CAPÍTULO
28
Al ver a Hetty con la pequeña Betsey, Jane sintió un destello de autocompasión que reconoció, pero que no le gustaba. ¿Por qué algunas las mujeres concebían hijos perfectamente sanos cuando no los querían, mientras que ella, que anhelaba tenerlos, no lo había logrado?
El recuerdo de sus pérdidas invadió su mente, pero cerró los ojos con fuerza intentando mantenerlo lejos de ella.
Jane se disculpó y se retiró a su pequeña cabaña, lo que avivó más el pasado. Se sentó con pesadumbre en la cama que ella y John habían compartido y donde habían sucedido aquellas horribles escenas. Sola, se sintió incapaz de ahuyentar los recuerdos, especialmente los más recientes y los más dolorosos.
Después de la muerte de John, la gestación avanzó más que en las ocasiones anteriores y albergó la esperanza de que Dios le dejara tener aquel hijo, ya que se había llevado a su marido.
Pero su anhelo no se cumplió.
Cuando comenzó a sangrar aquella noche —¡demasiado pronto!, ¡otra vez no!—, Jane envió a una criada que ya había terminado su turno para que fuera a buscar a la matrona. La señora Henning había entendido su deseo de mantener el embarazo en secreto, para no despertar las esperanzas de nadie después de haber perdido un niño tras otro. Por esa razón, iba a verla a la cabaña de vez en cuando, aparentemente eran visitas de cortesía, por si alguien la veía o preguntaba.
Aquella noche, la matrona llevó al médico con ella, pues su confianza se había debilitado tras tantos intentos fallidos. Sin embargo, ninguno pudo hacer nada ante el hecho de que el niño hubiera llegado al mundo demasiado pronto.
Jane quiso ver al bebé, aunque tenía miedo de que no estuviera aún del todo formado. Sin embargo, decidió que no le importaba; quería tener a su hijo en brazos, a pesar de que el doctor Burton dijo que solamente haría la situación más difícil. Le dio láudano o algo para calmarla, lo que hizo que se sintiera somnolienta, confundida. Le oyó decir en voz baja a la matrona que se haría cargo de los restos.
Había querido verlo, aunque fuera un instante. «No son “restos”. Es mi hijo y ese es su cuerpo. Es el cuerpo que he llevado dentro del mío y que surgió del amor». Sin embargo, no logró articular palabra, al menos no conscientemente.
La señora Henning percibió su angustia y le dijo al doctor que ella misma se ocuparía del niño.
Cuando se despertó tras un sueño pesado, la señora Henning estaba junto a su cama y la consoló lo mejor que pudo. Le contó que había envuelto su pequeño cuerpo en ropa limpia y lo había dejado en una caja de madera realizada por el carpintero y que guardaba para aquellos casos. Jane agradeció mucho que hubiera protegido el cuerpo.
La matrona añadió que había llevado su triste carga a la iglesia para enterrarla, recordándole que no se utilizaban sepulturas convencionales en esos casos.
En aquel momento, fue suficiente con saber que había sido enterrado con propiedad. Jane no quería hacer preguntas y aumentar su aflicción.
Pero ¿ahora? Ahora, fuera lógico o no, anhelaba saber dónde estaban sus hijos para tener un lugar sobre el que llorarlos, un lugar señalado y donde recordar.
Jane caminó hasta la iglesia de St. Anne a primera hora de la mañana y, nada más llegar, vio cómo el vicario salía de la iglesia.
—Buenos días, Jane, qué bien verte. Me esperan en el asilo dentro de diez minutos, pero…
—No se preocupe, señor Paley, he venido a ver al señor Beachum. ¿Está él aquí?
Él apretó los labios.
—¿De verdad? Me temo que no lo sé. El hombre lleva más años que yo trabajando aquí y ha establecido su propio horario. No estaba en la sacristía ahora, pero tiene una oficina privada en el piso de abajo. ¿Sabrá llegar?
—Lo encontraré. No le retengo más.
—Muy bien, adiós. —El señor Paley bajó por la calle Church y Jane descendió por las estrechas escaleras que conducían a la cripta y al almacén. Entre ambos, encontró una puerta cerrada sobre la que se erguía una pequeña placa: «Secretario parroquial».
Llamó y alguien dijo desde dentro:
—Adelante.
Entró en la sombría estancia y, dentro, encontró a un anciano inclinado sobre un escritorio colmado de papeles.
—¿Señor Beachum?
—¿Sí? —Él la miró por encima de las gafas—. Ah, señora Bell. ¿Se ha perdido? No suelo recibir visitas aquí.
—No, he venido a verle.
—¿Ah, sí? ¿Hay algún problema? —Un brillo se encendió en sus ojos—. ¿Ha venido a interponer una queja contra el vicario?
—No, no se trata de nada de eso. Solamente me preguntaba si podría decirme la ubicación de una tumba. De algunas, de hecho.
—Por supuesto. —Sacó una gran hoja de papel doblada como un mapa y la extendió sobre su abarrotado escritorio—. Aquí tengo el plano de todo el cementerio. ¿A quién está buscando?
Jane tragó saliva.
—A mis hijos.
—A sus… Ah. —Volvió a doblar el plano y lo enrolló entre los dedos—. Señora Bell, si se refiere a sus hijos prematuros o a sus muertes fetales, no se encuentran en este diagrama. Como sabe, el cementerio está reservado para los vecinos del condado y para aquellos bautizados.
—Pero…
—Esas cosas no se airean para preservar la privacidad, señora Bell. Es un asunto muy delicado, esas pobres criaturas nacidas demasiado pronto o fallecidas antes del bautizo…
—Entiendo que sea un asunto privado para muchas mujeres, lo fue para mí, pero ¿por qué no puedo saberlo yo?
—No es un asunto público.
—Pero ¿lo registran?
Él sacudió la cabeza.
—La zona general se utiliza para esos enterramientos y se diferencia por épocas, sin tumbas específicas ni apellido.
—¿Por qué?
—Así se ha hecho siempre aquí.
—Pero ¿usted es el responsable de los entierros de los feligreses?
—Sí, con la autoridad que me concede el oficial religioso del condado, igual que mi padre antes que yo, aunque el sacristán cava las tumbas y él, como todo el mundo sabe, es un poco estúpido.
Jane frunció el ceño, apretando sus manos en una súplica.
—¿Es demasiado pedir? Solo quiero saber dónde están enterrados mis hijos.
—Como le he dicho, no puedo ayudarla. Los registros están aún desordenados desde que el señor Bingley fue oficial religioso del condado. Determinar la ubicación general llevaría días. Y, como ve, estoy muy ocupado, así que…
Jane se volvió y salió de la habitación. No le dio las gracias ni le deseó un buen día. Solamente deseaba escapar de aquella habitación húmeda y de aquel hombre tan frío antes de que él la viera llorar.
Deseando hablar con Jane, Mercy se dirigió hacia Bell Inn. De camino, pasó por el taller de Kingsley, un edificio de ladrillo con un toldo extendido sobre un área de trabajo abierta por un lado y puertas dobles para entrar en un taller cerrado al otro. El letrero rezaba:
Hermanos Kingsley
Albañiles, Constructores & Carpinteros
Se hacen planos y presupuestos
Las amplias puertas dobles estaban abiertas y Joseph trabajaba dentro. Se detuvo a observarlo. Con una lija en la mano, alisaba un balancín de madera en forma de caballo posado sobre dos caballetes. Vio que tenía polvo en las patillas y en el vello del dorso de las manos.
Levantó la mirada e hizo una pausa en su trabajo.
—Señorita Grove…
—Buen día, señor Kingsley, ¿cómo está?
—Bastante bien. ¿Cómo va todo en Ivy Cottage?, ¿con su pretendiente?
Lo miró con sorpresa, y él continuó:
—Estaba ahí cuando recibió la carta de sus padres, ¿recuerda? Usted me dijo que temía que el hombre creyera que usted era tan inteligente como su padre y tan hermosa como su madre.
—Es cierto. —Evitó su mirada, avergonzada al recordar lo que le había dicho a causa de la agitación del momento.
—No se decepcionó con usted, ¿no es así?
Negó con la cabeza, sorprendida de nuevo al caer en la cuenta de que no había decepcionado al señor Hollander. Joseph Kingsley siguió limando.
—Le dije que no lo haría.
Mercy le dirigió una mirada al hombre, pero él mantuvo la concentración en la madera. Dejó la lija y alargó la mano hacia una pieza de zapa desecada.
—¿Es un nuevo encargo? —le preguntó.
—No, un regalo para mi sobrina. —Se encogió de hombros—. Siempre hago algo de roble cuando llega un nuevo miembro a la familia.
—¿Por qué roble?
—Me gusta trabajarlo. —El sonido rítmico al pulir la madera acompañaba su suave voz—. Es especialmente bonito y duradero.
Ella se acercó y paseó la mano sobre la suave superficie.
—Su sobrina es muy afortunada.
Joseph le dirigió una breve sonrisa.
—¿La visita fue bien entonces?
La maestra meditó sobre la mejor manera de responder.
—Por un lado, mejor de lo que esperaba y, por otro, mucho peor.
—¿Por qué? —Levantó la mirada.
Mercy hizo una pausa de nuevo y sintió cómo su estómago se revolvía al pensar en el ultimátum de sus padres.
—No hace falta que me cuente nada, señorita Grove —la tranquilizó él, con expresión seria—. No tenía que haberme entrometido.
—No me importa, pero no sé cuánto contarle. No quiero abusar de su confianza de nuevo.
—Yo le he preguntado.
—En ese caso, le diré que él… dejó clara su disposición, pero yo le dije que necesitaba más tiempo para pensarlo. Acabamos de conocernos.
—A veces, la atracción es inmediata, señorita Grove.
—La atracción quizá, pero ¿y el respeto mutuo y el afecto?, ¿y el amor? ¿Cuánto tiempo tarda en llegar? En cualquier caso, me pidió una respuesta antes de Navidad.
—Oí a su madre cuando visité la biblioteca. Ella está claramente a favor de la unión, hizo que él pareciera perfecto para usted: culto, inteligente, profesor… También habló de que escribirían un libro juntos, ¿es así?
La mujer bajó la cabeza.
—Solamente sería su ayudante. —Cambió de tema—. ¿Y qué le llevó a visitar la biblioteca? ¿Olvidó alguna herramienta o algo?
—No. —Ahora fue él quien evitó su mirada—. Fui para encontrar un libro que leer, pero muchos me sobrepasaban.
—Estoy segura de que no es así. Usted es perfectamente capaz e inteligente.
El señor Kingsley levantó la cabeza para observar su rostro. Mercy se sintió cohibida y bajó la mirada hacia sus manos, pero continuó:
—Su trabajo es muy bonito, por cierto.
—Gracias.
La mujer apretó los labios y tomó aire.
—Cuando el señor Hollander y yo le vimos en el parque con sus vecinos, me preguntó si aquella hermosa mujer rubia era su esposa. Yo dije que no sabía quién era, pues no la reconocí…
—¿Esther? No, no es mi esposa.
Algo en su tono hizo que el estómago se le revolviera con agitación. Se mojó los labios.
—¿Es usted… viudo?
Él, limpió las virutas y los restos de lija de la cruz del caballo.
—Sí.
—Creo que… no llegué a conocer a su esposa.
—No, no lo hizo. Me casé con Naomi hace muchos años, cuando vivía en Basingstoke y trabajaba en un proyecto a largo plazo allí.
«Naomi…».
—¿Y qué pasó?
Su rostro se contrajo.
—Murió al dar a luz un año después de que nos casáramos y nuestro único hijo falleció con ella. No suelo hablar de esto… con nadie.
Se sintió una estúpida egoísta por entrometerse con sus preguntas.
—Lo siento mucho.
—Yo también —asintió él.
Mercy se dio cuenta de que finalmente no le había dicho quién era la hermosa mujer rubia. Tragó saliva.
—Bueno, que tenga buen día, señor Kingsley.
—Adiós, señorita Grove.
Qué definitivo sonó aquello.
Mercy continuó su camino hasta Bell Inn para hablar con Jane y encontró a su amiga en el vestíbulo, recién llegada de un recado, quitándose el sombrero y los guantes.
Cuando Jane le echó un vistazo a la señorita Grove, se apresuró a ir a su lado.
—Mercy, ¿qué ocurre? Ven, vamos a la cabaña y hablamos en privado.
Se asomó a la oficina para pedirle a Patrick que vigilara la recepción, pasó un brazo por encima del hombro de la maestra y la condujo a través del patio.
Ya en la casa, se sentaron frente a frente.
—Cuéntame.
Mercy inhaló una gran bocanada de aire y le habló de la visita del señor Hollander y del ultimátum de sus padres.
—Ahí estaba, haciendo campaña para montar una escuela más grande cuando tenía que haber estado dando gracias por la que ya tengo. Ahora voy a perder mi escuela y George y su esposa se quedarán en Ivy Cottage a no ser que me case.
—Oh, Mercy, no. —Su amiga abrió mucho los ojos.
—El señor Hollander no es un mal hombre, Jane. Disfruté mucho hablando de libros con él y compartiendo algunas comidas, pero eso no significa que esté preparada para pasar mi vida con él, mi… cama. No. —Se estremeció.
La señora Bell apretó los labios y respondió con amabilidad:
—Sé que puede parecer una perspectiva algo inquietante al principio. Yo recuerdo… bueno, lo recuerdo vagamente. —Soltó una risita—. Es natural estar nerviosa, pero ¿estás segura de que no sentirás lo mismo con «cualquier» hombre?
La maestra desvió la mirada al sentir que se sonrojaba y su amiga arqueó las cejas.
—¡Oh, Mercy! —exclamó, atónita y desasosegada—. Lo siento, no tenía ni idea de que hubiera alguien más. Espero no haber herido tus sentimientos al reírme un poco. Qué desconsiderado por mi parte.
—No hay nadie más —repuso—, en términos de… posibilidades reales. Nadie más me está cortejando ni nada por el estilo. Pero hay alguien que… me gusta, así como la perspectiva de compartir con él mi vida y mi cama… —Se sonrojó de nuevo.
—Alguien… ¿no tan desdeñable?
—No desdeñable en absoluto.
—Cielo santo. Supongo que no me dirás de quién se trata.
—Es mejor que no, especialmente porque el señor Hollander está esperando mi respuesta.
—¿Ese hombre que te gusta… quienquiera que sea… sabe lo del señor Hollander?, ¿que se ha declarado y que te ha dejado hasta Navidad para decidir?
—Lo sabe —respondió, con un suspiro.
El rostro de la posadera se contrajo.
—¿Y no dijo nada? ¿No hizo gesto alguno de que le… molestara?
—No lo creo. No soy una experta leyendo el pensamiento a los hombres, por supuesto, pero pareció coincidir con mis padres en que el señor Hollander y yo estaríamos bien juntos, ambos cultos y educados, ambos profesores.
—¿Y este otro hombre no lo es?
Mercy se cruzó de brazos.
—No es muy culto, es cierto, pero es muy capaz e inteligente, generoso y trabajador…
—Cielo santo, sí que te cautiva. ¿A él le interesas?
Se encogió de hombros y se quedó un momento pensando.
—Creo que le intereso lo suficiente, al menos como amiga. Hablamos con naturalidad y él admira mis conocimientos y mi habilidad docente, del mismo modo que yo admiro su fuerza y su destreza.
—Es un comienzo.
Mercy negó con la cabeza.
—No, no lo es. Le vi abrazar a una hermosa joven el otro día. Era completamente opuesta a mí: menudita, rubia, hermosa, encantadora…
—¿Rachel? —Jane pestañeó con sorpresa.
—No, era incluso más hermosa, así que imagínatelo. ¡Tendrías que haber visto cómo él le sonreía! La abrazó en el parque. Además, parece estar animándome a aceptar al señor Hollander. ¿De qué otra manera podría comunicarme más claramente que no tiene interés romántico alguno en mí? Al parecer, solo el señor Hollander padece dicha aflicción.
—Oh, Mercy, ¿qué piensas hacer?
—No lo sé. De cualquier modo, perderé mi escuela. ¿Debería renunciar a mi independencia también, a cambio de un marido y de posibles hijos? —Miró a Jane—. Tú renunciaste a tu antiguo modo de vida para casarte. ¿Mereció la pena?
—Nuestras situaciones son muy diferentes. Yo me sentí atraída por John desde el principio y, aunque tenía mis reservas sobre casarme con él, nunca dudé de su amor por mí.
—¿Y tú le amabas?
—Llegué a amarle, sí. No con un amor desesperado como el de las novelas y la poesía, pero sí. Después de que el amor romántico decayera, seguí teniéndole mucho cariño. —Puso la mano sobre la de su amiga—. ¿Crees que podrías llegar a tenerle cariño al señor Hollander?
—Sí, a tenerle cariño sí. ¿A amarle?, ¿a desearle…? —Hizo un gesto de negación—. No lo sé.
—¿Qué dice Rachel de todo esto?
—No lo he hablado aún con ella. Su propio futuro está en juego. Creo que podría persuadir al señor Hollander para mantener la biblioteca, pero, si no me caso con él, no hay duda de que tendría que cerrarla. No soporto la idea de tener que decirle que podría perder la biblioteca tan pronto. No quiero que se preocupe innecesariamente.
—No puedes casarte con un hombre que no amas solamente para salvar la biblioteca de Rachel.
—Lo sé, pero me siento fatal.
Jane le apretó la mano.
—Lo entenderá. ¿Y qué hay de Alice? ¿Qué dijo el señor Hollander sobre ella?
—La idea de convertirse instantáneamente en padre le resultó intimidante, pero está dispuesto a hacerlo por mí.
—Bueno, eso le honra.
La señorita Grove estudió el rostro de su amiga.
—¿Ocurre algo, Jane? Pareces triste. He estado tan envuelta en mis propias preocupaciones que no te he preguntado qué tal estás tú.
La posadera bajó la cabeza y Mercy dudó que fuera a decírselo.
Por un momento, la señora Bell apretó los labios y, después, respondió:
—Si te soy sincera, siento pena de mí misma. Hay una niña en la posada ahora y me ha recordado a aquellos que perdí, pero se me pasará. —Sonrió con decisión—. Tengo la determinación de no dejarme llevar por la autocompasión.
—Te admiro, Jane. Intentaré hacer yo lo mismo —respondió, apretándole la mano con fuerza.
Aquella noche, Thora se dio cuenta de que Jane estaba melancólica y le preguntó qué le pasaba.
—¿Qué? Oh, solamente estoy cansada. Tuvimos unas huéspedes difíciles anoche, la señorita no sé qué y su sospechosa criada. Pidió que se inspeccionaran las sábanas y se quedó mirando mientras Hetty cambiaba unas perfectamente limpias. Además, la comida que había preparado la pobre señora Rooke fue devuelta tres veces.
—¿La pobre señora Rooke? Nunca esperé oír de tu boca semejantes palabras.
Su nuera ni siquiera sonrió.
—Jane —insistió—, ¿qué ocurre?
Finalmente le contó la visita tan frustrante que había hecho al señor Beachum. Logró esbozar una tímida sonrisa y prosiguió:
—Probablemente piense que soy una estúpida. Sé que es un deseo poco práctico, sé que debería renunciar.
La señora Talbot sacudió la cabeza.
—Nunca me ha gustado ese hombre.
No dijo nada más ni hizo promesa alguna, pero tomó la decisión de visitar ella misma al secretario parroquial tan pronto como tuviera la oportunidad.