CAPÍTULO
6
Bajo el resplandeciente sol otoñal, las señoritas de Ivy Cottage caminaban hacia Brockwell Court, con sus sombreros bien colocados y las manos enguantadas sujetando cestas de mimbre. Rachel aún se sentía incómoda con aquella excursión, pero al ver la emoción de las niñas sus dudas se disiparon en aquel ambiente alegre y soleado.
Poco después recorrían el camino trasero de la mansión, Matilda alabando los elegantes jardines y las niñas soltando pequeñas exclamaciones de sorpresa al ver las siluetas esculpidas de los árboles. Cuando llegaron hasta un tejo con forma de casa, con sendas puertas a cada uno de los lados, Rachel sintió una punzada de nostalgia. Ella y Justina jugaban allí a menudo cuando eran pequeñas.
Sir Timothy apareció en la escalera y caminó hacia ellas. Vestido con unos pantalones informales, un chaleco a rayas y un abrigo marrón, parecía más relajado de lo habitual. La brisa movía su ondulado cabello oscuro. Fue sonriendo a sus invitadas, hasta que su mirada se encontró con la de Rachel, que notó el corazón desbocado cuando le devolvió la sonrisa.
—Bienvenidas a Brockwell Court, señoritas. Por favor, síganme. —Las acompañó por un camino flanqueado de árboles frutales hasta que se detuvieron alrededor de los manzanos—. Veo que han traído sus propias cestas, pero hay de sobra ahí si las necesitan. Pueden recoger todas las manzanas que deseen.
Mabel abrió los ojos como platos.
—¿Tantas como deseemos?
—Bueno, tantas como puedan cargar. —Timothy le guiñó un ojo.
—¿Y podemos comer alguna ahora? —preguntó Fanny.
—Por supuesto. Lo único que les pido es que no las desperdicien y que reserven espacio para un pícnic que compartiremos dentro de una hora.
Ante aquella perspectiva, las jóvenes se miraron las unas a las otras con sonrisas resplandecientes. Timothy señaló hacia los árboles.
—Pueden comenzar.
Por un instante, las muchachas titubearon, mirando en dirección a Mercy, que asintió, animándolas, e indicó con la mano que comenzaran. Se apresuraron hacia los árboles con nerviosismo, en grupos de dos y de tres.
La pequeña Alice corrió hacia el árbol más cercano y se puso de puntillas intentando, en vano, alcanzar una gran manzana que colgaba de una rama demasiado alta. Antes de que Mercy o Rachel pudieran reaccionar, sir Timothy le preguntó:
—¿Necesitas un poco de ayuda?
Con los ojos fijos en su premio, Alice asintió, y él la aupó hasta que pudo alcanzar el anhelado fruto. Después, la dejó en el suelo y soltó un silbido de aprobación.
—Buen ojo. Es la manzana más perfecta que he visto este año.
Alice le devolvió una tímida pero amplia sonrisa y colocó su premio en la cesta.
Una escalera estaba apoyada en uno de los árboles más altos y Rachel decidió utilizarla para llegar a las ramas altas. Se deslizó la cesta por el brazo y comenzó a subir los peldaños, que estaban resbaladizos y peligrosamente sueltos.
—Tenga cuidado, señorita Ashford —advirtió sir Timothy.
—Lo tendré. —Al instante, resbaló y perdió el equilibrio.
El anfitrión se apresuró a socorrerla con sus fuertes manos, rozando la parte trasera del vestido de la mujer antes de asir su cintura.
—Oh… Disculpe. Solamente intentaba detener su caída.
Rachel se sonrojó al sentir aquel roce accidental.
—Mu-muchas gracias. Al parecer, no son los zapatos apropiados para subir una escalera.
Él mantuvo las manos en su cintura hasta que descendió los escalones finales. Al darse la vuelta, lo miró avergonzada. ¿Podía ser que también él se hubiera sonrojado o era tan solo una quemadura del sol?
—Quizá lo mejor sea dejar esto en el granero antes de que alguna de las niñas intente subir por ella. No quiero que nadie se haga daño —dijo él, agarrando la escalera. La guardó y se reunió con ellas de nuevo, recogiendo manzanas en un árbol cercano al de Rachel. A un ritmo constante, llenó una cesta mucho antes que ella.
Más allá de sir Timothy, Rachel vio cómo Fanny levantaba una fruta podrida del suelo y, con una mirada traviesa en dirección a Mabel, echaba el brazo hacia atrás. Al ver lo que se proponía, abrió la boca para gritar una advertencia, pero era demasiado tarde. El proyectil voló por los aires. En un rápido movimiento, sir Timothy levantó su propia mano y lo cazó al vuelo antes de que alcanzara su objetivo.
Fanny se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.
—Un lanzamiento impresionante —le dijo a la niña. Tiró la manzana estropeada a un montón de abono y, después, se sacudió los restos del guante—. Mejor que no lancemos nada a seres vivos, por favor.
—No, señor. Discúlpeme.
Sukey corrió hacia sir Timothy con la cesta llena.
—¿Podemos darles una a los caballos? —preguntó, señalando más allá del prado de los árboles frutales, donde pastaban.
El señor Brockwell paseó la mirada de las niñas a los animales.
—No veo por qué no, siempre que cada uno tome una manzana como máximo.
Las niñas se apresuraron con sus cestas hacia la puerta del prado vallado. Timothy las acompañó, enseñándoles cómo colocar las palmas de las manos rectas para evitar los dientes de los caballos.
Rachel los observaba desde la distancia y Matilda acudió a su encuentro.
—Es increíblemente bueno con ellas —comentó.
—Al fin y al cabo, tiene la experiencia de ser el hermano mayor —asintió la señorita Ashford.
Como si hubiera oído la alusión, Justina apareció para unirse, vistiendo un llamativo vestido color azul cielo. Las muchachas se reunieron alrededor de la hermosa joven como si fuera una princesa.
Timothy se alejó y se detuvo junto a Rachel, mirando a su hermana y con gesto casi paternal de orgullo. La mujer lo miró y distinguió un pedazo de pulpa de manzana en su mejilla. Supuso que se trataba de un resto de la captura.
—Tiene un poco de… —titubeó, señalando su propia mejilla.
Él frunció el ceño y se llevó una mano al rostro, sin resultado.
Al ver la atención de las niñas fija en Justina, la señorita Ashford levantó la mano y retiró el trozo de manzana de su piel. Timothy permaneció inmóvil, con los ojos clavados en ella. Rachel volvió a su sitio con una ligera sonrisa, mostrándole el pequeño resto —su excusa para rozarlo— antes de arrojarlo al prado.
Poco después, unos criados salieron y extendieron manteles en la hierba, bajo la sombra de algunos limeros. Después, llevaron bandejas con jamón y pollo, fruta fresca, galletas y vasos de limonada. Cuando su anfitrión lo propuso, se sentaron a disfrutar del refrigerio recién salido de las cocinas de Brockwell Court.
Sir Timothy desapareció unos minutos y volvió con un libro en las manos.
—Acabo de descubrir a este poeta y me gustaría leerles un poema, si me lo permiten.
Volvió a sentarse y cruzó las piernas, trayendo a la memoria de Rachel el desgarbado jovencito que había sido hacía tiempo. Al abrir el libro, añadió:
—No puedo imaginar un lugar mejor para leerlo que el jardín, en un día de otoño tan hermoso como este.
Rachel pensó que Fanny se quejaría, pero, por el contrario, la niña miraba a sir Timothy con una expresión dulce, embelesada ante aquel apuesto joven que las trataba con tanta amabilidad. Comprendía su fascinación.
—El poema se llama «Al otoño», es de John Keats. —Se aclaró la garganta y comenzó a leer con una bonita voz de barítono.
Rachel escuchaba y le parecía que las palabras revoloteaban alrededor, sensuales y cargadas de significado. Paseó la mirada por los árboles frutales y los jardines, evocando las imágenes que describía el poema.
Estación de la bruma y la dulce abundancia,
gran amiga del sol que todo lo madura,
tú que con él planeas cómo dar carga y gozo
de frutos a la vid, bajo el pajizo alero;
cómo doblar los árboles musgosos de las chozas,
con peso de manzanas, y sazonar los frutos.
Y henchir la calabaza y rellenar de un dulce
grano las avellanas: cómo abrir más y más
flores tardías para las abejas, y en tanto
crean ya que los cálidos días no acaban nunca,
pues les colmó el estío sus pegajosas celdas.
—¿Qué son «pegajosas celdas»? —preguntó Phoebe, rompiendo el dulce hechizo.
Sir Timothy hizo una pausa, sin inmutarse por la interrupción.
—Son panales con exceso de miel. Las abejas piensan que el verano nunca va a acabar, pero nosotros lo sabemos, ¿verdad? El invierno debe llegar a su debido tiempo.
Siguió leyendo y Rachel vio con ojos nuevos la belleza del otoño, que, igual que en primavera, «ya tiene su música también».
Cuando Timothy leyó los últimos versos sobre pájaros preparándose para volar lejos del invierno, ella casi podía sentir el frío viento en su cuello. Finalmente, cerró el libro y se impuso un profundo silencio. El hombre les preguntó a las muchachas qué pensaban del poema y conversaron acerca de sus estaciones favoritas. Rachel se limitó a escuchar, fascinada por la actitud de su viejo amigo y por el poema.
Cuando recogieron los restos del pícnic, Phoebe le preguntó a Justina:
—¿Podemos jugar al escondite, señorita Brockwell? Hay tantos sitios para esconderse, tantos árboles, jardines y edificios…
—Claro que sí.
—Un rato solo. Debemos volver —añadió Mercy—. Y manteneos alejadas de la casa, niñas, y de los establos. No querréis asustar a los caballos…
—Jugará con nosotras, ¿no es así, señorita Brockwell? —imploró Phoebe.
—Lo haré si la señorita Ashford se une a nosotras. Vamos, Rachel. Por los viejos tiempos.
—Muy bien.
La pequeña Alice se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el regazo de su profesora, por lo que Mercy permaneció donde estaba, y Matilda aseguró que estaba demasiado llena para moverse.
Sir Timothy le ofreció la mano a Rachel para ayudarla a levantarse. Un poco avergonzada, agarró la mano que le ofrecía. Él tiró con facilidad de ella hasta que estuvo en pie, pero mantuvo la mano un poco más de lo necesario.
Justina se volvió hacia su hermano.
—Timothy, ¿serás el primer buscador?
Las muchachas lo miraron con anhelo.
—Por favor, señor Brockwell, ¿lo hará? —añadió Sukey.
—De acuerdo, pero les advierto que conozco todos los escondites de la finca. —Sonrió con sus ojos oscuros brillando con el desafío—. Así que escóndanse bien.
Él comenzó a contar y las niñas se dispersaron para esconderse. Por inercia, Justina tomó la mano de Rachel y la arrastró hasta el tejo podado en forma de casa. La señorita Ashford bajó la cabeza y la siguió dentro.
—Seguramente sea el primer lugar en el que mire —susurró.
—Tienes razón. —Se asomó y salió por la otra puerta.
Pensó en seguirla, pero antes de tomar una decisión oyó que Timothy decía:
—Preparadas o no, ¡allá voy!
Rachel volvió a los brazos del espeso tejo, con la esperanza de que las ramas y la oscuridad la escondieran.
Un momento después, sir Timothy se agachó para pasar por la puerta y cautelosamente se estiró en el pequeño y sombrío espacio.
La mujer contuvo la respiración.
Al principio él no se movió, quizá esperando a acostumbrarse a la poca luz que había. Después miró hacia donde estaba. Dio un paso hacia ella.
Conteniendo la respiración, intentó pasar desapercibida. Después, soltó el aire con un ligero temblor. Sola con él en la oscuridad, fuera de la vista de otros, sintió una emoción nerviosa.
Él alargó la mano, a pesar de no ver nada, y tocó su hombro.
—Señorita Ashford —murmuró.
—¿Sí? —respondió ella, intuyendo que iba a volver a rozarla.
Por un momento titubeó, pero después retiró la mano. Entonces se inclinó de nuevo y traspasó la puerta sin anunciar que la había encontrado, sin decir absolutamente nada.
Ella permaneció quieta, con el corazón desbocado, sintiéndose estúpida e insegura. Un momento después, le oyó decir:
—Ahí estás, Justina. Te veo.
Rachel sintió un abatimiento irracional. Él la había encontrado. De nuevo, la había encontrado… y se había marchado.
Unos días después, sentada en Ivy Cottage, Mercy acariciaba la cabeza de la pequeña Alice en su regazo mientras la niña lloraba en silencio.
—Sssh… Ya pasó, ya pasó, querida. Todo está bien.
El señor Basu apareció en el umbral e hizo pasar a un hombre. Mercy reconoció a uno de los hermanos Kingsley, los constructores locales.
Llevaba pantalones y botas de trabajo. Un cuello blanco y una pañoleta se asomaban por el abrigo marrón y el chaleco. Llevaba además un elegante sombrero de tweed en la mano.
El señor Basu salió sin presentar al hombre y Mercy llenó el vacío preguntando:
—Hola. Es usted el señor Kingsley, imagino.
—Así es, Joseph Kingsley —respondió, jugueteando con el sombrero—. Y usted es la señorita Grove.
—Sí. Me levantaría a saludarle con propiedad, pero tengo las manos ocupadas y Alice es demasiado grande como para llevarla en volandas. —Le dirigió una sonrisa, esperando hacerle sentir cómodo—. Anna Kingsley es su sobrina, ¿no es así?
—Así es. La hija de mi hermano mayor.
—Es una de nuestras mejores alumnas. Es un placer tenerla aquí. Siempre ayuda a las otras niñas y, si lo deseara, podría convertirse en una buena profesora.
—No me sorprende en absoluto. Su padre es el más brillante de todos nosotros.
Ella le dirigió una sonrisa indulgente.
—Estoy segura de que eso no es verdad. Bueno, supongo que está usted aquí por las estanterías, ¿verdad?
Él asintió, sin apartar la mirada de la sollozante niña.
—He venido en un mal momento.
—No se preocupe. Alice ha tropezado y se ha rasguñado la rodilla. Una de las muchachas se ha reído de ella, lo que, en mi opinión, le ha dolido más. Estará bien en un momento. ¿Verdad, Alice?
La niña se frotó la nariz llena de mocos y sacudió la cabeza con una firme negativa.
Sin inmutarse, Mercy continuó:
—La señorita Ashford mencionó que nos visitaría en algún momento de esta semana. Ahora mismo se encuentra fuera, con las alumnas mayores, pero, si me concede solo un momento, iré a buscarla.
—No se moleste, ni moleste a la señorita Ashford. Solamente necesito mirar la habitación en cuestión, si le parece bien, y tomar algunas medidas.
—Claro. La sala de estar se encuentra al otro lado del pasillo y la biblioteca, justo a su lado. —Le dedicó otra sonrisa—. La reconocerá, está repleta de libros.
—Ah. —Él asintió e hizo un gesto peculiar con la boca—. Muy inteligente. No es de extrañar que sea usted profesora.
Mercy soltó una risita cómplice.
—Espero tener otras virtudes además de esa.
Él mantuvo su mirada, pero no se rio con ella. Por el contrario, se aclaró la garganta y dijo:
—Bueno, seré lo más rápido que pueda y me marcharé.
—Gracias, señor Kingsley, tómese su tiempo.
La entrega de las cajas de libros del Fairmont estaba programada para dos días después. Conscientes de que varios hombres acudirían a Ivy Cottage aquella mañana para descargar, Mercy se vistió con rapidez e instó a las jóvenes para que bajaran sin entretenerse más a desayunar. Al cruzarse con ella en el vestíbulo, la tía Matty le colocó el sombrero de muselina que había elegido. Después de comer, se aseguró de que todas las niñas estuvieran en el aula, lejos del trasiego de los trabajadores.
El señor Kingsley y uno de sus sobrinos llegaron los primeros. Mercy les dio la bienvenida y les ofreció un café, pero ambos declinaron. Poco después, aparecieron otros hombres del Fairmont con el traqueteo de sus carretillas por la calle Church, transportaban estantes y madera. El señor Drake los seguía a caballo. Rachel bajó las escaleras a tiempo para saludarlos.
Joseph les indicó dónde dejar los materiales y él y su asistente los ayudaron a descargar. Rachel sonrió al dueño del hotel.
—Muchas gracias, señor Drake. Es muy amable por su parte.
—Es un placer, señorita Ashford. —Levantó la mirada hacia el señor Kingsley—. Entiendo que no podrá trabajar en el Fairmont por un tiempo, ¿no es así?
—No, iré mañana. Instalaré las estanterías en mi tiempo libre, por la tarde, si les parece bien a las señoritas.
—Por supuesto, señor Kingsley —aprobó Mercy—. Siempre que sea antes de que las alumnas deban irse a dormir, o nosotras mismas… —Le dirigió una sonrisa—. Y no creo que un coro de martillazos sea propicio para estudiar de buena mañana.
—Por supuesto que no —coincidió el constructor.
—Aún tiene que prepararme un presupuesto —recordó Rachel.
Él se encogió de hombros.
—Quiero donar mi tiempo, así que no se preocupe por eso.
—¿Donar su tiempo? Señor Kingsley, no puedo permitir que haga eso. Debo pagarle por sus servicios.
—No es molestia. Solamente serán un par de semanas.
—Pero… ¿por qué iba a hacer eso? Aunque aprecio su generosidad, esto no es una obra de caridad.
—Sé que no lo es —titubeó—. Mi sobrina es alumna aquí y me gustaría contribuir a su educación con una pequeña aportación. ¿Hay algo de malo en ello?
La señorita Grove sacudió la cabeza, impresionada por su oferta.
—Gratis, ¿eh? —El señor Drake sonrió al hombre—. Debo de estar pagándole bien.
El señor Kingsley bajó la mirada y sonrió.
—No seré yo quien admita eso. O la ira de mis hermanos caerá sobre mi cabeza.
Mercy observó la gran estatura y los anchos hombros de Joseph. Era un hombre al que había que mirar hacia arriba, en todos los sentidos. Se preguntó si estaría soltero. Recordaba haber oído que todos los hermanos Kingsley habían contraído matrimonio con mujeres del pueblo o de otros lugares del condado, pero podía estar equivocada. Nunca había prestado demasiada atención… hasta ese momento.