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CAPÍTULO

36

El lunes por la noche, Rachel se sentó en una silla en la reunión de la Sociedad de Damas Té y Labores mientras Mercy pedía silencio. Jane no estaba, al igual que la lechera, la señora Barton, que se había convertido en una de sus clientas más habituales en la biblioteca.

Entre otras cosas, Mercy había incluido en el orden del día solicitar ideas para ubicaciones alternativas de la escuela y la biblioteca, si es que eran necesarias.

La maestra comenzó con una novedad de su campaña por la escuela de caridad y contó que los magistrados podrían llegar a considerar el uso del edificio de la iglesia para instrucción religiosa —si los padres proporcionaban fondos para los materiales—, pero no para educación general.

Unas pocas mujeres gruñeron como respuesta, mientras que otras asintieron con aprobación.

—Es un avance, al menos —dijo la señorita Cook.

La señora O’Brien sacudió la cabeza.

—Es fácil decirlo, Charlotte. No eres uno de los padres en apuros a los que se les pedirán fondos.

La puerta se abrió de golpe y la señora Barton entró entusiasmada.

—¡Señoritas! Vengan, rápido. ¡El señor Craddock y el señor Cottle han pillado a un ladrón! ¡Están fuera, junto a la bodega, ahora mismo! —Mostraba en su semblante el regocijo de ser la portadora de tales noticias.

Las mujeres se levantaron de las sillas para verlo por sí mismas. La lechera fue hasta el postigo de la ventana y se puso de puntillas.

—Mercy, abre la ventana, por favor. Yo no llego.

La joven obedeció y la ventana emitió un chirrido al abrirse. Rachel y muchas otras mujeres estiraban sus cuellos para ver y la señora Barton se subió a una silla, mientras que otras se apiñaron en la entrada del ayuntamiento para contemplar el drama cercano sin interrumpirlo.

Ahí estaba el carnicero, que además era temporalmente el comisario del pueblo, frente al pequeño muro de piedra, junto al panadero y a un chico nervioso. Sir Timothy apareció dando grandes zancadas por Potters Lane y Rachel contuvo la respiración. Con los anchos hombros, la mandíbula pronunciada y aquella expresión de determinación, cada milímetro de su cuerpo hacía que pareciera un magistrado al que había que respetar e incluso temer.

—Sí, señor Cottle, ¿me ha mandado llamar?

—Hemos pillado a este jovencito robando una hogaza de pan.

Sir Timothy miró al chico, que no parecía tener más de catorce o quince años.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Jeremy Mullins.

Junto a Rachel, Mercy ahogó un grito.

—¡Es el hermano de Sukey!

El comisario frunció el ceño.

—Una broma divertida, ¿eh, Mullins?

—No, señor. Mi padre está herido y no puede trabajar, y mis hermanos pequeños tienen hambre. Nunca fue mi intención hacer daño a nadie. Solo quería ayudar.

—Un caballo pateó al señor Mullins, pobre hombre —medió el carnicero.

—Eso no te da derecho a robar, chico —repuso el señor Craddock.

—Esperé hasta el final del día. No pensé que llegaría a vender esa última hogaza.

—Robar sigue siendo robar —insistió el perjudicado.

El joven bajó la cabeza y el panadero se volvió hacia sir Timothy.

—Exijo justicia, señor. Esto es un hurto menor, no puede negarlo.

—Así es. —Sir Timothy suspiró y se volvió hacia el chico—. Me temo que el señor Craddock está en lo cierto y que la justicia debe ser cumplida. La pena es de seis libras o de seis semanas de prisión con trabajos forzosos.

Rachel compadeció al muchacho. ¡Qué sentencia tan severa para alguien tan joven! El chico esbozó un gesto de disgusto y dejó caer los hombros, resignado. No parecía que tuviera ni seis cuartos de penique, y mucho menos seis libras, casi el sueldo de un año para mucha gente pobre.

Sir Timothy sacó su propio monedero.

—Yo pagaré la multa en tu nombre, hijo, si te parece bien.

La boca de Jeremy se abrió de par en par.

—Pero, señor, nunca podría devolvérselo.

—Lo sé.

—¡No es justo! Si lo perdona, ¡me infestará de ladrones! —protestó el panadero.

Sir Timothy hizo caso omiso a Craddock y mantuvo su mirada en el joven.

—¿Lo aceptarás?

Jeremy Mullins se quedó mirándolo atónito.

—Lo haré, señor. —La voz le temblaba—. Que Dios le bendiga.

La señorita Ashford permaneció en el sitio, sorprendida.

—Gracias a Dios —murmuró Mercy.

Algunos fragmentos del sermón del señor Paley volvieron a la mente de Rachel: «… apaciguó la justicia de Dios en nuestro lugar. Nunca podremos merecer o devolver un regalo así. Solo podemos aceptarlo…».

La bibliotecaria sintió que el corazón le latía con fuerza. «O, Dios en el cielo, perdóname por ser tan orgullosa como para no pedirte ayuda, para no aceptar tu gracia compasiva. Es un regalo que nunca podré merecer, abonar en crédito o devolver…».

Las mujeres volvieron lentamente a sus sillas entre murmullos y comentarios.

La señora Barton sacudió la cabeza.

—El señor Craddock tiene razón. Ahora cualquier chaval de clase baja querrá robarle.

—Puede permitírselo ese maldito avaricioso —gruñó la señora Burlingame.

—Cielo santo, sir Timothy es todo un caballero —suspiró Judith Cook, agitando las manos frente a su cuello, como abanicándose.

—Eres demasiado mayor para él, querida —espetó la señora O’Brien.

—Bueno, yo no lo soy. —Becky Morris se ahuecó el cabello—. Sería un marido muy elegante.

Julia Featherstone levantó una mano con indiferencia.

—Como si fuera a mirarnos.

—Lo sé —suspiró Becky—, pero una chica puede soñar, ¿no es así?

Rachel asintió. «Sí, sí que puede».

Mercy volvió al frente de la habitación y volvió a pedir orden, pues había otros asuntos que necesitaban soluciones urgentes.

—No sabía que la situación estaba tan mal. ¿Qué podemos hacer para ayudar a los Mullins?

La reunión continuó, pero Rachel solamente podía inclinar la cabeza y rezar, por los Mullins y por ella misma. No sabía lo que le depararía el futuro o cómo viviría, pero sintió que una paz inexplicable caía sobre ella como una manta cálida en invierno. Había sido demasiado orgullosa para pedir ayuda a Dios, pero su ayuda y su paz llegaron igualmente.

—Gracias —murmuró.

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Después de la reunión, Mercy y Rachel caminaron juntas a casa. Cuando llegaron a Ivy Cottage, la maestra se sorprendió al ver a Jeremy Mullins esperando fuera de la verja. La bibliotecaria le dirigió una mirada de preocupación a su amiga, pero ella le dio la bienvenida con amabilidad:

—Hola, Jeremy, ¿estás aquí para ver a tu hermana?

El muchacho suspiró aliviado.

—Sí, señorita. Temo que se haya enterado y piense lo peor de mí. O que tema que me hayan encarcelado.

—Lo que podría haber ocurrido de no ser por la intervención de sir Timothy. Espero que hayas aprendido la lección.

—Así es, señorita. Nunca en la vida había estado tan asustado.

—Bien. Entonces entra y toma un poco de tarta con nosotras. —Mercy abrió la puerta y lo guio adentro.

—Iré a buscar a Sukey —se ofreció Rachel, dirigiéndose hacia la escalera.

—Gracias, Rachel, le enseñaré al señor Mullins dónde puede lavarse las manos.

Poco después, los cuatro estaban sentados en el comedor, con té, chocolate caliente y pastel. La tarta no era una de las más aceptables de Matilda, pero Jeremy devoró su pedazo.

Sukey se quedó atónita al oír las noticias.

—Oh, Jeremy, ¿en qué estabas pensando?

—No estaba pensando, al menos no con claridad. Lo siento, Sukey.

—Le romperás el corazón a mamá.

—Lo sé —respondió él, bajando la cabeza.

Mercy le sirvió otro pedazo del dulce, planeando enviar el resto del pastel a casa de los Mullins, junto con todo lo que pudiera sobrar de la despensa.

—Estoy segura de que si te disculpas y prometes no volver a hacerlo te perdonará. Sé que te quiere mucho.

Sukey asintió.

—Menos mal que papá está convaleciente, si no te daría un cachete sin importarle que seas igual de alto que él.

Jeremy torció el gesto.

—Intenté encontrar trabajo primero, ¿sabes? Pero pocos quieren contratar a alguien de mi edad… y menos ahora que todos sabrán lo que hice.

—Me temo que tienes razón —afirmó Mercy.

—¿Por qué no preguntas en Brockwell Court? —sugirió Rachel—. Creo que es época de cosecha y podrían necesitar manos extra para recolectar.

—Pregunté ayer y el administrador de la hacienda me rechazó. Dijo que era demasiado joven para el trabajo, aunque soy más fuerte de lo que parezco.

—Lo es —confirmó Sukey, asintiendo con energía—, es muy fuerte, señorita.

—Quizá deberías ir de nuevo y preguntarle a sir Timothy —propuso Rachel.

—¿Después de lo que ha sucedido hoy? No podría pedirle que hiciera nada más por mí. ¿Por qué habría de darme trabajo si sabe mejor que nadie lo que he hecho?

—No sé si lo hará o no, pero sí sé que sería justo.

Jeremy suspiró.

—Muy bien, le preguntaré. Es probable que me mande a paseo, pero lo intentaré.

Poco después, el chico volvió a casa cargando con una cesta llena de tarta, latas de conserva y un pastel de carne. Sukey lo acompañó hasta la puerta.

Rachel y Mercy se quedaron en la mesa con el té, hablando sobre el día y sobre la actitud tan compasiva que había demostrado sir Timothy hacia el muchacho. La señorita Ashford comentó lo mucho que le había afectado la escena y la paz que sentía por el reconfortante final.

Mercy escuchó con interés y dijo:

—Estoy contenta de oírlo, Rachel. A mí me ha recordado al padre de sir Timothy, pues es algo que también podría haber hecho él. Recuerdo haber oído la historia de cómo evitó que una mujer fuera al hospicio en una ocasión.

Rachel frunció el ceño y respondió:

—Creo que sir Timothy es dos veces más caballeroso de lo que fue su padre.

La maestra mezcló los posos de su taza de té.

—Por cierto, lamento que no llegáramos a hablar de tu biblioteca en la reunión de esta noche.

—No te preocupes. Cielo santo, si alguien tuviera que disculparse debería ser yo por no apreciar en su justa medida lo que has hecho por mí. Tu amistad es una bendición, Mercy Grove.

—Y la tuya. —La maestra sonrió.

—Creo que ahora iré a buscar un nuevo libro para leer. Tengo que sacarle partido a mi biblioteca mientras pueda —bromeó Rachel, que guiñó un ojo a su amiga mientras se levantaba.