vector decorativo

CAPÍTULO

33

Con las manos entrelazadas sobre el regazo y rezando en silencio, Mercy estaba sentada al otro lado del escritorio de la oficina del señor Drake en el Fairmont. Resistió la necesidad de moverse nerviosamente mientras él leía la carta de Mary-Alicia. Frunció el ceño mientras leía; después su expresión se relajó.

Se recostó sobre el respaldo y dejó escapar un largo suspiro.

—He estado pensando en esto desde que conocí a Alice. Sus facciones, su edad… —Sacudió la cabeza y presionó los dedos contra sus labios abiertos—. Pobre Mary-Alicia. Ojalá la hubiera encontrado.

—Me gustaría empezar, señor Drake, por asegurarle que no he venido hoy aquí para intentar obligarle a que haga nada. Simplemente pensé que tenía derecho a ver la carta. Sé que su… familiaridad con la señorita Payne fue hace ya muchos años y que no fue muy larga. No tiene obligación alguna de…

—Claro que la tengo.

Mercy apretó las manos hasta que le dolieron los nudillos.

—Quiero que sepa que el señor Thomas me pidió que fuera la tutora legal de Alice. Mi abogado ya está ultimando los papeles. Estará en buenas manos, se lo aseguro.

El señor Drake releía la carta, deshecho en remordimientos. ¿Habría oído siquiera lo que decía Mercy?

—Se equivocaba, nunca la olvidé ni me marché de aquel hotel para evitarla, sino porque recibí un mensaje urgente diciendo que mi madre estaba enferma. Pensé que Mary-Alicia estaría ahí una semana más, por lo menos. —Hizo un gesto de contrariedad—. Tendría que haberle dejado una nota, mi dirección permanente, algo…, pero me marché con tanta prisa… Fue justo antes de que comprara mi primer hotel. Dudo si mencioné dónde vivían mis padres, aunque aquella era mi residencia oficial en aquel momento. Había intentado alejarme de los Hain-Drake; estaba determinado a sacar adelante mis negocios a mi manera. Nunca pensé que aquella decisión tuviera tales consecuencias…

—Su hotel…, exacto. Señor Drake, tiene un negocio gestándose en el que pensar, así como en su hotel de Southampton, lo que debe de consumir gran parte de su atención. Entendería que no tuviera tiempo para añadir la responsabilidad sobre una niña de ocho años. —¿Podría detectar la desesperación en sus argumentos, a pesar de expresarlos con calma? Esperaba que no—. Creo que lo único que quería la señorita Payne era que alguien protegiera a Alice, que la mantuviera, y yo podría hacerlo.

—Yo también.

—Sé que es un hombre generoso, señor Drake. Jane Bell es muy buena amiga mía y siempre habla maravillas de su naturaleza espléndida. Si quisiera contribuir con un estipendio para el mantenimiento de Alice o con fondo para cuando cumpla la mayoría de edad…

—¿Mayoría de edad? La niña solamente tiene ocho años, señorita Grove. Queda una eternidad para eso. Quiero involucrarme ya y no solo económicamente.

Mercy notó los nervios agarrados en el estómago. Incluso mientras salían las palabras de su boca, supo que estaba tocando donde no debía.

—Señor Drake, ni siquiera está casado.

—Usted tampoco.

—No, pero Alice ha vivido conmigo todos estos meses. Me tiene cariño, confía en mí…

—Y yo soy su padre.

La maestra sintió que su mundo se derrumbaba. Aquello no estaba saliendo como había esperado. Temblorosa, inhaló una bocanada de aire.

—Le sugiero que ambos nos demos un poco de tiempo para pensar en ello. Yo debo hablar con el señor Thomas.

Alargó la mano para llevarse la carta, pero él se la arrebató con una expresión severa en sus ojos verdes.

—Es mejor que conserve esto. Al fin y al cabo, va dirigida a mí y no querría que nadie me sobornara para recuperarla.

Mercy abrió la boca, atónita.

—¡Yo nunca…!

—¿Y qué quiere que piense? Me trae la carta e intenta quitármela después de toda una charla acerca de mis hoteles y de cómo aceptaría mi dinero.

Mercy dio un respingo.

—¡Para Alice, no para mí! Ha sido un malentendido, solamente quiero lo mejor para ella.

—¿Y cree que es usted la más indicada para decidir qué es lo mejor para ella? No es su madre, señorita Grove.

—Lo sé —respondió, indignada y dolida.

—Es una responsabilidad que me ha concedido Dios, no a usted —repuso él.

—¿Cree en Dios, señor Drake? —preguntó, con tono irónico.

—Ahora sí. —Frunció la boca—. En cuanto al señor Thomas, el abuelo que despreció a Mary-Alicia y la dejó morir en la pobreza, no tengo interés alguno en su opinión. Sus deseos son irrelevantes.

—Aunque no piense en sus deseos, piense en Alice. Ha crecido pensando que era hija de Alexander Smith, que se casó con su madre y murió en el mar. Y casi todos creen lo mismo. ¿Dejará que conviertan a la niña en una ilegítima? Puede fingir que no afectará a su reputación, a su felicidad y a sus perspectivas futuras de matrimonio, pero estaría engañándose a sí mismo.

—¡Malditos chismosos! Entonces será nuestro secreto, al menos hasta que Alice sea mayor y pueda decidir cómo enfrentarse a la situación.

Mercy sintió un enorme malestar.

—¿De verdad quiere criarla como su hija? ¿Cómo lo explicará sin revelar la verdad?

Apoyó las manos con una fría sonrisa en su rostro.

—Soy un viejo amigo de los Smith. Es natural que un buen amigo se haga cargo de su hija ahora que han fallecido, sobre todo si su bisabuelo no está dispuesto a cuidar de ella.

—Eso es una mentira. Usted nunca conoció al señor Smith.

—De hecho, sí, en Portsmouth. Un hombre muy sociable, sobre todo cuando le invitan. Era un amigo más cercano a Mary-Alicia, pero es mejor no incidir en ese hecho, por el bien de Alice. Y, ya que parece tener una mala opinión de mi carácter, no le sorprenderá que mienta para proteger a Alice. Aunque preferiría ejercer mi verdadero papel, reflexionaré primero sobre cómo proceder y hablaré con un abogado.

Mercy no había estado dispuesta a mentir para proteger a la niña. «Oh, Dios, ¿habré cometido un terrible error?».

Con las sientes palpitando, se levantó.

—Espero que se tome el tiempo de pensar en esto con cautela antes de hacer nada precipitado, señor Drake. Piense en qué será mejor para Alice a largo plazo.

Salió confusa de la oficina. ¿Qué había hecho ella para enemistarse con el hombre que tenía el futuro de Alice en sus manos? Un futuro del que ella no parecía ir a formar parte, después de todo.

vector decorativo

Para alejar a Athena de las obras, Jane había intentado llevarla a la granja del Ángel, de los Talbot, pero el entorno y el resto de animales le resultaron extraños y se puso más nerviosa que con el ruido de Bell Inn. Pensó en llevarla al Fairmont, pero lo descartó porque también estaba atestado de trabajadores. Volvió con la yegua a la posada, esperando que terminara por calmarse.

Una lluvia fría cayó al día siguiente, por lo que, en vez de atar a Athena en el patio, los mozos de cuadra la metieron en uno de los altos cubículos al fondo del establo, donde parecía sentirse más segura que en el exterior. La dejaron ahí al día siguiente también, pero cada vez que se oía un ruido estridente —la caída de un martillo o una maldición proferida por algún trabajador descuidado—, el animal se levantaba sobre las patas traseras o pataleaba nerviosa. Jane temió que pudiera hacerse daño, y con razón. Cuando fue a llevarle una manzana por la tarde, lamentó ver un corte en una de sus extremidades traseras. Fue a pedirle a Tom Fuller que le echara un vistazo.

El nuevo herrador entró en el cubículo de Athena para examinar su herida, pero la yegua relinchó y se irguió de nuevo sobre las patas traseras; los cascos quedaron peligrosamente cerca de la cabeza de Tom, asustándolos a ambos. El hombre se deslizó fuera del establo, derrotado, y cerró la puerta tras él.

—No puedo hacerlo, señora Bell, lo siento mucho. No debería montarla hasta cambiarle las herraduras y le cure ese corte, pero ya ve cómo está; no deja que me acerque a ella. Estas impredecibles e inestables criaturas… Ya he tenido suficiente. Odio tener que decírselo, pero me doy por vencido con su yegua.

—No, Tom. Necesita que alguien la cuide. Sé que es muy nerviosa, pero ha perdido los estribos desde que se marchó el señor Locke y ha empeorado por culpa del ruido y de las obras. Llegará a calmarse, a habituarse a vivir aquí de nuevo.

—Lo dudo, señora. Entretanto, no estoy dispuesto a que me golpee en la cabeza. Ahora tengo una esposa en quien pensar y un hijo en camino.

—Yo… lo entiendo, Tom, por supuesto.

Después de que se marchara el herrador, Jane permaneció en el establo intentando que su yegua se calmara.

—Lo sé, chica, lo sé —murmuró—. Yo también lo echo de menos.

Los regalos que solía ofrecerle a Athena —zanahorias o trozos de manzana— no parecían surtir efecto alguno en la purasangre. Tampoco estaba comiendo, y eso aumentó su preocupación.

¿Debería escribir a Gabriel Locke y pedirle que fuera a ver a Athena? ¿O pedirle, por lo menos, consejo? Sí, decidió, debía hacerlo por el bien de la yegua y por el suyo.

Querido Gabriel:

Athena no es la misma sin usted. Es infeliz y está muy inquieta. Patalea y se pone nerviosa con su sustituto como herrador. También muerde a otros caballos y todo el establo. Además, se ha lastimado levantándose sobre las patas traseras dentro de su cubículo y no deja que nadie se le acerque salvo yo, pero no sé cómo ayudarla.

Estoy segura de que está ocupado con los caballos de su tío, pero le estaríamos —sobre todo yo— muy agradecidos si pudiera facilitarnos algún consejo o instrucciones para que nuestro nuevo herrador pueda intentar ayudarla.

Con cariño:

Jane Bell

¿Respondería? Jane recordó la discusión que habían tenido antes de la competición entre Bell Inn y el hotel Fairmont para decidir el establecimiento que prestaría servicio al Correo Real. Se había enfadado mucho al saber que John se había jugado el dinero del préstamo en apuestas de carreras de caballos poniendo en peligro la posada. Ella había reprochado al señor Locke que lo hubiese mantenido en secreto. Antes de descubrir aquello, había confiado ciegamente en Gabriel. Las duras palabras que le había lanzado se repetían en su mente y torció el gesto al recordar todos sus reproches en el calor del momento…

«Debería haberme dicho la verdad. Pero me mintió y fingió ser una persona que no era. Un modesto herrador con un purasangre en propiedad, un reloj caro y una cuenta bancaria en Wishford… No quiero tener a un hombre en quien no puedo confiar viviendo a mi lado».

Él se había marchado después del enfrentamiento, pero ella había ido tras él para disculparse. No estaba preparada para confiar en el hombre por completo, pero esperaba que aquello cambiara con el tiempo. Sin embargo, se fue de nuevo tras ayudar al equipo de Bell Inn a ganar el concurso de carruajes. Aunque ella pensaba que se habían separado amigablemente.

¿La ayudaría ahora? Esperaba que sí, porque Athena y ella necesitaban a alguien en quien confiar.

vector decorativo

Después de reunirse con el señor Drake, Mercy mantuvo una actitud de negación, como si nada hubiera cambiado en sus planes de convertirse en la tutora legal de Alice. Era un anhelo inalcanzable, por supuesto, pero mantener la esperanza le permitió dar las clases y sobrellevar el día a día hasta que pudiera escaparse e informar al abogado, el señor Coine, de los acontecimientos recientes. Pero ya no podía dejar de lado la realidad.

Fue a Wishford de nuevo con la carretera y pensó que sería mejor que volviera andando cuando hubiera terminado, suponiendo que las nubes del horizonte no descargaran tormenta. La señora Burlingame le dirigió algunas miradas curiosas durante el trayecto, pero Mercy no explicó las razones de su viaje.

Cuando llegaron a calle High, Mercy le dio las gracias a la mujer, se estiró la falda con la mano y entró en la oficina de su abogado. La habitual sonrisa del señor Coine se había esfumado.

—Señorita Grove, tenía pensado ir a verla al final de la tarde, me ha ahorrado el viaje. —La condujo a su oficina y cerró la puerta—. Me temo que ha aparecido otro demandante en el caso de la joven Alice.

—¿Ya? Eso es lo que venía a hablar con usted.

—Lo siento mucho, no hay duda de que estará sorprendida, aunque supongo que ya habrá hablado con el señor Drake acerca de esto.

—Solamente… una discusión preliminar. No entremos en detalles.

—Sabe que reclama ser el padre biológico de Alice y presenta pruebas de peso, incluyendo el hecho de que no hubo ningún Alexander Smith alistado en el barco que se hundió, a pesar de que la madre de Alice aseguraba que su marido había muerto en ese accidente. Sin embargo, no hay duda de que la prueba más importante es la carta escrita de puño y letra por Mary-Alicia Payne y refiriéndose a su padre como «JD». Si lo sumamos a más correspondencia que ha proporcionado en la que demuestra que muchas personas se refieren a él con esas iniciales, creo que la mayor parte de los magistrados encontrarán que hay pruebas suficientes. Me dijo que estaba dispuesto a llevar el caso ante el Tribunal de Familia si es necesario.

—Ya veo. —¿Querría de verdad el señor Drake cuidar de la niña o ella misma había despertado inconscientemente una enemistad con un hombre que no podía resistirse a un reto?, se preguntó Mercy. «Por favor, Dios, protege a Alice».

—Por curiosidad, ¿y si nunca hubiera encontrado la carta? —preguntó Mercy.

—Su demanda habría sido más difícil de probar, pero siendo un hombre de negocios respetable y de éxito, capaz de proporcionar testigos influyentes si es necesario… El resultado podría haber sido el mismo.

—¿Y qué hay de los deseos del señor Thomas?

—Si no hubiera pruebas de la paternidad del señor Drake, los deseos del señor Thomas, como su pariente más cercano, serían cruciales. Pero la demanda de un padre prevalece sobre la de un bisabuelo.

Mercy lanzó un suspiro y él estudió su rostro.

—¿Tiene alguna razón para estar preocupada por el carácter o las intenciones de este hombre?

¿La tenía o solamente estaba decepcionada consigo misma? Mercy sacudió la cabeza.

—No, en realidad no.

—Entonces, por el bien de la niña, ¿no son estas buenas noticias? Sé que también habrá sido un duro golpe para usted, señorita Grove, y lo siento mucho. Me culpo por no haberla avisado de que preparara su corazón para la posibilidad de que surgiera otro demandante. Pero ni siquiera lo sospechaba su bisabuelo. ¿Quién lo habría pensado?

Mercy se levantó con una sonrisa forzada en la cara.

—Exacto, ¿quién lo habría sospechado? Gracias por su tiempo, señor Coine. Envíeme su factura, por favor. Ha dedicado tiempo a esto, a pesar de que no terminara como esperábamos.

—No se me ocurriría.

—Como quiera. Que tenga buen día. —Se dio la vuelta, deseando poder retener las lágrimas. El tiempo de negación de la realidad había llegado a su fin.

Logró llegar hasta la calle con las piernas temblorosas y se agarró al lateral de una carreta aparcada para sostenerse. «Por favor, Dios, ayúdame a aceptar esto, que se cumpla tu voluntad…».

Entonces apareció Joseph Kingsley de la nada y la sujetó por la espalda con uno de sus fuertes brazos, mientras con la otra mano apretaba la de la mujer.

—¡Señorita Grove! ¿Qué le ocurre? ¿Está enferma? Parece muy enferma. ¿Debería ir a buscar a un doctor?

Ella sacudió la cabeza negando. No confiaba en poder pronunciar una sola palabra. Él la acompaño calle abajo hasta un escalón de montar. Mercy se sentó y él se situó en cuclillas frente a ella, mirando su cara con preocupación.

—¿Qué ha ocurrido?

—Vengo de recibir noticias perturbadoras. Puedo soportar perder la escuela, pero ¿también a Alice?

—Lo siento mucho. ¿Ha cambiado de opinión su pariente?

Mercy titubeó con los ojos llenos de lágrimas.

—Otro… pariente… la ha reclamado.

El señor Kingsley torció el gesto y le tomó la mano.

—¿No hay nada que podamos hacer?

Mercy sacudió la cabeza con la barbilla temblorosa. Entonces se dio cuenta de que los transeúntes los miraban al pasar y bajó la cabeza. El señor Kingsley se percató también de la curiosidad que despertaban.

—Venga, la llevaré casa. ¿Ha venido andando?

—No, pero sí había planeado volver andando.

—Mi carreta está justo ahí, en la caballeriza.

Ayudándola a levantarse, la tomó del brazo y la sostuvo cerca de él mientras caminaban. La condujo a través de la estrecha puerta de la caballeriza, que debía de ser la entrada trasera, pues no había nadie; solo algunos caballos aburridos en sus cubículos.

—Espere aquí, vuelvo enseguida. —Le apretó la mano y su gesto amable solo avivó sus lágrimas.

Ella lo retuvo un instante.

—Gra-gracias, señor Kingsley.

Él dio un paso adelante y levantó la mano que tenía libre, quizá para ofrecerle una palmada de consuelo, supuso Mercy. En cambio, la envolvió con los brazos y la estrechó.

Mercy permaneció paralizada por la sorpresa durante un instante, pero después se dejó mecer por el abrazo, disfrutando del cálido consuelo de que alguien la sostuviera. Era la primera vez en su vida que estaba en los brazos de un hombre, de un hombre que admiraba. Un destello de placer se impuso a la tristeza, pero se desvaneció igual de rápido. Un caballo relinchó y pisó fuerte con sus cascos y una puerta emitió un ruido sordo al abrirse en el otro extremo de la caballeriza, rompiendo el dulce hechizo.

Mercy se incorporó despacio, buscando en su bolso un pañuelo y evitando los ojos de Joseph.

—De nuevo, gracias, señor Kingsley, es usted muy amable.

—No he hecho nada. Ojalá pudiera ayudarla de alguna manera.

Ella logró componer una sonrisa lacrimógena.

—Sí me ha ayudado, más de lo que cree.