CAPÍTULO
10
Mercy le contó a su tía el ofrecimiento del señor Thomas. Aunque confió en que se alegrara por ella, no fue satisfacción lo que vio en el rostro de Matty.
—¿De verdad? Pobre Marion. —Matilda desvió la mirada—. Ojalá hubiera podido cuidar de esa pobre niña ella misma, aunque sé que estaría de acuerdo con la elección del señor Thomas. Debo decir que me sorprende que el viejo cristalero haya pensado en ti. Es un detalle por su parte, pero…
—Pero ¿qué? ¿No lo apruebas?
—No es eso, Mercy. Sabes que le tengo el mismo cariño a Alice que tú, pero ¿está el señor Thomas seguro de que no tiene más familia?
—No que él conozca. ¿Recuerdas que la señora Thomas mencionara a otros parientes que pudieran hacerse cargo?
—No, aunque Marion no conocía a la familia del esposo de Mary-Alicia. —La tía Matty permaneció pensativa un momento y añadió—: ¿Y qué hay de las demás niñas? ¿No se sentirán relegadas?
—Creo que la mayoría lo entenderá, sobre todo porque todas tienen, al menos, a uno de sus padres vivos.
—Cierto. De todas formas… trata este asunto con cautela, querida, y habla con el señor Coine y con tus padres antes de hacer ninguna promesa, ¿de acuerdo?
—Sí, eso tenía pensado.
—Muy bien.
Al día siguiente, Mercy fue en la carreta de la señora Burlingame a Wishford para hablar con el abogado de su familia, el señor Coine. Unas horas después, de vuelta en Ivy Hill, se detuvo en Bell Inn para hablar con Jane, a quien encontró en el mostrador de recepción.
—Tengo noticias —le anunció.
—Oh, ¿buenas noticias?
—Creo… creo que sí.
—No pareces muy convencida.
—Aún estoy algo aturdida. ¿Podemos hablar en privado?
—Claro. Vayamos a mi cabaña.
Jane la condujo a través del camino de entrada, abrió la puerta y se detuvo para inclinarse a acariciar las orejas de su gato adoptado, Kipper. Se sentaron a la mesa y Mercy comenzó:
—¿Recuerdas a Alice, la más pequeña de nuestras alumnas?
—Claro.
—Me han pedido que sea su tutora legal.
—¿Su tutora?
Mercy asintió.
—He visitado al señor Coine en Wishford. También es tu abogado, según tengo entendido.
—Sí. Pero ¿cómo ha ocurrido esto?
—Ya te dije que su madre había fallecido recientemente y que su padre se había ido hace años. Sus bisabuelos aún viven, pero se sienten incapaces de cuidar de ella.
—¿Quiénes son? ¿Los conocemos?
—El señor y la señora Thomas.
—¿El cristalero? Nunca mencionaste que Alice tuviera familia en Ivy Hill.
—Lo sé, el señor Thomas me pidió que no lo hiciera.
—¿Por qué?
—Entre otras cosas, creo que teme que la gente pueda pensar mal de él sabiendo que no está dispuesto a cuidar de su propia bisnieta.
—¿Y Alice no tiene más familia? —preguntó Jane—. ¿Ningún pariente lejano por una u otra rama?
—Nadie de quien el señor Thomas tenga conocimiento.
Jane entornó los ojos mientras pensaba.
—Entonces, cuando vi a la señora Thomas en el camposanto, buscando la tumba de una niña, ¿estaba lamentando la muerte de su nieta, de la madre de Alice?
—Es posible, puesto que ha fallecido este mismo año. Aunque tengo entendido que fue enterrada en Bristol.
—Pobre señora Thomas. Perder a una hija y a una nieta…
—Sí, es comprensible que su mente esté atormentada —asintió Mercy.
—¿Llegaste a conocer a la madre de Alice?
—No mucho. La vi una o dos veces cuando era muy joven; vino a pasar algunos veranos con sus abuelos.
—¿Cuál era su apellido?
—Smith.
Jane asintió, mordisqueándose el labio.
—Eres una profesora con talento, Mercy. Pero que el señor Thomas te ceda a su bisnieta…
—Lo sé, pero a la señora Thomas no le queda mucho tiempo, me temo. Y en cuanto a él, bueno… —Dejó que aquel pensamiento pasara de largo por su mente, incompleto.
—¿No tiene interés alguno en la niña?
—Al parecer, tuvo un enfrentamiento con la madre de Alice hace años, pero no entró en detalles.
Los ojos de Jane centellearon.
—Bueno, sea como fuere, no es culpa de Alice.
—Lo sé, pero no he sido capaz de convencerlo.
La posadera dejó la mirada perdida, intentando asumir la noticia, tal y como le había ocurrido a su amiga.
—Entonces, te ha pedido que ahora seas su tutora legal y que te hagas cargo de ella después de que él y su mujer fallezcan.
—Sí.
—Eso es básicamente lo que estás haciendo ahora, ¿no es así? Es tu alumna, vive contigo, la educas, le das de comer, la vistes…
—Sí, pero esto no es durante unos pocos años de escolarización. Esto es para toda la vida. —La maestra soltó una risa nerviosa—. O, al menos, hasta que sea mayor de edad y decida no saber nada más de mí.
—Eso no ocurrirá. No hay duda de que ya está muy unida a ti.
—Y yo a ella —asintió.
—¿Has aceptado entonces?
—Aún no. Le dije al señor Thomas que necesitaba tiempo para reflexionar sobre todas las consecuencias, para hablar con mi familia y con mi abogado.
—¿Qué dijo el señor Coine?
—Dijo que, dado que el señor y la señora Thomas parecen ser sus últimos parientes vivos y no hay una herencia considerable en juego ni nada por el estilo, no cree que sea necesario involucrar al Tribunal de Familia. Cree que bastaría con un acuerdo firmado, por si acaso otro demandante apela la decisión más tarde.
—¿Y qué dice tu tía?
Titubeó, frunciendo el ceño mientras desviaba la mirada.
—No está en contra de la idea, pero me pidió precaución. Preguntó si estoy segura de que Alice no tiene más familiares. Sabe que si me encariño demasiado con ella, perderla me rompería el corazón.
—¿Y tus padres? ¿Cómo se sienten con todo esto?
—No les va a gustar… Apenas toleran la escuela. —Suspiró.
—Seguramente lo entiendan y no te priven de esta oportunidad.
—Espero que tengas razón. Ay, Jane, querría ser mucho más que la profesora o la tutora de Alice, querría criarla como a una hija, como a la hija que no he tenido y que seguramente no tenga nunca.
Jane se acercó a ella y le apretó la mano con suavidad.
—Lo entiendo.
Mercy miró a su amiga a los ojos y vio un destello casi imperceptible de lágrimas.
—Oh, lo siento mucho. No me había parado a pensar en cómo te haría sentir esto.
La posadera logró componer una sonrisa temblorosa.
—¡Más te vale! Por favor, no pienses más en mis tontos sentimientos. Puede que pase cinco minutos sintiendo pena de mí misma, pero estoy completa y totalmente feliz por ti.
La maestra le apretó la mano.
—Gracias.
Al día siguiente, Rachel estaba cantando para sí misma mientras colocaba libros en las estanterías cuando se abrió la puerta de la biblioteca. Levantó la mirada, preparada para saludar a otro posible cliente. Sin embargo, quien entró fue sir Timothy Brockwell con una caja de madera en los brazos.
—Buenos días, señorita Ashford. —Una afectuosa media sonrisa se dibujó en sus hermosas y aristocráticas facciones—. Es un placer oírla cantar.
Ella se sonrojó.
—No sabía que estuviera cantando tan alto como para que alguien me oyera.
—No debe avergonzarse, tiene una voz muy bonita. —Hizo un gesto hacia la caja que sujetaba—. Me gustaría ser el primero en contribuir a su biblioteca.
El corazón de Rachel se aceleró, pero logró conferir un tono suave a su respuesta.
—Me temo que llega demasiado tarde. La señora Barton ha sido más rápida.
Su sonrisa se borró y dejó la caja sobre la mesa con un golpe sordo. Para sorpresa de Rachel, parecía sinceramente decepcionado. Ella bromeó:
—Si quiere puede ser el primero, y seguramente el último, en tomar prestado el libro que ella donó. Puedo anticipar que no será popular precisamente. —Levantó el ejemplar del escritorio; ya lo había catalogado y esperaba ahí a ser colocado.
Él leyó el título.
—De hecho, puede que lo tome prestado para el administrador de la hacienda. Quizá lo encuentre útil.
—¿De verdad? —Rachel expulsó una bocanada de aire y sacudió la cabeza—. Solo bromeaba. ¿Alguna vez seré capaz de adivinar qué tipo de libro puede interesar a alguien? Hasta ahora, mi futuro no es muy prometedor.
—No hay duda de que aprenderá a disfrutar de los libros como yo, como su padre, como cualquiera con buen gusto. —Le centellearon los ojos oscuros con una nota de humor—. De esa manera, mejorará su cualificación en la vocación que ha elegido.
—Espero que tenga razón. —Dirigió la vista hacia la caja—. Entretanto, puede donar todos los libros que desee, pero debo insistir en ajustar su cuenta y concederle crédito.
—No es necesario, no estoy donando nada. Estos libros eran de mi padre y mi madre los tenía en cajas y guardados en el desván. Creo que mi padre habría querido compartirlos, por lo que puede ajustar «su» cuenta, si lo desea, aunque ya no está aquí para aprovechar el crédito.
Timothy sonrió y Rachel se sintió feliz de ver que se acordaba de su padre con cariño, sin rencor. Esperaba ser capaz de hacer lo mismo algún día. Se pasó la lengua por los labios y le explicó las condiciones de la donación, tal y como había hecho con la señora Barton. Después, volvió a posar la mirada en la caja.
—Una cantidad de libros así es algo muy valioso. Si prefiere quedarse algunos…
Él sacudió la cabeza.
—No, entiendo las condiciones. Estos libros son suyos ahora.
—Bueno, entonces los acepto con gratitud hacia usted y hacia su padre.
Timothy la miró fijamente.
—Es lo menos que puedo hacer.
Rachel permaneció callada. ¿Se refería a su pasado común? ¿O no era más que un gesto amable y educado de un amigo? Durante un instante se mantuvieron la mirada, pero entonces él la desvió para recorrer con los ojos la biblioteca y la sala de lectura contigua.
—¿Qué tal avanza todo?
—Bien, creo. El señor Kingsley aún está añadiendo estanterías y otros muebles en la sala de estar, pero esta habitación está lista. Abriré oficialmente la semana próxima.
Él sacó un monedero de cuero de su bolsillo y rebuscó hasta encontrar unas pocas monedas.
—Esto cubre mi suscripción y la de mi hermana Justina. Me temo que mi madre no es una gran lectora.
Rachel tomó aire y se obligó a tender la mano. Qué extraño era aceptar dinero de aquel hombre. Se recordó a sí misma que proporcionaba un servicio distinguido; no era lo mismo que, por ejemplo, vender mercancías o ser un pescadero. Los libros eran más sofisticados, ¿verdad? Y ni siquiera los vendía, solamente los prestaba a sus suscriptores. Era parecido a gestionar un club en realidad. Soltó el aire que retenía en los pulmones, más calmada.
Timothy preguntó:
—¿Debo firmar en algún sitio?
—Oh, sí. —Giró el registro hacia él y lo observó mientras firmaba. Sus manos parecían fuertes, seguramente por lo mucho que montaba a caballo. Se obligó de nuevo a centrar la atención en sus tareas, en completar las tarjetas de suscripción.
La puerta lateral se abrió y entraron dos hombres que Rachel no reconoció cargando con sendas cajas. El señor Drake apareció tras ellos.
—Buenos días, señorita Ashford. Sir Timothy… —Les hizo un gesto a sus acompañantes—. Aquí mismo, en el suelo, señores. A no ser que prefiera que lo dejen en otro lugar, señorita Ashford.
—No, ahí están bien.
Los dos hombres dejaron las cajas y salieron rápidamente de la estancia.
—Estos son libros del Fairmont. No se preocupe, Jane ya los ha revisado, ha conservado los que quería para ella y ha dado su bendición para que done el resto.
Rachel sonrió.
—Muchas gracias, señor Drake.
Sir Timothy se puso rígido. ¿Podía ser que estuviera ofendido por la familiaridad del señor Drake con Jane? ¿Qué podía ser si no?
—Un placer. —Miró a su alrededor y hacia la sala contigua—. Debo decir que las estanterías tienen buen aspecto. Kingsley está haciendo un gran trabajo, como siempre.
—Estoy de acuerdo. —Rachel miró a Timothy y le aclaró—: El señor Drake nos cedió las estanterías de la antigua biblioteca del Fairmont.
—El señor Drake es todo generosidad.
—Sí, sí que lo es. Muchas gracias de nuevo, señor Drake. —Rachel soltó una risita—. A este ritmo, tendrá una suscripción gratuita de por vida.
—No, no. Si el mérito es de alguien, es de Jane. Bueno, la dejo volver al trabajo. —Se inclinó con elegancia—. Adiós.
Rachel se despidió de él y se volvió de nuevo hacia sir Timothy.
—Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí. Hagamos una lista con los libros que ha traído…
Mientras Rachel ordenaba y catalogaba los ejemplares, sir Timothy se paseó y ojeó las estanterías de la biblioteca. Ella introdujo una pluma en el tintero y comenzó a añadir los libros del difunto señor Brockwell a su inventario. Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y su secuela, Nuevas aventuras de Robinson Crusoe; Waverley; el diccionario del doctor Johnson, William Blake, Edmund Burke… y otros muchos nombres que no reconoció. Terminó con numerosos volúmenes de tapa de cuero de El paraíso perdido y otras historias, de Milton. Cuando comenzó a ordenar los tomos, frunció el entrecejo: faltaba uno de ellos. Solamente tenía los volúmenes dos, tres y cuatro. Buscó entre los que aún quedaban en la caja e incluso entre los que había traído el señor Drake, por si acaso lo había cambiado de sitio sin querer, pero no estaba. La colección sería más útil para los lectores y tendría más valor si estaba completa.
—¿Sir Timothy…?
—Mmm. —Devolvió al estante la obra que había estado hojeando y volvió a su lado.
—¿Se ha dado cuenta de que falta uno de los tomos de Milton?
—No.
—Debería mantener la colección completa. Si lo prefiere, le devuelvo estos. Así podrá colocarlos junto al primer tomo.
Él frunció el ceño.
—Es extraño. Dudo que mi madre o Justina estén leyendo a Milton, pero preguntaré. También miraré entre las cosas de mi padre y le pediré al ama de llaves que busque bien.
—Solo si no es demasiada molestia.
—En absoluto. Debería estar completa.
—Sí, sin duda.
Timothy escudriñó su rostro un momento y, después, se aclaró la garganta.
—Eso me recuerda, señorita Ashford, que deseaba hablarle de un asunto…
Nicholas Ashford apareció de pronto por la puerta y se detuvo, dudoso, al ver a sir Timothy junto al escritorio. Rachel sintió una punzada repentina en el pecho. «Cielo santo, ¿tienen que visitarme todos a la vez?».
El señor Ashford miró a su alrededor y dijo:
—Creía que su biblioteca no estaba abierta aún al público.
—No oficialmente. Sir Timothy ha venido a donar unos libros.
—Lo mismo que yo. —Nicholas levantó tres tomos. Cuando reparó en las cajas, no pudo disimular una mueca de decepción—. Parece que no tenía que haberme molestado.
—Yo me he sentido igual cuando el señor Drake ha traído aquellas dos cajas —respondió sir Timothy con amabilidad—. Yo solamente he donado una.
Rachel se apresuró a tranquilizar al joven.
—Cuantos más, mejor. Gracias, señor Ashford, es muy amable por su parte. ¿Qué ha traído?
—Solo unos pocos ejemplares de Waverley. Será mejor que me vaya. Veo que está ocupada.
—No, quédese. Casi hemos terminado.
Su mirada fue de Rachel a sir Timothy, que permanecía a su lado.
—No lo parece.
Por un momento, invadió la estancia un silencio incómodo, hasta que sir Timothy intervino:
—No se marche por mi causa, señor Ashford. —Tomó su sombrero y le dirigió al joven una sonrisa apaciguadora—. Ya me iba.
—Pero… ¿no quería… comentarme algo? —intervino la mujer.
Sir Timothy titubeó, apretando los labios.
—En otra ocasión, quizá. —Hizo una inclinación y se volvió para marcharse.
Lo vio desaparecer, sintiendo los latidos de su corazón retumbándole en los oídos. Después, miró hacia Nicholas.
—Ha sido muy descortés por mi parte interrumpir de esa manera —dijo el señor Ashford.
«Es mejor así», se dijo ella para sus adentros. Nicholas era el hombre que deseaba casarse con ella. Le dirigió una cálida sonrisa.
—En absoluto. Ya ha oído a sir Timothy; volverá en otra ocasión.
Nicholas sonrió.
—En ese caso, ¿qué debe hacer un hombre para conseguir una suscripción para este establecimiento tan elegante?
Más tarde, Mercy encontró a Rachel a solas en la biblioteca y le confió la petición del señor Thomas para convertirse en la tutora legal de Alice. Después, escribió a sus padres para informarles de la situación. Presuponiendo que no se lo prohibirían, planeó pedirle al señor Coine que comenzara con el papeleo. En cambio, decidió que sería más sensato no decirle nada a la niña hasta recibir la respuesta de sus padres y hasta que las gestiones estuvieran más avanzadas.
La tarde del domingo, Rachel se ofreció a quedarse con las alumnas mientras las señoritas Grove visitaban el asilo. Cuando caminaban juntas de vuelta a casa, Mercy se sorprendió al ver al señor Drake y al cristalero frente a la puerta de los Thomas.
Matilda siguió su mirada.
—¿Aquel no es el señor Drake?
—Sí —respondió la sobrina—. Me pregunto qué querrá del señor Thomas.
—Seguramente estén hablando de las ventanas del Fairmont.
—Sin duda —murmuró la joven, aunque pensó que era extraño visitar la casa de un hombre en domingo por asuntos de negocios.
El señor Thomas cerró la puerta con brusquedad. Al lado de Mercy, su tía se sobresaltó. El señor Drake permaneció parado un instante, aparentemente estupefacto, se volvió y se alejó de la casa a grandes zancadas y en dirección a ellas. Se quitó el sombrero al verlas. Mercy quiso devolver el saludo y continuar su camino, pero la charlatana de su tía Matty se detuvo a esperarlo.
—Hola, señor Drake.
—Buen día, señorita Matilda. Señorita Grove…
Matty sonrió.
—Veo que el señor Thomas ha sido tan hospitalario como siempre.
—Sí —coincidió él, con tono irónico—. Casi se me vuela el sombrero cuando ha cerrado la puerta. ¿Lo conoce?
—Claro. Todos en Ivy Hill lo conocen. Ha vivido ahí desde que tengo memoria, y yo no soy una jovencita precisamente.
—A mí podría haberme engañado…
Matilda soltó una risita y volvió a poner un gesto serio.
—Su esposa y yo éramos viejas amigas, pero hace un tiempo que parece no saber quién soy. Es muy triste hacerse mayor. Por eso he decidido permanecer joven. —Sonrió de nuevo, aunque esta vez con un deje de tristeza.
—El señor Thomas ha insistido en que su esposa no está lo suficientemente bien como para recibir visitas y tampoco él estaba dispuesto a hablar conmigo —explicó el señor Drake.
—Es un hombre reservado, además de desconfiado y resentido. No crea que soy insensible; sin duda, la vida le ha dado motivos para ello —admitió la mujer.
—Si estuviera interesado en sus servicios como cristalero, el señor Thomas estaría encantado de hablar con usted —intervino Mercy.
—Sí. De hecho, ya ha trabajado para mí en otra ocasión, pero esta visita era de carácter más personal.
—¿Ah, sí?
—Sí. Me enteré de que teníamos un conocido en común, pero cuando le he preguntado lo único que me ha dicho ha sido: «Si busca que le repare las ventanas, soy su hombre; si busca chismorrear, vaya a ver a la señora Craddock».
La tía Matty se rio de nuevo.
—Hay algo de verdad en esa afirmación. ¿Quién es ese conocido en común? Quizá yo pueda ayudarle.
—No es nada importante. Simplemente, conocí a una tal señorita Payne hace años y he sabido hace poco que los Thomas eran sus abuelos. Tenía curiosidad por saber qué había sido de ella y de su esposo.
El rostro de Mercy se encendió con la sorpresa.
—¿Conoció a Mary-Alicia Smith?
—Smith. ¿Era ese el apellido de su marido? Sabía que se había casado, pero no su nuevo apellido.
Matilda asintió.
—Así es. Contrajo matrimonio con el señor Smith, un teniente de la Marina, si recuerdo bien lo que me contó la señora Thomas.
Mercy recordaba que su tía se lo había descrito hacía tiempo como el marinero de un buque mercante; o no lo había escuchado bien o su tía estaba equivocada.
—¿Conocen a los Smith? —preguntó el señor Drake.
—No mucho —respondió Matilda—. Nunca conocí al marido, pero sí coincidí con Mary-Alicia algunas veces hace ya muchos años, cuando era joven. Pasaba mucho tiempo con los Thomas de niña.
—Sí, hablaba con mucho cariño de sus abuelos.
La mujer suspiró.
—Es una pena que falleciera.
—¿Falleciera? —El señor Drake se puso rígido.
Matilda se llevó una mano al pecho.
—¡Ay, querido! ¿No se lo ha dicho? La pobre Mary-Alicia falleció hace más de medio año.
La mandíbula del señor Drake se desencajó.
—No… El señor Thomas no me ha dicho nada.
—Al parecer, no se lo ha dicho a casi nadie —dijo Mercy—. Mary-Alicia vivió en otro lugar la mayor parte de su vida, por lo que mucha gente de por aquí no la conocía siquiera.
—Yo lo sé porque la señora Thomas me lo dijo —añadió Matilda—. Y creo que el señor Smith murió antes que ella. Se hundió con su barco. Siento ser portadora de tan tristes noticias.
—Y yo siento escucharlas —logró responder, con una triste sonrisa—. Sin embargo, si tenía que oírlas, me alegro de que haya sido por boca de dos mujeres tan amables. Aunque sigo un poco conmocionado. Era tan joven…
—Al parecer, hacía tiempo que estaba enferma. Empeoró a raíz de…
Temerosa de que su tía rompiera la promesa que le había hecho al señor Thomas, Mercy le apretó el brazo en señal de advertencia. La mujer se interrumpió a media frase y le dirigió una mirada de disculpa.
—Vamos, tía Matilda —urgió Mercy—. Ya hemos retenido al señor Drake demasiado tiempo. No se olvide de que hemos dejado a la señorita Ashford sola con las niñas.
—Solamente con unas pocas; las demás han ido a visitar a sus familias. Rachel se las arreglará perfectamente.
—Bueno, no las entretendré más —repuso el señor Drake, aprovechando las palabras de la joven—. Por cierto, señorita Grove, recibí su carta y estaré encantado de charlar con usted sobre la escuela de beneficencia en algún momento, cuando las cosas vayan asentándose en el Fairmont.
—Muchas gracias, señor Drake. Avíseme cuando tenga tiempo e iré a verle cuando le resulte conveniente.
—Eso haré. —Se inclinó hacia ellas—. Ahora, les deseo un buen día, señoritas.
Mientras se alejaba, Mercy se volvió para verlo marchar. Su tía le acarició la mano.
—Bueno, son buenas noticias, ¿no es así?
—¿Tú crees?
Mercy esperaba que el interés de aquel hombre desembocara en algo bueno.