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CAPÍTULO

8

El señor Kingsley volvió por la tarde para comenzar a instalar las estanterías. Rachel le acompañó a la biblioteca, respondió a sus preguntas y le dejó trabajar tras asegurarse de que tuviera o pidiera todo lo que necesitara. Después se reunió con Mercy y Matilda para la cena.

—Es muy amable por parte del señor Kingsley ofrecerse a trabajar por las tardes de este modo —dijo Mercy.

—¿Estás segura de que no será un trastorno? —Rachel hizo un gesto de incomodidad al oír el golpe de algo al caer en la habitación de al lado y una inofensiva maldición posterior.

Matilda se mordió el labio, pero repuso con amabilidad:

—Al menos no tenemos a todo el clan de los Kingsley trabajando aquí. Oiríamos cosas peores que esa, sin duda. —Dirigió la mirada a la biblioteca—. Pensé que uno de sus sobrinos le ayudaría.

—Lo necesitan en casa por las tardes, al parecer —respondió Rachel—. Por cierto, me ha asegurado que instalará las estanterías de manera que no dañen los muros; así, si el proyecto fracasa, solo habría que retirarlas de nuevo. Bueno, no fue tan específico con sus razones, pero imagino que se refería a eso.

—Seguro que no se refería a eso —intervino Mercy—, pero es muy amable por su parte pensar en el futuro y preservar la integridad de la estancia por si… cambiamos de idea a largo plazo.

—Sigo sin sentirme bien ante el hecho de no pagarle —reconoció Rachel—, aunque su sobrina asista aquí a la escuela.

—Es muy generoso al ayudarnos. —Los ojos de Matilda centellearon con un brillo de especulación—. Supongo que, al ser viudo, tendrá las tardes libres.

Mercy miró a su tía con sorpresa.

—¿Es viudo? No lo sabía.

—Ni yo, pero tengo mis fuentes… —Le guiñó un ojo.

La señora Timmons trajo la cena y se justificó:

—No es culpa mía que el pudin de Yorkshire se haya desinflado, sino del ruido.

—No se preocupe, señora Timmons, seguro que sabe igual de bueno.

El señor Kingsley apareció en el umbral, con polvo en el cabello y una pernera cubierta de escayola. Se aclaró la garganta:

—Disculpen el ruido, señoritas. Voy a tener que limar algunas piezas porque el suelo está ligeramente inclinado, como en muchas otras casas antiguas. Volveré mañana, si les parece bien.

—Perfectamente —respondió Matilda.

Él asintió y se volvió con torpeza para irse.

—Bueno, buenas noches entonces. —Se inclinó un poco para evitar darse con la cabeza con el marco de la puerta.

—Buenas noches —respondieron las tres mujeres a la vez.

Rachel se dio cuenta de cómo Mercy seguía al hombre con la mirada hasta que salió de la estancia.

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A la mañana siguiente, alguien llamó a la puerta de la cabaña de Jane. Al abrir, se sorprendió al ver a James Drake. Se había vestido con elegancia, como era usual, y su chaqué color verde hacía resaltar el color de sus ojos. Tras él, vio un caballo y un carro cargado con numerosas cajas de madera. Dos trabajadores esperaban en los alrededores.

—Buenos días, Jane.

—Hola, James. ¿Qué le trae por aquí? —Echó una mirada rápida al carro y levantó una ceja—. ¿Se ha convertido en un vendedor ambulante desde la última vez que le vi?

El hombre sonrió.

—Si me acarreara más beneficio, podría ser el caso. —Señaló en dirección al carro—. Espero que no le importe, pero revisé algunos libros que estaban almacenados en el ático de la vieja biblioteca del Fairmont e hice una selección que espero que resulte atractiva para los posibles clientes de la biblioteca circulante de la señorita Ashford.

—Es muy amable por su parte. —Se preguntó si el señor Drake habría cambiado su objetivo a Rachel. Estaba siendo extremadamente generoso.

Como si le hubiera leído el pensamiento, dijo:

—Sé que es amiga suya, Jane, y por eso me siento feliz de poder ayudar. Sin embargo, quería darle la oportunidad de ver los libros antes. Puede quedarse los que desee; no querría regalar nada que tuviera un valor sentimental para usted.

—Gracias, es usted muy considerado.

Sonrió, y Jane pudo ver sus hoyuelos.

—Vaya, vaya, así que hoy soy amable y considerado… Me halaga, querida Jane. Tenga cuidado o sus dulces palabras se me subirán a la cabeza.

La mujer le dirigió una sonrisa escéptica.

—Lo dudo mucho. ¿Cuántos libros ha traído?

—Dos cajas. No los he contado.

—Cielo santo… ¿Planea pedirle parte de los beneficios a la señorita Ashford?

—Ay, ahora sí que me ha herido. Gracias por poner a prueba mi orgullo.

El brillo de sus ojos le confirmó que no lo había herido realmente. De hecho, dudaba que pudiera herirlo. Las palabras y las situaciones parecían rebotar en él como una pelota en la superficie de un lago congelado que ella, o cualquier otro, raramente podría romper.

Él señaló hacia las cajas.

—¿Puedo dejarlas dentro?

—Oh, claro. —Se sintió un poco nerviosa ante la perspectiva de dejar que el señor Drake entrara en su cabaña, pero decidió no poner reparos.

—Creí que no querría tenerlas ocupando espacio en la posada —dijo James. Hizo una seña a los hombres para que descargaran las cajas del carro y se las dieran. Recibió la primera en la puerta, la introdujo en la casa y salió de nuevo para trasladar la otra.

Jane entró, la abrió y empezó a ojear los libros. Un momento después, James llegó con la segunda caja, la depositó sobre la mesa y la abrió también.

—Madre mía, me había olvidado de esto. —Levantó tres ejemplares casi idénticos—. Mi padre me regaló esta colección; eran de mis favoritos.

Sintió cómo sacudían su memoria recuerdos hacía tiempo olvidados. Rememoró la cálida felicidad que sentía al sentarse en el regazo de su padre mientras él le leía con grave y melódica voz…

Entonces notó cómo las lágrimas inundaban sus ojos.

—Me encantaban estos libros de pequeña.

—Guárdelos entonces para sus hijos.

Bajó la mirada, fingiendo interés por otro ejemplar. Su rostro debió de transmitir su incomodidad, puesto que él añadió:

—Sé que es usted viuda, Jane. Pero aún es joven y puede que vuelva a casarse.

Puede que se casara de nuevo, aceptó para sus adentros, pero ¿llegaría a tener hijos que vivieran lo suficiente para poder leerles los libros?, ¿a pesar de no haber podido sacar a ninguno adelante tras siete años de matrimonio con John?

—No tengo esperanza ni plan alguno. —Con una breve sonrisa, añadió—: ¿Y usted? Desea tener toda una pequeña tribu, ¿no es así?

—Tengo otras… prioridades. Además, no creo que tenga madera de padre. El mío no fue el mejor ejemplo.

—Me entristece oír eso. ¿No tienen una buena relación?

Él negó con la cabeza.

—Intento evitar estar al alcance de sus cortantes críticas siempre que puedo.

—Pero es un hombre de provecho. Seguro que está orgulloso de usted.

—Oh, Jane. —Dio un toquecito en la nariz de la mujer y le dirigió esa encantadora sonrisa que no llegaba a manifestarse en sus ojos—. No todos tienen tan buena imagen de mí como usted. Es una de sus cualidades más adorables.

—¿Tiene usted algún defecto en el carácter que yo aún desconozca?

—Por supuesto. Más de uno, seguramente. Todos tenemos nuestros defectos y nuestros secretos.

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Mercy se sentó en el escritorio de la sala de estar, donde escribió algunas cartas y ordenó la correspondencia y las facturas de la escuela. Debía escribir a lord Winspear, el magistrado de más alto cargo del condado, que vivía cerca de Wishford. Como este le había requerido en su corta reunión acerca de la escuela de caridad, le proporcionó planes más detallados y los gastos presupuestados: el salario de los profesores, madera y carbón, velas, libros, papel y otros suministros. Aunque sospechaba que le había pedido más información para tenerla ocupada durante un tiempo, esperaba poder persuadirlo.

Después, escribió al recién llegado —cuyo éxito era innegable—, el señor Drake, explicando su proyecto para educar a más niñas y niños del condado, especialmente a aquellos que no podían permitirse una educación. Le invitó a hacerle todas las preguntas que deseara y a financiar el proyecto.

El señor Basu apareció y le indicó que tenía una visita. Mercy levantó la mirada, sorprendida al ver a Colin McFarland frente a ella, con el sombrero en la mano.

—Buenos días, señor McFarland.

—Señorita Grove… Puede llamarme Colin, si no es molestia.

—Muy bien, Colin. ¿Qué tal se encuentra tu madre?

—Mejor, gracias.

—¿Tiene suficiente trabajo?

—Tiene mucho que coser estos días, gracias a las mujeres del pueblo, pero siempre vendría mejor un poco más. Aunque no he venido por eso.

La mujer señaló una silla.

—Por favor, siéntate.

Se sentó, frunció el ceño con la mirada fija en su sombrero, abrió la boca y volvió a cerrarla. Ella le dio pie a hablar:

—¿Está todo bien en la posada?

El rostro de Colin se contrajo en un gesto de dolor y comenzó a hablar:

—Señorita Grove, sé que usted le habló muy bien de mí a la señora Bell y me ayudó a conseguir un trabajo ahí. Le estoy muy agradecido, no confunda mis intenciones.

—¿Cuál es el problema, Colin?

—¿Puedo decirle algo en confianza?

Mercy titubeó.

—Sí, a no ser que lo que me digas pueda dañar a Jane Bell. Es mi amiga y no querría hacer nada que la hiriera. —Mercy sintió remordimiento; le estaba ocultando un secreto a Jane, aunque este no la afectara directamente.

—Por supuesto que no —respondió Colin—. De hecho, espero que esto le sea de ayuda.

—¿De ayuda? ¿Hay algún problema con Jane?

—No, solamente que su recepcionista es un incompetente…

—No digas eso, seguro que no es verdad.

—Hago bien parte de mi trabajo: atender la recepción, tratar con los cocheros y los clientes… Pero no se me da bien el trabajo de oficina.

—Colin, hablamos de las responsabilidades que conllevaba el puesto antes incluso de que lo solicitaras y dijiste que podrías con ello.

—Puede que… exagerara un poco, señorita. —Se apresuró a añadir—: No mentí. Puedo leer y escribo con letra clara. Dudo que una profesora como usted pudiera aprobarme, pero me apaño.

—Entonces, ¿cuál es el problema, Colin?

—Yo soy el problema. Demasiado a menudo. —Dobló el ala de su sombrero—. Es el libro de contabilidad, las facturas y las tarifas. No me aclaro con tantos números y he cometido muchos errores en las cuentas de los clientes, en las tarifas y al liquidar los pagos de las cuentas. Intento desaparecer o fingir que estoy ocupado cuando hay matemáticas por medio. Intento pedir a otros que cierren el registro de cuentas mientras hago algún recado. Ayer, un cochero les ofreció a cinco pasajeros un quince por ciento de descuento debido a un retraso por reparaciones y no supe cómo incluirlo. No había nadie a quien pudiera preguntar, por lo que me quedé ahí, mortificado, mirando los números y rogando por que la tierra se abriera y me tragara. Podía oír a dos de las mujeres susurrando a mis espaldas y a un chico sonriendo con suficiencia, sintiéndose superior a mí. ¡No podía concentrarme! Al final, Bobbin —el camarero— salió del bar y me ayudó. Él sabe mi secreto y no pasará mucho tiempo hasta que todos lo sepan y quede en evidencia.

El joven hizo un gesto de fastidio y continuó:

—Necesito aprender. Sé que esta es una escuela de señoritas, pero esperaba que pudieran enseñarme. Podría pagarles algo, aunque me temo que no mucho; mi madre depende de mi salario. O quizá podría realizar algunos trabajos aquí, todo lo que sea necesario, a cambio de lecciones. Tengo una hora libre durante el descanso de la tarde y dos horas los domingos.

Mercy exhaló una bocanada de aire, aliviada al ver que el problema tenía solución. Entrelazó sus largos dedos y pensó en la mejor manera de actuar.

—Fuiste aprendiz de construcción de edificios durante un tiempo, ¿no es así?

Él asintió.

—Aprendiz de cantero. Pero no terminé la formación a causa de mi padre… de los problemas de salud de mi padre.

Mercy sabía que los problemas de salud de su padre se debían a la bebida, pero no lo dijo.

—¿Tienes experiencia en carpintería?

—Un poco, sí. Siempre estoy arreglando la casa de mis padres, reparando alguna silla rota o una barandilla. ¿Por qué?

—Están instalando estanterías en la sala de estar y añadiendo otras en la biblioteca. La señorita Ashford planea abrir una biblioteca circulante aquí.

—Sí, algo había oído al respecto. ¿Quién se está encargando de la instalación?

—El señor Kingsley.

—¿Neil Kingsley? —En los ojos de Colin se encendió un gesto de desconfianza.

—Joseph —aclaró ella—, ¿por qué?

—Mi padre le pidió trabajo a Neil Kingsley en una ocasión, pero él lo rechazó de inmediato. —Levantó los brazos—. No le culpo. Fue hace unos años, cuando mi padre estaba… enfermo… todos los días. Ahora está mejor, en cierto modo.

—Me alegra saberlo.

—Si a Joseph Kingsley no le importa que le ayude, haré todo lo que pueda para serle útil.

Ella asintió.

—Hablaré con él sobre esto. —Mercy se detuvo, pensando—. ¿Te importaría que otra persona te instruya? No es que yo no desee hacerlo, pero paso más tiempo de lo normal fuera de Ivy Cottage últimamente, intentando reunir apoyos para la escuela de beneficencia.

—Con «otra persona», ¿se refiere a su tía?

—No, la tía Matty no es muy rápida con los números. La señorita Ashford podría ser otra opción, pero está ocupada organizando la biblioteca. Sin embargo, una de nuestras alumnas, la mayor, destaca en sus estudios, incluida la aritmética. Ya tiene experiencia como tutora de las niñas más jóvenes y muestra una habilidad natural para la enseñanza. Eso sí, es más joven que tú. ¿Te resultaría incómodo?

Colin se removió en su silla y su cuello se tiñó de un color rojizo.

—Bueno, no es algo que me gustaría proclamar, eso seguro. ¿Podríamos… mantenerlo entre nosotros?

—Anna es una jovencita muy sensata y discreta. Confío en ella, y tú puedes confiar también.

Arqueó sus pobladas cejas en un gesto de asombro.

—¿Anna…?

—Kingsley. Oh, no lo había pensado. Es la hija de Neil Kingsley. ¿Es un problema?

Colin suspiró.

—Me acostumbraré a ello. Los McFarland estamos habituados a doblegarnos ante los Kingsley.

Mercy agradeció su humilde sentido del humor con una sonrisa amable.

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Al día siguiente, Jane y Colin reorganizaron las mesas en el recién ampliado comedor. Después, pasaron por el salón de café para ver si Alwena necesitaba ayuda. Comenzó a llover y se levantó viento; una tormenta repentina se desencadenó sobre el valle de Salisbury. En el patio exterior, Tuffy y Tall Ted corrieron a cambiar el tiro de los caballos bajo el chaparrón. En sus caras se dibujaban gestos de fastidio mientras les caían gotas de lluvia en la cara y se refugiaron rápidamente en los establos en cuanto terminaron. El señor Sanders apareció en la entrada y la puerta se abrió de golpe con el viento. Se esforzó por cerrarla y se dirigió al salón de café para secarse cerca de la chimenea.

Plop. Plop. En el vestíbulo, una gotera dejaba pasar agua a borbotones y comenzó a encharcar el suelo. Jane emitió un lamento; siempre tenía que pasar algo. El señor Broadbent había reparado los canalones, pero aún estaban esperando a que el techador reemplazara las tejas rotas en aquella parte de la cubierta.

Con un suspiro, salió en busca de los baldes que guardaban en las cocinas.

Unos minutos después, colocó los cubos de manera que recogieran el agua. Levantó la vista. A través de la puerta abierta del bar, vio cómo el señor Drake saludaba al camarero y tomaba asiento con su sombrero chorreando agua. El bar de la posada estaba tranquilo, excepto por la señora Burlingame y la señora Klein, que mantenían una intensa conversación junto al hogar mientras bebían sidra.

Jane distinguió una flor marchita, la sacó del jarrón y se puso a recomponer el adorno; entonces escuchó a Bobbin:

—No le he visto desde hace tiempo, señor Drake. ¿Qué tal avanza todo en el Fairmont?

—Solo con algunos problemas y cierto retraso. Los típicos contratiempos.

El camarero colocó una pinta frente a él.

—Contratiempos, ¿eh? Eso me recuerda que me preguntó por la señorita Payne hace un tiempo. ¿Logró encontrarla?

El señor Drake sacudió la cabeza.

—No. Creía recordar que había visitado Ivy Hill cuando era niña y se había hospedado con unos familiares. Solamente tenía curiosidad por saber qué había sido de ella.

La señora Burlingame, la carretera, intervino:

—Creo que los Thomas tenían unos familiares con ese apellido que solían visitarlos de vez en cuando.

El señor Drake se volvió hacia ella.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde viven esos familiares?

Ella entrecerró los ojos intentando hacer memoria.

—No recuerdo los detalles ahora mismo. —Se volvió hacia su amiga—. ¿Tú lo recuerdas, Kristine?

—No. Nunca he coincidido con nadie de apellido Payne por aquí. Seguramente no tengan piano.

—Preguntaré a la señora Snyder de su parte. Ella conoce los trapos de todos… limpios y no tan limpios.

—Gracias. Como he dicho, solo es curiosidad. —El ceño del señor Drake se arrugó—. El señor Thomas es el cristalero, ¿verdad? Ha realizado algún trabajo para mí en el Fairmont. No sabía que tuviera familia.

La señora Burlingame asintió.

—Exacto, ese es. Un hombre muy reservado.

Levantando su vaso, James fingió desinterés por el tema, pero Jane distinguió en su expresión una vulnerabilidad extraña que no había visto antes. O quizá ella estaba sacando demasiadas conclusiones de un simple gesto de incomodidad.

Los ojos del señor Drake se iluminaron al verla.

—¡Jane! Justamente la persona a la que deseaba ver. Venga aquí y levánteme el ánimo. —Retiró una silla para ella y Jane aceptó un pequeño vaso de sidra—. Por cierto, recibí una carta de su amiga, la señorita Grove, pidiendo mi apoyo para la escuela de caridad de Ivy Hill.

Jane asintió.

—Mercy siempre ha sido una fiel defensora de la educación; incluso cuando éramos pequeñas le gustaba jugar a ser maestra, a pesar de que intentar enseñar a nuestras muñecas a leer y escribir no era muy fructífero que digamos.

Él sonrió.

—Seguro que las muñecas prestaban más atención que yo cuando era un muchacho. Detestaba estar sentado durante horas que parecían no tener final. Habría destacado más si hubiera podido declinar los verbos latinos mientras montaba a caballo o pescaba.

—De eso no hay duda. Puedo imaginarle como un muchacho travieso e inquieto, James Drake.

Él sonrió de nuevo y recorrió con su mirada las facciones de la mujer. Ella continuó:

—De cualquier forma, Mercy es una profesora con mucho talento. Yo misma he realizado una donación, aunque me habría gustado poder ayudar con un poco más. Debemos ser precavidos y cuidar nuestras reservas de dinero; no sabemos cuánto tiempo pasará antes de que ese nuevo «hotelito» empiece a robarnos los clientes.

—Lo intentaré —respondió él—, pero es usted una digna contrincante, Jane. No lo he dudado ni por un momento.

Sus palabras le recordaron lo que le había dicho Gabriel Locke antes de partir: «Estarás bien, Jane Bell. No me cabe duda. Confío en ti sin reservas».

¿Por qué estaba pensando en él ahora? Gabriel se había marchado, sin planes de volver, mientras que James Drake estaba ahí y ahí se quedaría, probablemente, durante un futuro próximo. Decidió conceder a su acompañante toda la atención.

Él contemplaba su rostro con interés.

—¿En qué está pensando, Jane? En mí, espero. Cuando me mira así, me incita a pensar que significa algo.

—Significa que me esfuerzo por escuchar con atención, en ser una buena… amiga.

—¿Le cuesta mucho?

—Sabe que no.

James asintió.

—Entonces me reuniré con su amiga, la señorita Grove, y tendré su campaña en consideración.

—Muchas gracias. Ella le estará muy agradecida, y yo también.

Él inclinó la cabeza con reconocimiento y rechazó la oferta de Bobbin de otra pinta.

Desde la ventana frontal, vieron pasar un elegante carruaje de dos ruedas, tirado por dos alazanes idénticos, con el toldo de cuero para protegerse de la lluvia. Pudo reconocer dentro el perfil de Timothy. A su lado, estaba sentada una joven con un vestido de paseo y un sombrero emplumado; la pluma se había encorvado por la humedad.

James preguntó:

—¿Quién está junto a sir Timothy?

—Su hermana, Justina.

—Ah, pensé que se trataría quizá de una joven a la que estaría cortejando.

—No.

El hombre estudió su rostro con interés.

—¿Le importaría si así fuera? Espero que no sea una pregunta impertinente, pero he oído que hubo un tiempo en que fueron pareja.

—Eso fue hace mucho.

El señor Drake se inclinó hacia ella, con un rictus de humor y admiración en su semblante.

—Tuvo la oportunidad de casarse con un baronet y, en cambio, decidió casarse con un hombre de negocios. Eso demuestra que tiene usted un gusto exquisito. Debo decir que me da esperanza.

La mujer sacudió la cabeza.

—James, James, James… No sé si consiguió dominar los verbos latinos, pero domina, sin lugar a duda, el arte del flirteo.

—Gracias. —Sus ojos centellearon—. Es uno de mis más grandes logros.

Jane disfrutó media hora más de una entretenida conversación con aquel hombre apuesto y encantador. ¿Solamente era entretenimiento? ¿O había algo más entre ellos?