CAPÍTULO
5
Mercy Grove entró en la silenciosa aula. Se detuvo un momento, cerró los ojos e inhaló el apacible y familiar aroma a tiza y a libro viejo. Al abrir los ojos, vio un papel arrugado en el suelo. Se agachó para recogerlo y lo llevó a la papelera. Pero las líneas dibujadas en el papel llamaron su atención y lo abrió para ver qué era.
¿Lo habría dibujado una de las niñas? Sintió una punzada de dolor. La imagen era una caricatura de ella y no era precisamente halagadora: una cortina de pelo liso y oscuro con la raya al medio, el rostro alargado y el cuello, más largo aún, y la exagerada nariz de aguja, representada como un signo de exclamación sobre su pequeña boca. Obra de Fanny, sin duda. La traviesa Fanny Scales disfrutaba haciendo que sus compañeras se rieran, a menudo a costa de terceros. Pero ella nunca había sido el objetivo de una de sus hirientes bromas, al menos que supiera.
Miró la imagen de nuevo. Puede que Fanny hubiera estado practicando sus habilidades de dibujo y aquello fuera, simplemente, lo que veía cuando miraba a su profesora, sin que mediara broma o insulto alguno. El retrato era bastante certero, no podía negarlo.
Sabía que no era agraciada, siempre lo había sabido. Su madre nunca se lo había dicho expresamente, pero podía intuirlo en cada una de las advertencias sobre que no se sentara tan erguida y que hiciera algo con su pelo, o cuando le pedía a la modista que rellenara la parte alta del corsé y lo ajustara abajo.
—Eras un bebé tan bonito, Mercy —solía decirle su madre, terminando con un suspiro que dejaba poco lugar a la interpretación. Si alguna vez había sido hermosa, dejó de serlo al crecer. Desde luego, había crecido. Para ella, el estilo actual era una bendición y una maldición a la vez. Las cinturas altas y poco definidas, los escotes bajos y las faldas sin forma resaltaban su largo cuello y su poco pecho, a la vez que ocultaban su delgada cintura, el mejor de los rasgos de su figura triangular, a su parecer. Al menos, las largas faldas escondían su desproporcionada y generosa parte trasera.
Fanny entró y se detuvo abruptamente al ver a Mercy ahí parada, con el dibujo arrugado en la mano. Su boca se desencajó y su mirada fue de la caricatura a su profesora con actitud precavida.
—Tienes talento, señorita Scales —dijo Mercy con amabilidad—. La nariz es especialmente precisa. ¿Sabías que nuestro signo de exclamación proviene de la exclamación latina de alegría? Deberíamos encontrarte un profesor que saque partido a tus habilidades.
La niña tragó saliva.
—Solo estaba divirtiéndome un poco. No pretendía ser irrespetuosa, señorita Grove.
Dirigió una mirada amable a la niña.
—No lo has sido. —Dejó caer el dibujo en la papelera y caminó hasta su escritorio.
Fanny no se movió.
—Señorita Grove, ¿por qué no se ha casado?
La maestra se volvió con sorpresa.
—¿Te refieres a otras razones aparte de mi apariencia, que tan habilidosamente has sabido capturar?
Fanny tuvo la decencia de sonrojarse y de bajar la mirada hacia el suelo.
—Lo siento mucho.
—No tenía intención de exigir una disculpa, Fanny. Es bien sabido que no soy agraciada.
—No es para tanto. —La niña se encogió de hombros, aún sin mirarla a los ojos—. Algunas mujeres no agraciadas se casan, ¿no es así?
Fanny también se sentía poco agraciada o, al menos, lejos de los patrones de belleza, a los que sí respondían, por ejemplo, Anna Kingsley o la pequeña y dulce Alice. Y su disposición ácida tampoco ayudaba a suavizar su apariencia. Pero aún era una niña. ¿Podía estar preocupada ya por su apariencia y sus perspectivas de matrimonio? Muy posiblemente. Al fin y al cabo, ella misma había sido consciente de sus propias deficiencias desde muy joven, meditó Mercy.
Sabía que para muchas chicas el matrimonio era el objetivo principal en la vida. A no ser que una fuera una heredera con solvencia económica, la importancia de casarse con un hombre de provecho era innegable. Sin embargo, no creía que las mujeres necesitaran casarse para estar completas, para ser valoradas por Dios o para tener una vida satisfactoria. El ejemplo era su tía Matilda. Pero formaba parte de una minoría y lo sabía.
—Sí, Fanny. Muchas jóvenes menos agraciadas se casan. Al igual que muchos jóvenes sin gracia alguna.
—Pero… ¿usted no?
—Yo no —respondió, negando con la cabeza, y levantó la barbilla de la niña—. Recuerda, Fanny: la vida no es solo la belleza, que además dura muy poco. También es carácter y virtud, amabilidad y suavidad de temperamento.
—Tampoco tengo de eso.
—Eres joven, Fanny. Con la ayuda de Dios, lo tendrás… todo a su tiempo.
—¿Cree que terminará casándose?
—Cielos, no lo sé. A mi edad, resulta poco probable. Ahora, déjame preparar la clase.
La muchacha se sentó en su sitio, mientras ella abría el libro de lecciones.
Aunque había albergado la esperanza del matrimonio y de los hijos cuando era más joven, nunca había tenido un pretendiente adecuado. Sus padres habían intentado emparejarla en numerosas ocasiones, pero habían terminado por rendirse. Ahora estaba en paz en su condición de soltera. Sin embargo, lamentaba no tener hijos. Sentía mucho cariño por sus alumnas y, en particular, por Alice, pero no era lo mismo que tener un hijo propio, que ser la madre de alguien.
Dios era bueno, no lo dudaba, pero eso no siempre significaba que concediese todo lo que uno quisiera. ¿Cómo sería su vida cuando la tía Matty falleciera? ¿Envejecería sola?
Recitó para sí los versos de uno de sus poemas favoritos, recordándose que no debía preocuparse… «Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús…».
—Gracias. —Murmuró una breve oración y sus pensamientos volvieron a la clase.
Al día siguiente, Rachel le escribió otra carta a su hermana, revelándole sus planes de abrir una biblioteca circulante con los libros de su padre. Esperaba que Ellen no se mostrara demasiado escandalizada. Al terminar, caminó hasta Bell Inn sin ganas de hablar con Jane de su visita a Brockwell Court.
Cuando entró en la posada, su amiga levantó la mirada del mostrador.
—¡Rachel! Qué alegría verte de nuevo. —Salió para abrazarla y le señaló el camino hacia el salón de café—. ¿Tienes tiempo de tomar un té o un café? También podríamos ir a la cabaña si necesitas hablar en privado.
Titubeó antes de responder:
—No, aquí estaremos bien. Lo del café suena de maravilla.
Se sentaron en medio del barullo, de las risas y de las conversaciones de los cocheros, los guardias y otros clientes. Una criada les sirvió y dejó una jarra de leche.
Rachel bebió un sorbo y comenzó:
—Fui a Brockwell Court ayer. No había estado tan nerviosa en años. Fui a hablar con sir Timothy acerca de la biblioteca, como sugeriste, pero su madre apareció mientras esperaba en el vestíbulo y no parecía contenta de verme. Claramente quería evitar un encuentro informal, por lo que tuve que asegurarle que no se trataba de eso.
Jane frunció el ceño.
—Siento mucho oírlo. ¿Puede ser que estuviera sorprendida de verte? Vuestras familias siempre han estado muy unidas y Justina te ve como la hermana que nunca tuvo.
—Nuestras familias «solían» estar unidas —matizó Rachel— y Justina «solía» mirarme de ese modo, pero eso fue hace mucho tiempo, antes del escándalo.
Su amiga sacudió la cabeza.
—Si hubiera sabido que ibas a pasar un mal trago, habría preguntado yo por la licencia.
—No, Jane, ya es hora de que aprenda a hacer las cosas por mí misma, igual que tú.
La posadera se mordió el labio y dijo:
—Si te hace sentir mejor, lady Brockwell tampoco es especialmente amable conmigo. No me ha invitado a visitarles desde que me casé con el señor Bell.
James Drake entró en el salón.
—Hola, Jane. Ah, perdóneme, tiene compañía. —Se inclinó con elegancia—. Señorita Ashford, es un placer verla de nuevo. ¿Qué tal avanzan sus planes?
—Muy bien, gracias. Visitamos la biblioteca circulante de Salisbury y fue una excursión de gran provecho. Empezaré a empaquetar los libros esta misma semana.
—¡Excelente! No he visto al señor Kingsley en los últimos días y no he tenido la oportunidad de preguntarle por las estanterías. Por eso he venido, además de para ver cómo van los trabajos aquí.
—Estamos ampliando el comedor por consejo del señor Drake —explicó Jane, sonriendo al hombre—. Gracias por prestarme al señor Kingsley unos días.
—Es un placer.
—Ha aceptado supervisar las reparaciones del establo, también —añadió la posadera—, pero esos asuntos pueden esperar un poco más.
—Sí, sus hombres y él tienen mucho trabajo en el Fairmont. Bueno, iré a echar un vistazo, si no le importa. Disfruten de su café, señoritas.
—Ya me iba, señor Drake —dijo Rachel, levantándose—. No se marche por mí.
Jane posó la mano sobre la de su amiga.
—¿Puedes quedarte un poco más? Me gustaría presentarte al señor Kingsley, en caso de que pueda ayudarte con la biblioteca.
—Buena idea —asintió James Drake—. Por cierto, Jane, hay algunas cajas de libros de su familia en el ático del Fairmont. Quizá podría acercarse a verlas, guardar lo que quiera para usted y darle el resto a la señorita Ashford para que aumente su colección.
—Es usted muy considerado, señor Drake —intervino Rachel rápidamente—. Sin embargo, no quiero…
—¿Considerado? Bah. —Le guiñó un ojo—. Quiero optar a un descuento en mi suscripción.
La señorita Ashford balbuceó una protesta, pero el señor Drake ya se había dado la vuelta y salía de la habitación. Las mujeres intercambiaron miradas de desconcierto y lo siguieron, pasando por el mostrador hasta llegar al comedor, donde el muro con uno de los salones privados estaba siendo derribado para ampliar la sala principal.
Un hombre, cuyo abrigo marrón de lana se amoldaba a sus anchos hombros, amontonaba pedazos de madera mientras indicaba a un chico que retirara los escombros acumulados. Levantó la mirada cuando entraron y se irguió, dejando ver su impresionante estatura. Rachel supuso que rondaría los treinta y cinco años. Tenía un rostro amplio y agradable, el cabello color arena y los ojos marrones.
El señor Drake se detuvo frente a él con una sonrisa.
—Señor Kingsley, ¿qué tal va todo?
—Según los tiempos que acordamos, señor Drake. Podré volver al Fairmont en dos días. Mis hermanos continúan con el trabajo allí, ¿no es así?
—Por supuesto, estaban colocando los nuevos adoquines del porche cuando vine hacia aquí. —Se cruzó de brazos—. ¿Recuerda aquellas estanterías que retiró?
—Claro.
—¿Cuánto le costaría reinstalarlas en otro lugar?
—Dependería del lugar, ¿por qué?
—La señorita Ashford está planeando abrir una biblioteca circulante y necesita más estanterías.
El señor Kingsley apretó los labios mientras pensaba.
—Podría hacerlo, pero me temo que estoy algo ocupado estos días. En Thornvale, ¿no es así?
—No —intervino Rachel—, en Ivy Cottage, donde vivo con las señoritas Grove.
—Ivy Cottage —repitió—. ¿La escuela de señoritas?
—Ahí mismo.
—Entonces iré y echaré un vistazo. Dependerá de la diferencia de altura de la nueva habitación respecto a la original, de la forma, etcétera. Una vez que vea el lugar, podré juzgar la dificultad del trabajo.
—Gracias, señor Kingsley, pero no me gustaría distraerle de su trabajo, sobre todo porque no estoy segura de poder permitirme sus servicios.
Él se encogió de hombros.
—Iré después del trabajo un día de esta semana, si le va bien.
—Claro, si está seguro… Gracias.
Jane y Rachel se despidieron del señor Drake y del señor Kingsley y volvieron conversando a la recepción. Al lado del mostrador, casi fueron arrolladas por un hombre algunos años más joven que Rachel, el portero y recepcionista de Bell Inn.
—Señorita Ashford —dijo Jane—, conoce a Colin McFarland, ¿no es así?
—Sí, pero solo de vista.
—Señorita Ashford, vive en Ivy Cottage ahora, ¿verdad? —preguntó él.
—Así es.
—¿Sabe si…? ¿Es verdad que las señoritas Grove solamente enseñan a niñas?
—Sí, solo a niñas. ¿Por qué?
—Solamente por curiosidad.
—Está pensando en sus hermanas, ¿verdad? —preguntó Jane.
—Sí, eso es. Bueno, si me disculpan… —Volvió rápidamente al mostrador.
Jane le confesó a Rachel:
—Aún le cuesta cumplir con algunas de sus responsabilidades, pero trabaja muy duro.
Patrick Bell salió de la oficina con una página enrollada en la mano.
—¡Colin! ¡Has vuelto a cobrarle de menos al señor Sanders…! Oh, buenas tardes, señoritas. —Se inclinó y continuó hacia el mostrador.
Jane acompañó a su amiga hasta la salida. Rachel le dijo con una sonrisa burlona:
—Cielos, Jane. Ya entiendo por qué disfrutas trabajando aquí. Estás rodeada de hombres guapos todos los días. Es muy diferente a vivir en una escuela para señoritas, ¡te lo aseguro! —La miró con picardía—. ¿Hay alguien que te llame la atención?
Rachel pudo ver en los ojos de Jane una chispa de humor y un brillo de… nostalgia. Sacudió la cabeza.
—No. Sería poco profesional revolotear como una enamorada alrededor de alguien con quien trabajo.
¿Significaba eso que no debía descartar a alguien que «no» trabajaba en Bell Inn, como James Drake? ¿O pensaba en alguien más?
Rachel y las señoritas Grove estaban cosiendo juntas en la sala de estar de Ivy Cottage cuando el señor Basu abrió la puerta y entró sir Timothy en la estancia, vestido con elegancia, como siempre, y con el cabello cuidadosamente cepillado. Se inclinó para saludarlas.
—Buenas tardes, señoritas.
Cuando se irguió de nuevo, su mirada se encontró con la de Rachel, quien sintió un vuelco en su ingenuo corazón.
—Sir Timothy —saludó Matilda—, qué sorpresa más agradable. Siéntese, por favor.
—Gracias. Quería hacer saber a la señorita Ashford que lord Winspear y el Consejo del pueblo han aprobado su biblioteca circulante.
—Qué noticia tan excelente… —Matty se volvió hacia ella con expectación, igual que sir Timothy.
Rachel tragó saliva y respondió:
—Yo… Sí, muchas gracias.
—Ya que estoy aquí —intervino el hombre—, me gustaría invitarlas a ustedes y a sus alumnas a recolectar manzanas. Nuestros árboles han producido una cantidad excepcional este año.
—Es muy generoso por su parte, sir Timothy —agradeció Mercy—. Las niñas se divertirán mucho, sin duda, con esa excursión.
Matilda sonrió.
—Y todos disfrutaremos de las manzanas.
—¿Quizá algún día de la semana próxima? —sugirió la sobrina.
Mercy y Matilda asintieron mostrando su disposición y volvieron la mirada hacia Rachel, que titubeó. No le gustaba la idea de ir a Brockwell Court a recolectar fruta, como un pobre campesino que cosecha los campos. Le recordaba las cestas de productos agrícolas y de caza que empezaron a aparecer en las escaleras de la cocina de Thornvale cuando su padre lo perdió todo. La señora Cook había agradecido esos regalos anónimos, pero Rachel se mostraba reacia a aceptarlos.
—Mmm, sí —respondió—. Puedo ayudar a cuidar a las niñas.
Sir Timothy sonrió.
—Excelente, espero verlas muy pronto allí.
Convinieron un día, él se inclinó de nuevo y salió. Matilda lo siguió con la mirada.
—Qué gesto tan amable por parte de sir Timothy. —Entonces se volvió hacia Rachel con los ojos centelleantes—. Supongo que es a ti a quien debemos dar las gracias por la invitación, señorita Ashford. Sir Timothy nunca nos había invitado a coger manzanas.
—No, ya lo habéis oído —respondió, sacudiendo la cabeza—. Han tenido una producción inusualmente buena este año.
—Claro… —murmuró Matilda, aunque no parecía convencida y sus ojos aún brillaban.
El domingo, después del oficio religioso, Rachel salió de St. Anne junto a Nicholas Ashford. No podía retrasar aquella conversación por más tiempo. No solo lord Winspear y el Consejo habían aprobado su biblioteca circulante, sino que las señoritas Grove habían comenzado a reubicar sus pertenencias personales en la sala de estar familiar para liberar espacio.
Tomó una gran bocanada de aire y comenzó:
—Me gustaría retirar de Thornvale los libros de mi padre, cuando le resulte conveniente.
—¿Cómo? ¿Todos ellos? —El señor Ashford se volvió para mirarla.
—Sí, espero que no le importe. Entiendo que las estanterías vacías resultarán algo desangeladas, lo siento. ¿Tiene libros de su propiedad? Si no, podría dejar algunos de los míos.
—¿Y dónde los pondrá? Ya le dije que no me suponía problema alguno almacenarlos. Espero que no haya sentido que… no sé… que estaba abusando de mi amabilidad o que se encontraba en deuda.
—No, no es por eso —le aseguró. Le contó sus planes para abrir una biblioteca circulante en Ivy Cottage.
Mientras hablaba, un gesto de preocupación se hacía cada vez más evidente en el alargado rostro del hombre.
—No entiendo. O quizás no deseo entender lo que esto parece significar.
—Significa que necesito una manera de ganarme el sustento.
Él agachó la cabeza.
—Sería un placer y un privilegio proporcionarle esa seguridad yo mismo.
—Lo sé. No tengo duda alguna de que estaría encantado, pero… necesito más tiempo.
Nicholas frunció el ceño y, cuando parecía que iba a plantear alguna queja, respondió:
—Por supuesto. Puede llevarse lo que necesite. Yo mismo la ayudaré a empaquetar los libros.
—Gracias por su comprensión.
—De hecho, podríamos formar un pequeño equipo para ello. Estoy seguro de que la señora Fife y sus criadas estarán encantadas de ayudarnos, y también le pediré a la señora Cook que sirva refrigerios mientras trabajamos. ¿Qué le parece?
Ella le sonrió.
—Excelente, es usted muy amable.