CAPÍTULO
40
Thora estaba saliendo de su casa la mañana siguiente cuando apareció Hetty por la puerta de la granja del Ángel con un paquete en la mano.
—Hola, Hetty.
—Se marchaba… —observó la joven—. No la retendré.
—Iba de camino a Bell Inn para verte. Pasa. —Thora sujetó la puerta y la chica atravesó el umbral, pero no avanzó más.
—La señora Bell se ofreció a cuidar de Betsey por mí. Solo he venido a devolverle lo que nos prestó. —Le entregó el pequeño paquete—. Aquí están las cosas de cuando Patrick era un bebé. Las he lavado con cuidado, no se preocupe.
—No estaba preocupada y no hace falta que me las devuelvas.
—Sí. Usted las guardó para los hijos de Patrick, para sus nietos. No estaría bien que yo me las quedara. Nunca tendría que haberlas aceptado. Por favor, perdóneme por hacer que creyera… que tuviera la esperanza…
—Hetty…
—Y aquí está la pulsera que le dio a Betsey.
Thora miró el colgante azul y sacudió lentamente la cabeza. Con la voz espesa, dijo:
—Ya le he entregado mi corazón, no hay vuelta atrás.
La joven sostuvo su mirada un instante, confirmando su resolución, y devolvió la pulsera al bolsillo de su delantal.
—Gracias, Thora.
Pretendía volver caminando, pero la señora Talbot insistió en llevarla con su carreta. Fue un trayecto silencioso e incómodo.
Dos carruajes habían llegado a la posada antes que el suyo y el patio estaba alborotado. Thora percibió que la joven observaba los vehículos.
—Hetty, no estarás pensando en marcharte, ¿verdad?
—Sí.
—Pero ¿dónde irías?
—No lo sé.
Le entregó las riendas a un mozo de cuadra y bajaron de la carreta. Jane se acercó a saludarlas con Betsey en la cadera. Su suegra le hizo un gesto de saludo y continuó:
—Recuerda lo que te dije: Betsey y tú tenéis un techo en Ivy Hill mientras lo necesitéis, aquí en Bell Inn o con Talbot y conmigo. ¿Verdad, Jane?
—Por supuesto.
—Thora, es muy amable por su parte. Y tentador —agradeció Hetty—, pero si Patrick se marchó para evitar casarse conmigo no soy tan tonta como para quedarme aquí o ¡mudarme con su madre! La echaré de menos, algo que jamás pensé que diría ni sentiría con todo mi corazón. Y Betsey también, pero es muy pequeña y, con el tiempo, la añoranza se desvanecerá.
Thora se preguntó si las últimas palabras se referían a su hija solamente o a sí misma también. Jane le apretó la mano.
—Hetty, por favor, no te marches.
—¿Marcharse? ¿Por qué iba a marcharse?
Las tres volvieron la cabeza. Ahí estaba Patrick, vistiendo su levita favorita, con un ramo de flores de invernadero en una mano y una maleta en la otra.
—¡Patrick! —exclamó la pelirroja.
Thora sintió que el corazón iba a estallarle en el pecho y apretó la mano contra el pecho. «Gracias a Dios».
—¿Dónde fuiste? Ted te vio marcharte.
—Solo por unos días. —Dejó la maleta en el suelo—. Cielo santo, madre. ¡Dígame que no sacó conclusiones precipitadas y arrastró a Hetty consigo! ¿Pensó que me había ido? ¿Por quién me toma?
—No. De hecho, Thora intentó convencerme de que volverías a por mí —dijo Hetty—, pero fui yo quien tuvo miedo de creerla.
—¿Por qué? Te dije que te amaba y que quería que fueras mi esposa. —Le dio el ramo con una sonrisa.
Ella bajó la mirada hacia las flores.
—Pero cuando te conté lo de… Betsey… te marchaste, sin decir nada. Y…
—¿Y qué hay de Betsey? —Tomó a la niña en brazos—. Puede que no haya heredado mi amable temperamento o mi cabello oscuro —bromeó, mirando con cariño a la pequeña—, pero es igual de atractiva e inteligente y encantadora… ¿Puedes negarlo?
Hetty intercambió una mirada con Thora.
—Tu madre dijo algo similar.
—¿Ah, sí? Bueno, mi madre me conoció de bebé, ¿no es así? —Sonrió—. Es la más cualificada para reconocer el parecido.
Hetty se mordió un labio.
—Pero… no me pediste oficialmente que me casara contigo.
—Lo sé, no podía. No hasta tener algo que ofrecerte, algo mejor que esa pequeña y húmeda habitación en la posada de mi cuñada.
—Eso no me importa.
—Debería. Mereces más.
—Aún no nos has dicho dónde fuiste —intervino Jane— y por qué tanto secreto.
—Dejé una breve nota en la oficina. ¿No la visteis?
—No.
—Probablemente estará enterrada bajo una pila de facturas. —Se encogió de hombros—. Fui primero a Salisbury para hablar con los banqueros, ya que no han sustituido aún a Blomfield en el banco de Ivy Hill. Después, miré algunas propiedades. No dije nada porque quería que fuera una sorpresa y, honestamente, porque temía que me denegaran el préstamo después de… bueno… del reciente malentendido que tuve con su antiguo socio. Pero estoy feliz y aliviado de decir que han aceptado trabajar conmigo. Tengo algo de dinero ahorrado y ellos me prestarán el resto.
—Otro préstamo no… —gimió Thora.
—Solo uno muy modesto, madre.
—¿Un préstamo para qué?
—Tengo el ojo puesto en un hostal de Salisbury y en otro más pequeño en Wishford. Aún no he hecho ninguna oferta formal por ninguno, puesto que quiero que veas los dos, Hetty, y que decidamos juntos. Claro que… tendrás que aceptar a un simple propietario cuando mereces al lord de una mansión.
—Claro que te aceptaré. Oh, Patrick. —A la joven le brillaron los ojos y apoyó la mano en el brazo de él.
Thora hizo una mueca.
—Salisbury es una ciudad muy grande y está muy lejos.
—No tan lejos. Podría visitarnos los domingos, madre. Y sé cuánto le disgusta Wishford.
—Pero Wishford está más cerca —añadió ella.
—Cierto. El hostal allí es un poco pequeño, pero cuenta con una pequeña vivienda para los dueños con dos dormitorios extra para los… niños. Necesita reparaciones, pero creo que tiene potencial. También hay sitio para una ampliación si decidimos continuar construyendo y, como está al lado del río, podría llegar a tener éxito.
—Suena prometedor, Patrick. —La señora Talbot tragó saliva—. Estoy… orgullosa de ti.
—Gracias, madre.
Con Betsey aún en brazos, Patrick apoyó con cautela una rodilla en el suelo del patio de Bell Inn.
—¿Qué me decís, Hetty y Betsey? ¿Os casaréis conmigo? Sé que no soy un hombre perfecto, pero te quiero, os quiero a las dos, y sería un honor ser tu marido y —dirigiéndose a Betsey— tu padre.
Hetty se dejó caer sobre las rodillas ante él y envolvió a Patrick y Betsey en un abrazo torpe.
—Sí, lo haremos.
Aunque el futuro de su biblioteca y su sustento eran inciertos, Rachel siguió con su negocio con toda la calma que pudo. De vez en cuando, una oleada de preocupación la embargaba, pero había aprendido a rezar cuando sucedía. Se recordó a sí misma que había rezado para reconciliarse con Jane hacía unos meses y habían recobrado su amistad. También pensó en la inmensa ayuda de Mercy y sintió que se llenaba de gratitud de nuevo mientras su confianza en Dios crecía.
Entretanto, estaba determinada a sacarle el mejor partido a la biblioteca circulante Ashford, ayudando a sus clientes y leyendo ella misma con voracidad. Incluso decidió acudir al siguiente encuentro de lectura, que estaba dedicado esta vez a la novela Emmeline, la huérfana del castillo, de Charlotte Smith. A ese ritmo, pronto cambiarían el nombre del grupo por el de Sociedad de Damas Té, Labores y Libros.
El día antes del baile de la señorita Bingley, Rachel fue a tomar el té con Jane. En un rincón junto a la chimenea, acurrucadas en altas butacas en la salita de café de Bell Inn, hablaron del compromiso de Patrick, de la situación de la biblioteca y de la marcha inesperada de la señora Haverhill.
—¿Y Timothy? —preguntó la señora Bell—. ¿Hay algún avance?
Sacudió la cabeza.
—No me ha dicho nada ni ha visitado la biblioteca últimamente.
—Quizá piense que aún te está cortejando el señor Ashford.
—Es posible, aunque los rumores suelen extenderse rápido en nuestra pequeña colina. Diría que su manera de tratarme el día en que se fue la señora Haverhill era afectuosa. Confieso que me dio cierta esperanza…, aunque tengo miedo de ilusionarme. No quiero que me hagan daño de nuevo.
—Lo entiendo, Rachel, pero creo que tienes razones suficientes para albergar esperanza. Estás más fuerte y hermosa que nunca, con el carácter aún más dulce, y aún eres joven.
—Gracias, Jane.
—Lo que me recuerda… —Levantó una mano con los ojos brillantes—. Por la presente, quedas invitada a una cena muy especial la semana que viene. Estamos de celebración.
—¿Y qué celebráis?
—Una de nosotras, que no es tan joven, alcanza una edad especial pronto… —La posadera tosió para darle énfasis—. Y no se me ocurre una manera mejor de prevenir la melancolía que una fiesta entre amigos.
La bibliotecaria sonrió.
—Buena idea. Al parecer, con la edad viene la sabiduría.
Cuando Rachel volvió a Ivy Cottage, un grueso paquete la esperaba en el mostrador de la biblioteca envuelto en papel marrón, un sello lacrado y un cordel. ¿Otra donación? Enganchada en la cuerda, la tarjeta de un encuadernador de Bristol con su nombre escrito en una tipografía elegante: «Señorita R. Ashford».
Se trataba entonces de un regalo. La envolvió un sentimiento de felicidad anticipada. ¿Sería de Timothy?, pensó ilusionada. Él había vuelto hace poco de Bristol…
Deslizó la uña por debajo del sello y tiró del papel. Dentro había una bonita edición en cuero y recubierta de oro de la novela Persuasión, que formaba un grueso tomo. La portada incluía una anotación impresa: «Por la autora de Orgullo y prejuicio, Mansfield Park…».
La biblioteca ya poseía una colección de cuatro tomos de La abadía de Northanger y de Persuasión, por lo que no se sintió mal por subir a su habitación el nuevo libro para su propio entretenimiento. Le había encantado Orgullo y prejuicio y no podía esperar a leer aquella obra de la misma autora.
La señora Timmons llamó desde el pasillo para decir que la cena estaba lista y para que se dieran prisa si no querían tomar guisantes fríos. La nueva lectura tendría que esperar.
Aquella noche, Rachel se puso el camisón y se acomodó en la cama, entre almohadas y con un cálido chal por los hombros. Entonces abrió el libro… y contuvo el aliento. Después de tanto buscar dedicatorias en otros libros, aquí había una por fin:
«Para Rachel. Me desgarras el alma».
¡Cielo santo! ¿Qué quería decir aquello? La caligrafía le resultaba familiar, pero la dedicatoria no estaba firmada. Había planeado leer solamente un rato; pero, después de descubrir la intrigante dedicatoria, supo que no podría dormir tranquila aquella noche.
La autora comenzaba describiendo a sir Walter Elliot y a sus hijas, que decidían vender su propiedad y vivir más modestamente en otra parte. Después de tres capítulos, notó que comenzaba a adormilarse. «Una página más», se dijo comenzando el cuarto.
Entonces leyó con creciente interés la historia de amor de la hermana mediana: de joven, Anne Elliot había estado comprometida brevemente con el capitán Frederick Wentworth, pero un amigo de confianza de la familia había asegurado que no era digno de ella, pues tenía poca fortuna y contactos, por lo que la chica había sido persuadida para cancelar el compromiso, una decisión de la que se arrepentiría.
«Habían pasado más de siete años desde que aquella pequeña historia de triste interés había llegado a su…». Rachel se vio reflejada. Ignorando la hora que era, continuó leyendo, ahora completamente desvelada.
El capitán Wentworth volvía del mar como un hombre de éxito que había dirigido sus atenciones hacia una mujer más joven. Entretanto, un primo, el heredero de su padre, comenzó a cortejar a Anne. A los veintisiete años, sabía que debía estar agradecida por el interés de aquel hombre, pero aún amaba al capitán Wentworth y temía haberlo perdido para siempre.
La vela que la iluminaba comenzó a extinguirse. Rebuscó en su armario hasta encontrar un repuesto, la encendió con los restos parpadeantes de la primera y siguió leyendo.
Al amanecer llegó al capítulo culminante: Wentworth creía que Anne se casaría con su primo y ella deseaba poder probar su lealtad. Finalmente, el capitán escribió una carta y, con una mirada de súplica, la dejó donde ella pudiera encontrarla. Al verla, la mujer creyó que su felicidad futura dependía del contenido de aquel mensaje y se sentó a leerlo…
Deseosa de leer la carta de la ficticia Anne, Rachel volvió la página y contuvo el aliento. ¿Qué era aquello? Aunque era claramente un libro nuevo, alguien había subrayado un párrafo de aquella página. La confusión dejó paso rápidamente a una esperanza creciente cuando leyó las frases marcadas:
Debo hablar con usted por cualquier medio a mi alcance. Me desgarra el alma. Me encuentro atrapado entre la agonía y la esperanza. No me diga que es demasiado tarde, que tan preciosos sentimientos han desaparecido para siempre… No he amado a nadie más que a usted…
Presionó una mano contra el pecho mientras aquellas palabras envolvían su alma y todo su ser. Pasó la página final y permaneció inmóvil, ya no quedaba rastro alguno de duda. Ahí, entre las páginas finales, había una pequeña rosa prensada con una perla enganchada en el tallo.
Rachel la tomó con delicadeza y los ojos se le llenaron de lágrimas. Era la flor que se le había caído del pelo la noche de su baile de presentación, hacía más de ocho años. Timothy la había guardado todo ese tiempo.