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CAPÍTULO

1

Septiembre de 1820

Ivy Hill, condado de Wilts, Inglaterra

Rachel Ashford estaba a punto de llevarse las manos a la cabeza. Su educación privada con una institutriz no la había preparado para aquello. De pie, en el aula de Ivy Cottage, hizo una pausa en su discurso para observar a sus alumnas. Fanny cuchicheaba con Mabel, Phoebe jugaba con las puntas de su cabello trenzado, la pequeña Alice miraba por la ventana y Sukey leía una novela. Solamente la alumna de más edad, Anna, le prestaba atención, a pesar de ser la más educada de entre ellas y, por tanto, la que menos necesitaba sus lecciones. Siempre que Mercy impartía la clase, las niñas se sentaban con una postura perfecta y parecían asimilar cada una de sus palabras.

Estaba tentada de levantar la voz, pero respiró hondo y continuó como si no ocurriera nada.

—Siempre debéis llevar guantes en la calle, en la iglesia y en eventos formales, excepto cuando estéis comiendo. Siempre debéis aceptar con gentileza lo que os ofrezca un caballero. Nunca debéis hablar en voz muy alta o de forma grosera y…

—¡Pues es la única voz que tengo! —protestó Fanny.

Algunas de sus compañeras soltaron una risita nerviosa.

—Niñas, por favor, tratad de recordar que la risa escandalosa no es aceptable en reuniones sociales. Una dama siempre debe hablar y moverse con elegancia y buenos modales.

—Bueno, ahora no estoy en una reunión social —replicó Fanny—. Estoy con vosotras.

La profesora se mordió el labio e insistió:

—La vulgaridad es inaceptable en cualquiera de sus formas y debe reprimirse siempre.

—Entonces no se acerque a la cocina cuando el carnicero haya cobrado de más a la señora Timmons. Oirá tantas vulgaridades que se sonrojará, señorita Ashford.

Rachel suspiró. No estaba consiguiendo nada. Alargó la mano hacia su escritorio para alcanzar El espejo de la elegancia.

—Si no vais a escucharme a mí, prestad atención a lo que dice esta célebre autora. —Leyó el subtítulo—: «Consejos para mujeres sobre vestimenta, educación y buenas maneras».

—Vaya rollo —farfulló Fanny.

La señorita Ashford hizo caso omiso a la queja de la niña, abrió el libro por un pasaje marcado y leyó en voz alta:

—«La familiaridad actual presente entre los sexos es perjudicial tanto para la delicadeza como para el interés de las mujeres. La mujer es ahora tratada por los hombres con una libertad comparable a los objetos más vulgares y comunes de su entretenimiento…».

La puerta chirrió al abrirse y Rachel se volvió esperando ver a Mercy. Pero quien se encontraba en el umbral era Matilda Grove con una divertida expresión en la mirada. Tras ella estaba Nicholas Ashford con un visible gesto de incomodidad.

Rachel pestañeó, sorprendida.

—Señorita Matilda, las niñas y yo tratábamos de… aprender… una lección sobre conducta.

—Eso me parecía. Por eso le pedí al señor Ashford que subiera conmigo. ¿Qué mejor manera de instruir sobre el comportamiento apropiado entre sexos que con una demostración? Un método mucho más interesante que a través de un simple texto.

—¡Eso, eso! —intervino Fanny.

Nicholas Ashford se aclaró la garganta:

—Me dieron a entender que necesitaba ayuda, señorita Ashford. De otra manera jamás me habría atrevido a interrumpirla.

—Es… es usted muy amable por ofrecerse, pero no creo…

—«Siempre debéis aceptar con gentileza lo que os ofrezca un caballero» —recitó Mabel como un loro, repitiendo las palabras de la profesora.

Después de todo, sí que había estado escuchando la lección. Rachel se sonrojó.

—Muy bien, pero solamente si está seguro de que no será una molestia para usted, señor Ashford.

—Por supuesto que no.

La señorita Matilda abrió del todo la puerta y le hizo un gesto al hombre para que pasara delante de ella. El desgarbado joven entró en el aula con dos largas zancadas. Las niñas comenzaron a murmurar y a agitarse. Rachel intentó en vano hacerlas callar.

Él se detuvo, hizo una reverencia, con un bucle de su pelo castaño cayendo sobre los rasgos infantiles de la cara, y saludó:

—Buenos días, señorita Ashford. Señoritas…

La joven se sintió más cohibida que nunca con él allí, testigo de su ineptitud.

—¿Por qué no hacemos una demostración del comportamiento debido e indebido que describe el libro? —sugirió la señorita Grove—. Primero, déjeme que le presente. Para vuestra información, niñas, no debéis dar vuestro nombre a cualquiera que pase, sino que debéis esperar a que un familiar o un amigo de confianza os presente.

—¿Por qué? —intervino Phoebe.

—Para protegeros de personas despreciables y de la influencia de malas compañías. Veamos. Siempre he disfrutado con el teatro, aunque como actriz jamás alcanzaré la gracia de su querido y difunto padre, señorita Rachel. —Matilda levantó un dedo—. Ya sé. Haré el papel de un gran personaje, como… Lady Catherine de Bourgh, de Orgullo y prejuicio, una novela maravillosa. ¿La ha leído?

La profesora negó con la cabeza.

—Oh, debe leerla. Es muy entretenida e instructiva.

—Me temo que no soy muy devota de los libros.

La boca de Matilda se contrajo en una larga «o» y dirigió una elocuente mirada a las alumnas.

—Es decir —se apresuró a matizar la joven—, estoy segura de que los libros son de extrema utilidad, especialmente en el proceso de aprendizaje. Yo misma leí muchos en mis años como alumna. Además, mi padre los adoraba.

Matty Grove asintió con la cabeza.

—Muy cierto. Sigamos. Por ahora, dejemos de lado el rango y la presentaré como una igual en términos sociales —comenzó, con un deje digno de la realeza—. Señorita Ashford, permítame presentarle a mi amigo, el señor Ashford. Señor Ashford, la señorita Rachel Ashford.

Sukey murmuró:

—Eso son muchos Ashford.

—¿Cómo se encuentra, señor? —respondió Rachel con una inclinación.

Nicholas repitió la reverencia.

—Señorita Ashford, es un placer conocerla.

—Excelente —prosiguió Matilda—. Pasemos ahora a cómo actuar frente a caballeros impertinentes. —Entonces alargó la mano hasta el libro de Rachel, lo hojeó y leyó en voz alta—: «Ya no es común ver la inclinación de cortesía o la mirada atenta y educada cuando un caballero se acerca a una dama, sino que correrá hasta ella, le tomará la mano y la sacudirá con vigor, haciendo algunas preguntas sin mostrar el más mínimo interés en sus respuestas. Después, desaparecerá antes de que ella pueda responder». —Levantó la mirada hacia Nicholas y sugirió—: ¿Podría escenificar esto?, ¿cómo «no» aproximarse a una dama?

El hombre hizo un gesto de desagrado.

—Yo nunca…

—Creo que no ocurrirá nada por representarlo en esta ocasión, señor Ashford. Al fin y al cabo, es en aras de la educación de las niñas —respondió Matilda en tono inocente, aunque Rachel pudo distinguir un destello de diversión en sus ojos.

—Ah, en ese caso… De acuerdo.

Retrocedió unos pasos y se acercó a Rachel en dos largas zancadas, agarrándole la mano y sacudiéndola enérgicamente.

—No hay duda, señorita Ashford, de que hace un bonito día. Goza de buena salud, ¿no es así? Bueno, espero que tengamos la oportunidad de vernos de nuevo muy pronto. Adiós.

Entonces dio media vuelta y salió a grandes zancadas por la puerta.

Las niñas empezaron a reírse entusiasmadas y aplaudieron. Él volvió al aula absolutamente ruborizado y miró a Rachel con incertidumbre, a lo que ella respondió con una sonrisa de apoyo.

Matilda agitó la cabeza fingiendo desaprobación.

—¡Qué familiaridad más impactante! En casos como este, la fría cortesía es el arma más eficaz para poner a estos vulgares borregos en su sitio.

—¿Borregos? —repitió Mabel—. Señor Ashford, ¡le ha llamado borrego!

—Me han llamado cosas peores.

—Ahora, repitamos la misma escena. Sin embargo, señorita Ashford, ¿puede responder esta vez de la manera apropiada?

De nuevo, Nicholas Ashford avanzó hasta ella y le sujetó la mano entre las suyas. Rachel observó a aquel hombre alto. Creyó ver una cálida admiración en su mirada, con la que recorrió sus ojos, su nariz, sus mejillas…

Cuando vio que la señorita Ashford no hacía ademán de rechazarlo, Matty recurrió al libro:

—«Cuando un hombre que no tenga el privilegio de la amistad o del parentesco intente tomar su mano, deberá retirarla inmediatamente con un aire de disgusto tan marcado que haga que este no repita el gesto de nuevo».

Matilda dejó de leer y Rachel sintió sobre ella su mirada, expectante, pero no fue capaz de retirar la mano de entre las de él; no cuando se había ofrecido a casarse con ella, no en público. Le parecía un gesto muy desconsiderado.

—¿Es aceptable dejar que un hombre tome tu mano? —murmuró ilusionada Anna Kingsley, de diecisiete años.

La señorita Grove retiró su atención de la pareja, nada cooperativa, y respondió:

—Bueno, sí. Pero debes recordar, Anna, que este contacto, un apretón de manos, es el único signo externo que una mujer puede conceder para demostrar su consideración. Por tanto, debe reservar estos gestos para un hombre a quien tenga en alta estima.

Tras otro vistazo hacia la pareja, que seguía inmóvil, Matilda cerró el libro y se aclaró la garganta.

—Bueno, niñas. ¿Qué os parece si terminamos un poco antes y salimos al recreo? No le importará que suspendamos su lección por hoy, ¿verdad, señorita Ashford? No, no le importa. Está bien, chicas; todas fuera.

Rachel desvió su mirada del señor Ashford en el momento justo para ver el gesto divertido de Matilda mientras salía con las alumnas. Su compañero de escena aún no le había soltado la mano. Cuando la puerta se cerró tras las niñas, soltó una risita ahogada y separó con suavidad la mano.

—Al parecer, la lección ha terminado.

—¿Cree que les ha sido de utilidad? —preguntó él.

«¿De utilidad?, ¿para qué?», pensó, pero respondió con aire despreocupado:

—Quién sabe… Tal vez más que mis pobres intentos de enseñarles cualquier cosa… —Se acercó al escritorio y tiró sus notas a la papelera—. No tengo talento para enseñar. Tengo que encontrar otra manera de ayudar aquí o buscar otra forma de ganarme la vida.

Él la siguió hasta la mesa.

—No debería preocuparse por mantenerse a sí misma, señorita Ashford. No habrá olvidado mi oferta, ¿verdad?

—No, no la he olvidado. Gracias. —Tragó saliva y cambió de tema—. ¿Le apetecería… dar un paseo, señor Ashford? Antes mencionó que hacía un bonito día.

—Oh, claro, si así lo desea…

¿Quería que la vieran caminando junto a Nicholas Ashford? No quería alimentar los inevitables rumores, pero no estaba preparada para permanecer a solas con él —ni con su oferta— en privado.

Tomó su sombrero y caminó escaleras abajo. Cuando alcanzaron la puerta principal, Nicholas la abrió y la invitó a salir. «¿Hacia dónde? Será mejor que no vayamos hacia la panadería o hacia Brockwell Court: esos lugares siempre están plagados de chismosos», decidió. Entonces señaló hacia el lado contrario.

—¿Caminamos en esa dirección?

Él asintió y descendieron por la carretera de Ebsbury, dejando atrás el asilo.

Rachel respiró hondo para armarse de valor. Pronto llegarían a Thornvale, a su bonita y querida Thornvale. Cuando alcanzaron la verja principal, dirigió la mirada a la elegante casa de ladrillo rojo, con su puerta verde. Qué años tan felices había pasado en aquel lugar con su hermana y sus padres antes de que llegaran los problemas. También había comenzado allí su breve noviazgo con Timothy Brockwell, que acabó demasiado rápido. Cuando su padre falleció, Nicholas Ashford —su heredero y primo lejano— había pasado a ser el propietario de la casa. Ahora, él vivía allí con su madre.

Si contraía matrimonio con él, podría abandonar su actual vida de joven empobrecida y volver a su casa. ¿Debía hacerlo? Él no la estaría esperando siempre.

La voz de Nicholas interrumpió sus pensamientos:

—¿Deberíamos girar aquí?

—¿Mmm? Ah, sí, sí.

Desembocaron en la amplia calle High y dejaron atrás el banco, así como algunas casas; la botica del señor Fothergill, en cuyo escaparate podían verse coloridas botellas de medicinas sin prescripción; la carnicería, con grandes piezas de carne y aves de corral colgadas en el umbral; y la verdulería, plagada de cajas de productos agrícolas.

Nicholas señaló hacia la tienda de Prater, que hacía las veces de oficina de correos.

—¿Le importa si nos detenemos un momento ahí? Necesito enviar una cosa.

Rachel asintió y añadió que esperaría fuera; debía evitar como fuera a la chismosa señora Prater. Hubo un tiempo en que la ácida esposa del dueño del establecimiento había tenido una actitud servil hacia ella, pero aquello había sido antes de la debacle económica que sufrió su padre.

Mientras esperaba, dirigió la mirada hacia Bell Inn, valorando si tenía tiempo de entrar un instante a saludar a Jane antes de que Nicholas saliera. Pero en aquel momento traspasaron el arco de la posada dos personas a caballo, Jane Bell y sir Timothy Brockwell. Sintió un vuelco en el estómago al verlos.

Los jinetes no repararon en ella y continuaron hablando animadamente mientras dirigían sus monturas hacia la carretera de Wishford. Ambos vestían con elegancia; Jane llevaba un increíble traje de montar de color azul pavo real. Juntos componían la imagen de la pareja perfecta.

Rachel se retrotrajo a su juventud. Jane, Timothy, Mercy y ella provenían de las familias más influyentes de la zona. Ellos tres eran de edades similares; ella tenía algunos años menos. Creyéndola demasiado joven para seguirlos, a menudo la dejaban de lado en alguna aventura, especialmente Jane y Timothy, más activos y atléticos que ella y Mercy Grove, que era un ratón de biblioteca.

Ahí de pie, en la calle High, sintió que tenía doce años de nuevo y que volvía a ser aquella niña regordeta que veía desde la distancia a los adultos cabalgar juntos.

La puerta de la tienda se abrió y Rachel se volvió hacia ella. Nicholas señaló hacia los jinetes con la mirada.

—¿Quién está junto a sir Timothy?

—Mi amiga Jane Bell.

Como si hubiera sentido el escrutinio, sir Timothy echó un vistazo por encima del hombro, pero no sonrió ni saludó.

Nicholas se volvió hacia ella y observó su expresión.

—¿Nunca se ha casado ese hombre?

Ella negó con la cabeza, pero no respondió.

—Me pregunto por qué…

«Yo también», pensó Rachel, pero se limitó a encogerse de hombros.

—¿Alguna vez ha cortejado a alguien?

—Hace años que no, que yo sepa.

—Pero ¿él es… amigo suyo?

—Es amigo de la familia, sí. Pero eso no significa que me confíe asuntos de índole personal.

El señor Ashford se volvió de nuevo hacia los jinetes mientras desaparecían colina abajo.

—Debe de ser el soltero de oro. Es un buen partido.

—Sí, lo sería —respondió Rachel, con sinceridad—. Para la mujer adecuada.

Hubo un tiempo en que pensó que ella podría ser aquella mujer, pero eso había sido ocho años atrás. Respiró hondo. Ya era hora de perdonar, olvidar y seguir adelante.

Hizo un gesto hacia la calle, en dirección a Potters Lane.

—¿Continuamos?

Durante un instante, él le sostuvo la mirada fijamente y una cierta tensión se instaló entre ellos.

—Sí, me encantaría.

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Jane Bell inhaló profundamente el fragante aire otoñal: manzanas y moras, heno y avena secándose al sol. Las verdes hojas de los castaños y de la maleza empezaban a tornarse amarillentas, lo que hacía destacar los colores de las flores y de las frutas maduras que aún perduraban. Mientras cabalgaba a través del campo, llamó su atención un jilguero que comía de las vainas abiertas de los cardos; en la distancia, distinguió a unos trabajadores que cosechaban avena.

Ella y Timothy conversaban animadamente mientras recorrían al trote la carretera de Wishford. Con el nuevo traje de montar que había comprado, se sentía más hermosa que en mucho tiempo. Sir Timothy vestía con elegancia, como siempre, con levita, pantalones de cuero y botas de arpillera.

Contuvieron a los caballos y continuaron al paso. El hombre volvió la mirada hacia ella.

—¿El traje es nuevo?

—Sí, sí que lo es.

—Me gusta. Parecías un cuervo embarrado en aquel traje antiguo y marrón.

Ella fingió exasperarse.

—¡Muchas gracias por nada, señor! Es muy poco galante por su parte.

Estaba contenta ante aquella confianza para bromear con ella. Hacía que se sintiera más cerca de él, del Timothy de siempre, de su amigo de la infancia.

Él sonrió.

—Me alegro de que podamos montar juntos de vez en cuando. Lo echaba de menos.

—Yo también. ¿Con quién salías a montar todos los años en que nosotros… no lo hicimos?

—Normalmente, yo solo. Algunas veces me acompaña el administrador de la hacienda y juntos echamos un vistazo a los campos. Otras veces, salgo con Richard, aunque cada vez viene menos a casa.

Jane no había visto a Richard, el hermano de Timothy, en años.

—¿Nunca con amigos?

Él sacudió la cabeza.

—Si lo piensas, en Ivy Hill escasean hombres de mi edad.

—Nunca me lo había planteado… Yo tenía a Mercy y a Rachel, pero tú tenías pocos amigos cercanos.

—No necesitaba más amigos. —La miró de soslayo—. Te tenía a ti.

Ambos se miraron, hasta que Jane sintió un dolor punzante en el pecho. Él le quitó hierro al asunto con una sonrisa burlona.

—Oh, no sientas pena por mí. Horace Bingley no vivía lejos de aquí, pero tenía suficiente con verlo en la escuela.

—¿Sentir pena por el dueño de las tierras del condado? —respondió Jane, burlona—. Difícilmente.

Aunque sí sentía un poco de pena. Su vida, su familia y sus responsabilidades no habían sido siempre fáciles de llevar. Él bajó la mirada y preguntó:

—¿Alguna vez saliste a montar con el señor Bell? Si así fue, nunca os vi.

Lo miró sorprendida. Casi nunca hablaba de John.

—No, mi padre vendió a Hermione durante mi viaje de bodas. Además, John siempre estuvo muy ocupado con la posada.

—Entonces me alegro de que tengas a Athena ahora. Se adapta muy bien a ti.

Jane acarició el brillante lomo de su yegua.

—Sí, me siento muy agradecida de tenerla.

Recordó que había sido Gabriel Locke quien le había regalado a Athena. Sus robustas y hermosas facciones resplandecieron en su memoria, igual que el tacto de las fuertes y callosas manos sujetando las suyas.

Timothy volvió la mirada hacia ella de nuevo.

—Es bueno ver que ya no estás de luto, Jane. ¿Has podido superar… lo peor del duelo?

«Sí, lo he superado. Al menos en lo concerniente a John», pensó.

—¿Crees que volverás a casarte? —continuó él.

Tosió al escuchar la pregunta.

—Polvo —susurró, pero sabía que no podría engañarlo. Tragó saliva y respondió—: No lo sé. Quizá con el tiempo.

El semblante del hombre se deshizo en un gesto de derrota.

—Dime la verdad, Jane. ¿Te casaste con el señor Bell porque querías o porque yo te decepcioné?

Ella respiró hondo y detuvo su caballo. Timothy nunca había abordado el tema tan directamente. Él tiró de las riendas, se situó cerca de ella y prosiguió:

—Si no hubiera dudado. Si no me hubiera…

—¿Enamorado de otra persona? —completó ella.

Él pareció derrotado de nuevo, pero no confirmó ni negó. Tampoco hacía falta. En el baile de presentación de Rachel Ashford, Timothy había mirado hacia la joven con una admiración más intensa de la que demostraba sentir por ella misma. Entonces él empezó a tratar a la chica con formalidad, casi como a una extraña —una intrigante y hermosa extraña—, y había sido doloroso presenciarlo. Sabía que Timothy se sentía atado a ella y, por eso, había dudado si dar importancia a aquella atracción. Pero no quería que él la eligiera porque era lo que debía hacer, por lealtad o por las expectativas de los demás. ¿Qué mujer habría querido eso? Tal vez, si John Bell no hubiera luchado por ganar su atención con tanta determinación, ella no habría notado la cálida devoción que faltaba en los ojos de Timothy.

—No puedo negar que los acontecimientos influyeron en mi disposición a ser cortejada por John. —Dirigió su mirada hacia él—. Timothy, ¿por qué no te has casado nunca? Yo elegí a otra persona. Eras libre de casarte con quien quisieras.

—¿Libre? No. Tú sabes por qué no me he casado.

Vio angustia en sus ojos y sintió compasión por él. Entonces comprendió que se refería a algo más que a su obligación hacia ella: las altas expectativas de su familia.

—Sabes cuánto significabas para mí, ¿verdad, Timothy? —respondió con suavidad—. Y lo agradecida que estoy por haber recuperado nuestra amistad.

—Yo también valoro nuestra amistad, Jane. Precisamente por eso necesito preguntarte esto. No estás esperando… nada más de mí, ¿verdad? Sé que suena presuntuoso, que Dios me perdone, pero no quiero decepcionarte de nuevo.

La mujer respiró hondo.

—Me decepcionaste, no puedo negarlo. Pero eso fue hace mucho tiempo. Tienes todo el derecho a casarte con otra persona. —Se acercó a él y le apretó la mano—. De verdad. Quiero que seas feliz.

—Gracias, me alegro de que estemos de acuerdo. Quería asegurarme antes de… hacer nada más.

Siguieron cabalgando. Jane esperaba que Timothy no hubiera esperado demasiado ahora que Nicholas Ashford había entrado en escena. ¿O es que estaba pensando en alguien que no era Rachel? Con ello en mente, añadió:

—Sea como fuere, espero que te cases por amor, no por obligación familiar.

El hombre frunció el ceño.

—No sé si puedo separar ambas. Me lo han inculcado desde que era un niño: cásate con alguien adecuado para la familia y el amor y la felicidad llegarán con el tiempo.

—¿Como hicieron tus padres?

—Exacto. Mis padres casi no se conocían.

—¿Crees que fueron felices?

—Aunque las pruebas diarias digan lo contrario, mi madre jura que lo fueron. Estaba devastada cuando él murió.

Jane asintió.

—Estoy segura de que lo estaba. Y tú también, sin duda. Siento mucho no haber estado ahí para apoyarte. Insisto, me alegro de que hayamos podido recuperar nuestra amistad.

—Yo también. —Le sonrió, pero era una sonrisa llena de tristeza, una sonrisa de despedida.

¿Habría sido más feliz si hubiera fingido no ver sus sentimientos hacia Rachel, si hubiese rechazado a John Bell y se hubiera casado con Timothy de todos modos? Jane rechazó tan inútil pensamiento. Timothy era el dueño de Brockwell Court y debería tener un heredero al que entregarle su legado, y eso superaba sus capacidades.

Detuvieron sus caballos para que bebieran del agua clara de un arroyo. Jane inhaló una bocanada de aire y desterró el pensamiento de lo que podría haber sido. Con una sonrisa de determinación, dijo:

—Bueno, no estropeemos nuestra excursión con un tema tan sombrío. Debo estar pronto de regreso en Bell Inn para dar la bienvenida a los clientes de la una.

Él asintió.

—De acuerdo. ¿Volvemos… en una carrera?

Ella sonrió abiertamente.

—Me encantaría.

Mientras galopaban, aquella pregunta volvió a cruzarse en su mente: ¿Habría sido más feliz si se hubiera casado con Timothy? ¿Renunciaría a su matrimonio con el dueño de la posada y a sucederlo a su muerte como dueña de Bell Inn?

«No», fue su conclusión. Se sorprendió con aquella revelación y con la paz que la envolvió tras sus reflexiones. No cambiaría nada, ni donde estaba ahora ni en quien se había convertido, para volver atrás en el tiempo y casarse con sir Timothy Brockwell.