido hacía unos días a suscribirse, Judith le preguntó si podía tomar prestado un libro sin su tarjeta de suscripción. Su hermana frunció el ceño.

—Creía que habías encontrado la tarjeta, Judy.

—Y así fue.

—¿La has perdido de nuevo?

—No la he perdido. La dejé en algún lugar especial que recuerdo… de vez en cuando. —Pestañeó con sus redondos ojos azules en dirección a la señorita Ashford—. Nunca he estado suscrita a nada. Estaba muy orgullosa de mi tarjeta… —Arrugó ligeramente las empolvadas mejillas.

—No se preocupe. Le daré un duplicado, señorita Cook.

La señora Barton se dio unos golpecitos en el corpiño.

—Guárdala en el corsé, Judy. Ahí es donde guardo yo mis objetos valiosos.

La señora Burlingame le dirigió una mirada repleta de malicia.

—No hay duda de que el señor Barton está de acuerdo con eso.

—¡Phyllis! —exclamaron las hermanas solteras, con los rostros encendidos.

La señorita Morris soltó una risotada.

—Discúlpenos, señorita Ashford. Y eso que hoy pretendíamos mantener la mejor de nuestras conductas…

Cuando las mujeres se marcharon, Rachel, cargando aún algunos libros, se dejó caer con alivio sobre el escritorio. Estaba agotada ¡y no eran ni las once!

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Tras la inauguración, las visitas a la biblioteca continuaron a un ritmo más pausado, lo que, para Rachel, que esperaba tener más suscriptores, constituyó un alivio y una preocupación.

Unos días después, abrió la biblioteca por la mañana como todos los días, desbloqueando el cerrojo de la puerta lateral y cambiando los periódicos diarios. La señorita Cook le había pedido los ejemplares de fechas pasadas para su jaula de pájaros.

Jane pasó por allí, tomó prestada una novela y se quedó un rato a charlar. Cuando su amiga se marchó, se acercó al comedor a por una taza de café. Al volver al escritorio, abrió diligentemente uno de los tomos históricos de su padre que se estaba obligando a leer. Al fin y al cabo, ¿cómo podría ser capaz de recomendar libros si no había explorado todos los géneros? Deslizó el dedo por la página para encontrar el lugar en el que había interrumpido la lectura, se animó a sí misma con un sorbo de café y continuó con el texto.

Su café se enfrió. Un mechón de pelo se le soltó cuando se inclinó más sobre el volumen, intentando desentrañar cada frase. Entonces se dibujó una sombra en la página. Se sobresaltó y levantó la cabeza rápidamente.

—Oh, sir Timothy, no le he oído entrar. —«Ha vuelto, tal y como dijo que haría», pensó.

Pudo ver una sombra de duda en sus ojos oscuros. Él se acercó y colocó el mechón rebelde detrás de la oreja de la mujer. Con el rostro encendido, Rachel cerró el libro.

—¿En qué… en qué puedo ayudarle?

Timothy bajó la mirada para leer el título y levantó una ceja.

—No sabía que estuviera usted interesada en la historia, señorita Ashford.

—Mi padre siempre dijo que la historia era importante, la de nuestro país y nuestra propia historia. —Las palabras «nuestra propia historia» retumbaron en su mente, colmadas accidental y repentinamente de insinuación.

—¿Y usted está de acuerdo? —La voz de Timothy era suave.

La joven sintió la garganta seca. Alargó la mano hasta su taza fría de café y tomó un sorbo. ¿Debía preguntarle sobre qué quería hablar con ella en su anterior visita?

—Este libro está lleno de datos muy útiles. ¿Sabía que el inventor holandés Cornelius van Drebbel construyó el primer submarino en 1620 con madera, cuero engrasado y vejigas de piel de cerdo?

Una sonrisa se dibujó en las hermosas facciones de sir Timothy.

—Estoy fascinado. De verdad. ¿Tiene algún otro libro que sea igual de apasionante?

—Sí —respondió ella con ironía—, la colección de mi padre cuenta con muchos otros igual de fascinantes.

—La sigo entonces. Por cierto, lamenté mucho perderme su inauguración, pero tenía asuntos que resolver. ¿Fue todo bien?

—Sí, muchas gracias. —La mirada atenta con que la observaba hizo que el pulso se le acelerara. Señaló hacia la sección de historia—. Bueno, por aquí.

Después de elegir un libro y de darle las gracias, Timothy se marchó y Rachel volvió a su lectura. Alguien llamó a la puerta lateral, pero no entró. Rachel se sorprendió al ver al mayordomo de los Brockwell junto a la puerta de cristal con el aire sombrío del empleado de una funeraria, vestido de negro de la cabeza a los pies. Le hizo un gesto para que entrara, pero o no lo vio o no hizo caso y llamó de nuevo con la punta de su paraguas.

Rachel se acercó a abrir la puerta.

—Hola, señor Carville.

—Señorita Ashford…

—Entre, por favor. De hecho, puede entrar sin llamar cuando la biblioteca esté abierta. Las señoritas Grove han cedido amablemente estas estancias y esta puerta para uso particular de la biblioteca.

—No tengo el hábito de entrar en la casa de alguien sin anunciarme.

—Ya veo. Bueno, bienvenido.

Le mostró el camino y entró vacilante. Cuando era una niña, Carville le había parecido una presencia amenazante, pero los años habían mitigado aquel efecto. Su cabello gris había disminuido y su complexión encorvada hacía que no fuera mucho más alto que ella. De cualquier forma, aún conservaba aquel aire serio y de autoridad que llevaba a Rachel a permanecer en guardia.

—¿En qué puedo ayudarle? —Juntó las manos y se dio cuenta de que estaban humedecidas por el sudor. Criado o no, la edad y la posición de Carville como trabajador para la familia más influyente del condado le daban un cierto estatus e infundían respeto.

Él permaneció quieto, con las manos venosas en la empuñadura de su paraguas, y observó la biblioteca. La mujer tragó saliva con un gesto nervioso. ¡Que el cielo la ayudara si tenía que recomendarle un libro que pudiera interesar a aquel hombre!

—Siéntase libre de echar un vistazo. ¿O está buscando algo en particular?

—Sí, buscaba algo en particular. Sir Timothy Brockwell mencionó que había donado algunos de los libros de su padre.

—Sí, fue muy amable por su parte.

—Quizá. Pero si me hubiera dicho con antelación lo que planeaba hacer, habría revisado los libros antes para asegurarme de que no se quedaran papeles o recuerdos importantes entre ellos.

—Yo no vi nada en la caja aparte de los libros, que ya he colocado en las estanterías, pero, si me concede unos minutos, podría reunirlos de nuevo para que los revisara usted mismo.

Pensó que quizá desecharía su oferta; en cambio, asintió con la cabeza y dijo que esperaría.

—¿Prefiere sentarse en la mesa? Puedo llevarle los libros ahí.

Asintió de nuevo con aire grave y se acercó a la mesa, pero no se sentó. Quizá no deseaba sentarse en presencia de una dama. Rachel recuperó el pesado diccionario y lo dejó frente a él. Después, llevó la poesía, los libros de política y las novelas. Finalmente, encontró los tres volúmenes de El paraíso perdido y otras historias de Milton.

El mayordomo le hizo un gesto para que se sentara y, cuando ella lo hizo, él se sentó también. Abrió cada uno de los libros y miró detenidamente en las guardas y en las páginas iniciales, como si buscara una inscripción o una dedicatoria. Después, hojeó el resto de las páginas.

Finalmente, aparentemente satisfecho, preguntó:

—¿Esto es todo?

—Casi todos. La señora Klein ya ha tomado prestado Waverley y me temo que falta el primer tomo de Milton.

—¿Falta? —Él frunció el ceño—. Sir Justin siempre fue muy cuidadoso con sus libros. Me pregunto si sir Timothy ha podido extraviarlo. Tendré que hablar con el servicio de Brockwell Court.

—Se lo mencioné a sir Timothy y se ofreció a preguntar a su familia y al ama de llaves por si alguien pudiera recordar haberlo tomado prestado o haberlo visto en otro lugar que no fuera su sitio.

—En otro lugar que no fuera su sitio… —repitió Carville, con los ojos entornados, pensando. Recorrió una cubierta de cuero con un dedo y, después, levantó la cabeza—. Ah.

Rachel lo observó con interés.

—¿Ha recordado dónde puede estar?

La miró como si hubiera percibido de pronto que ella estaba allí y apretó sus finos labios.

—Solamente estaba pensando. Sir Justin debió de prestárselo a… algún conocido. Después de su fallecimiento, el libro simplemente no fue devuelto. Era muy generoso.

—¿Lo era? Nunca lo conocí bien.

—Sí, tanto como lo ha sido su hijo con usted.

La miró de reojo y continuó:

—Seguramente sepa que donó una gran cantidad de carne de caza y otros alimentos durante años, sin olvidar que pagó los impuestos de Thornvale el año pasado, cuando su padre no podía.

Rachel lo miró sorprendida.

—No, no lo sabía.

—Quizá no debía habérselo mencionado. Por favor, no lo extienda. —El señor Carville se levantó—. Bueno, gracias, señorita Ashford. Visitaré a la señora Klein para que me enseñe el ejemplar de Waverley. Si el libro que falta aparece, se lo haré saber. ¿Puedo contar con que usted hará lo mismo?

—Por supuesto.

El hombre, ya entrado en años, se inclinó y se marchó. Ella observó cómo se alejaba, sintiéndose más confusa que cuando lo vio llegar.

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Aquella tarde, el señor Kingsley volvió para continuar su trabajo en la ampliada biblioteca. Rachel había subido al piso de arriba, por lo que fue Mercy quien lo saludó al llegar, antes de retirarse al salón situado al otro lado del pasillo para continuar con las gestiones de su campaña. Tenía la muñeca cansada después de escribir tantas cartas. Bajó la mirada hacia sus dedos cubiertos de tinta con un suspiro y comenzó otra solicitud.

Poco después, escuchó un gruñido de dolor y una voz que exclamaba:

—¡Rayos y centellas!

La maestra frunció el ceño. Aquello no sonaba bien. Se acercó a la puerta de la sala de estar y echó un vistazo al interior, no quería interrumpir en caso de que no hubiera ocurrido nada. Vio al señor Kingsley encorvado, en mangas de camisa y chaleco, sosteniéndose el brazo. Su levita descansaba en una silla cercana.

—¿Se encuentra bien? —Cruzó la habitación hasta llegar a él, recordándose a sí misma que tenía un hermano y que había visto a un hombre en mangas de camisa en muchas otras ocasiones.

—Lo estaré —respondió entre dientes—. Me he cortado. Maldito estúpido.

—Déjeme verlo. —Alargó la mano hacia su brazo, pero él lo apartó.

—No es necesario.

—Déjeme verlo —repitió ella, con voz autoritaria, en su tono de profesora.

Él cerró el puño, pero Mercy pudo ver sangre escurriéndose entre sus dedos.

—Deje que le vea la mano antes de que manche de sangre nuestra mejor alfombra.

Al oír aquello, el señor Kingsley hizo una mueca y extendió la mano hacia arriba y los dedos ahuecados y sangrantes. Un feo tajo cruzaba su palma.

—Venga conmigo. Dese prisa, intente que no gotee.

Él la siguió estoicamente a través del vestíbulo y por el pasillo que conducía hasta la cocina.

—Acérquese a la pila, por favor.

El hombre obedeció y ella empezó a doblarle la manga de la camisa.

—Será mejor que la suba antes de que se manche.

—Yo lo haré.

—No, llenará su camisa blanca de sangre. —Intentó no fijarse en su musculoso antebrazo, en su vello rubio y en su cálida piel. Después, dejó caer un jarro de agua sobre la herida para limpiar la sangre. El corte parecía dentado, pero no muy profundo.

—Puedo hacerlo yo. —Intentó quitarle la jarra de las manos, pero ella lo evitó.

—Quédese aquí. —Volvió al cabo de un momento con un tarro de pomada y vendas—. No creo que necesite un cirujano.

—Claro que no, solamente es un corte.

—Pero no es un corte limpio.

—Maldita sierra.

Mercy tomó su gran mano entre las suyas e inspeccionó la herida de cerca. Su determinación flaqueó cuando cayó en la cuenta de que estaba sosteniendo la mano de un hombre. Dio un respingo tembloroso y se esforzó por mantener la concentración. Envolvió y sujetó la parte herida con las vendas lo mejor que pudo, aunque se frustró al ver que sus propias manos no estaban tan seguras y firmes como de costumbre.

—Ya está. Esto debería bastar. Deberá cambiar la venda a menudo hasta que la herida deje de sangrar. ¿Tiene suficientes en casa o quiere llevarse estas?

—Tengo todo lo que necesito.

Mercy levantó la vista, desconcertada al ver que no miraba la mano vendada, sino a ella.

—Gracias, señorita Grove.

—No hay de qué, señor Kingsley.

Mientras se alejaba, se repitió para sí: «No hay de qué, Mercy Grove. El señor Kingsley no va a darle más importancia».

Sin embargo, sí pensó en ello un poco más durante la noche.

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La tarde siguiente, mientras Rachel descansaba junto a las señoritas Grove en el salón, el vicario y su esposa visitaron Ivy Cottage, aunque no se quedaron mucho. Solamente fueron a hacerle saber a Matilda que su vieja amiga, la señora Thomas, había fallecido aquella noche mientras dormía.

Matilda les dio las gracias al señor y la señora Paley por avisarla y prometió ayudar con el convite funerario y cualquier otra cosa que se necesitara. Rachel observó con preocupación la expresión de Matty y Mercy apretó la mano de su tía con cariño.

La mujer les devolvió a ambas una sonrisa alentadora.

—No os preocupéis por mí, queridas. Estoy triste, por supuesto, pero no desesperada. Marion Thomas es… era una mujer de fe que anhelaba la eternidad en el cielo. Eso me reconforta. —Suspiró—. Y teniendo en cuenta el estado de su mente durante los últimos meses, su fallecimiento es una bendición, aunque estoy segura de que ha sido una difícil pérdida para su esposo.

Rachel dirigió su mirada a Mercy, pensando en cómo afectaría aquella noticia a su amiga y a la pequeña Alice.

—Al menos su fallecimiento no es una sorpresa. El señor Thomas suponía que a su esposa no le quedaba mucho tiempo. Por eso quiso dejar todos sus asuntos en orden —dijo Mercy.

La señorita Ashford asintió, coincidiendo con su amiga.

Más tarde, Matilda fue a casa de la fallecida para su turno en la vigilia. Había temido que el señor Thomas no permitiera que entrara nadie, salvo el enterrador y sus asistentes funerarios, pero el cristalero acató la costumbre y las mujeres de Ivy Hill se reunieron en torno a aquel hombre y llevaron consigo comida, oraciones y compañía.

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La mañana del entierro, Matilda acudió pronto a casa de los Thomas a preparar la comida que los dolientes compartirían tras el funeral.

Rachel y Mercy permanecieron junto a la ventana; la maestra sujetaba la mano de Alice mientras el cortejo fúnebre pasaba frente a Ivy Cottage de camino al cementerio. Los portadores del féretro caminaban lentamente. Otros hombres los seguían con expresión sombría y cintas negras alrededor de sus sombreros. Entre ellos, Rachel pudo distinguir a sir Timothy, el señor Fothergill y algunos conocidos más.

Después, Alice subió con las demás alumnas. Rachel la vio marchar.

—¿Se lo has contado? ¿Sabía que era su bisabuela?

Mercy negó con la cabeza.

—Me pareció extraño contárselo cuando nunca ha llegado a conocerla, aunque sí que reconoció al señor Thomas como el hombre que la trajo a Ivy Cottage.

—Toda esta situación es un poco extraña.

—Estoy de acuerdo.

Rachel volvió a la biblioteca. Oyó las campanas de la iglesia doblando en un repiqueteo, señal de que el entierro había terminado.

Timothy Brockwell apareció en la biblioteca poco después, inclinando su sombrero al entrar.

—Buenos días, señorita Ashford.

Sir Timothy, le vi caminar en el cortejo. ¿Cómo fue el funeral?

—Apropiadamente sombrío y esperanzador a la vez. El vicario pronunció un sermón excelente.

—Estoy segura de que así fue. —Recordó las reconfortantes palabras del señor Paley tras el fallecimiento de su padre—. ¿Conocía usted a la señora Thomas?

—No personalmente, aunque intento asistir a todos los funerales del condado siempre que me es posible. Para presentar mis respetos.

—Es una gran idea. ¿Su padre lo hacía también?

Él se encogió de hombros.

—Asistía a algunos, me parece. Eso me recuerda que pregunté a mi familia acerca de aquel libro y, aunque el ama de llaves me ayudó a buscar, no encontramos el tomo perdido de Milton.

—Gracias por intentarlo. Por cierto, Carville vino hace unos días y pidió revisar los libros que usted trajo. Quería asegurarse de que ningún papel u objeto valioso se hubiera quedado accidentalmente dentro de ellos.

Timothy asintió.

—Le mencioné que los había donado y fue como si hubiera regalado las joyas de la familia. ¿Encontró algo?

—No.

—Menos mal, el hombre me habría regañado como si fuera aún un adolescente de comportamiento reprochable.

Rachel dudaba que Timothy Brockwell se hubiera comportado mal alguna vez en su vida. Pensó en aquello que había comentado Carville acerca de los impuestos y la comida y se sintió tan agradecida como avergonzada al darse cuenta de que habían sido destinatarios de la beneficencia de sir Timothy. Al recordar la petición de Carville, decidió no mencionarlo.

Rachel se aproximó.

—Bueno, guardaré el resto de la colección por ahora. Espero que el primer volumen aparezca.

Él asintió de nuevo, pero no hizo ademán alguno de marcharse. Con los nervios a flor de piel, ella le preguntó:

—¿Necesita… algo más?

—Señorita Ashford, sabe que yo siempre… —Se detuvo y dirigió su mirada a la cinta negra que colgaba de su sombrero, como recordando el acontecimiento con solemnidad—. Olvídelo. Eso es todo por ahora. Le deseo que tenga un buen día. —Se inclinó y se marchó.

«Oh, Timothy», pensó Rachel con melancolía. Aquel joven era experto en reprimirse. Era un verdadero caballero inglés, reservado y fiel seguidor de aquello que dijo Shakespeare: «La mejor parte del valor es la discreción».

A solas de nuevo, ondeó en su memoria un lazo sedoso…


Timothy llevaba unos días fuera asistiendo a las sesiones trimestrales con su padre. Rachel visitó Brockwell Court para pasar la tarde con Justina, que se sentía sola sin su hermano.

Estaban fuera jugando al bádminton cuando Timothy volvió a casa un día antes de lo esperado. Salió de los establos y se acercó a ellas rápidamente con una sonrisa en la cara.

—Rachel, qué agradable sorpresa.

—Justina me pidió que la visitara mientras estaba fuera. Espero que no le importe.

—Por supuesto que no.

Justina lanzó su raqueta al suelo y corrió hacia él.

—¡Tim! No te esperábamos hasta mañana.

Él acarició el cabello de su hermana.

—Mi padre me ha pedido que regrese antes. Él volverá mañana por la noche.

—¡Adivina! —Justina se agarró a su brazo—. ¡He ganado dos veces a Rachel!

—Me temo que es verdad. Su hermana es muy hábil con la raqueta. Es obvio que ha jugado mucho con su hermano mayor.

—Sí, Justina me pide muy a menudo que juguemos y a mí me gusta complacerla.

—¿Puedes jugar ahora, Timothy? —rogó la niña.

—Ahora no, pequeña. Necesito saber qué tal está todo en casa, pero quizá podríamos llevar antes a la señorita Ashford a su casa en el carruaje.

—¡Oh, sí! ¡Hagámoslo! —Justina se volvió hacia Rachel—. Mi hermano ha prometido enseñarme a conducirlo cuando sea lo suficientemente mayor. Me «muero» por conducir. Tendré la mano dura con su excelente pareja de caballos. ¡Lo sé!

Timothy levantó las cejas.

—Parece ser que alguien ha pasado mucho tiempo con su hermano Richard. —Él y Rachel intercambiaron una sonrisa.

Poco después, los tres iban en el carruaje y Timothy conducía. Al principio, puso a los caballos a un trote ligero, pero Justina le suplicó:

—¡Más rápido! ¡Más rápido!

Con una mirada de disculpa hacia Rachel, instigó a los caballos para que aceleraran el ritmo, y el carruaje giró bruscamente en la esquina. Justina se tambaleó hacia los lados, chillando divertida, y la señorita Ashford tuvo que sujetar su sombrero.

Cuando subían por calle High, Rachel se sorprendió al ver a Jane Fairmont a la puerta de Bell Inn, hablando con el apuesto posadero que habían conocido en Bath. Jane vivía cerca de Wishford y raramente iba a Ivy Hill, a no ser que fuera en compañía de Mercy, Timothy o ella misma.

Siguiendo su mirada, Timothy echó un vistazo por encima de su hombro y volvió rápidamente la vista, con una expresión de vergüenza o, incluso, de culpa. Sin embargo, cuando vio que Rachel lo estaba mirando, logró recomponer una sonrisa tranquilizadora.

Unos instantes después, llegaron a Thornvale. Timothy cedió las riendas a su hermana, que se llenó de felicidad, y ayudó a Rachel a bajar del carruaje. En silencio, la acompañó camino arriba. Rachel temió que ver a Jane hubiera engendrado dudas en él. En cambio, cuando llegaron a la puerta, se volvió hacia ella con una sonrisa esperanzadora.

—¿Quiere que tengamos la primera de nuestras lecciones de equitación pronto?

—Sí, por favor.

—Digamos… ¿pasado mañana a las diez en punto?

Rachel asintió.

—Esperaré impaciente.

Él le apretó la mano, mirándola a los ojos con intensidad.

—Yo también.

Sin embargo, la clase planeada no había sido en absoluto como ella esperaba; más bien, se convirtió en una dura lección personal.