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CAPÍTULO

35

El domingo, Rachel se sentó en la iglesia un poco aturdida, recitando las respuestas y plegarias por inercia; estaba distraída y preocupada después de su última conversación con Mercy y ante la que debía mantener con Nicholas Ashford.

A medio sermón, las palabras del señor Paley reclamaron su atención:

—Dios ofrece a todos los humanos un regalo increíble: la salvación y la felicidad eterna y libre en Cristo, a través de la fe en él, si deseamos recibirla. La gracia no nos cuesta nada, pero fue conseguida gracias a un sacrificio inconmensurable, el hijo de Dios mismo, que apaciguó la justicia divina en nuestro lugar. Nunca podremos merecer o devolver un regalo así. Solo podemos aceptarlo con alabanza y agradecimiento…

El servicio continuó con una oración de acción de gracias, pero Rachel sintió que se le aceleraba el corazón repitiendo las palabras: ¿«Nunca podremos merecer o devolver un regalo así»? Parecía demasiado fácil. Parecía… caridad. Algo a lo que había intentado resistirse toda su vida.


Nicholas y Rachel caminaron de vuelta a casa desde la iglesia. Él notó su expresión apagada y la miró de reojo preocupado.

Entraron en la biblioteca, vacía los domingos. La mujer tragó saliva y se obligó a mirarle a los ojos.

—Lo siento, señor Ashford, pero creo que lo más justo es que le deje ir.

—¿Declina mi oferta? —Pestañeó sorprendido—. ¿No quiere más tiempo?

El dolor que vio en sus ojos le partió el corazón.

—Le tengo mucho cariño y estoy feliz de poder contar con usted como amigo y como familia. Le aseguro que tenía la esperanza de que pudiéramos ser algo más… —Negó con la cabeza, mientras sentía una opresión en el pecho—. Pero mi corazón no se ha dejado persuadir.

El hombre bajó la mirada mientras jugueteaba con su sombrero entre sus largos y pálidos dedos.

—Creo que he sabido cuál sería su respuesta desde hace un tiempo, pero, aun así, es doloroso oírlo.

Se le hizo un nudo en la garganta.

—De verdad que lo siento.

—Por favor, deje de disculparse, señorita Ashford. —Tragó saliva—. ¿Sir…? ¿Alguien le ha hecho una proposición?

A Rachel se le escapó una risa interrumpida. Él insistió:

—¿No está comprometida?

—No.

—¿Es por mi madre?

Pensó en lady Brockwell; soportaría a la suegra más difícil por el hombre adecuado.

—No.

Nicholas no podía disimular el disgusto en su expresión.

—Al parecer, «no» es su respuesta a todas mis preguntas.

Rachel se sintió culpable, pero calló otra disculpa.

—Bueno. —Él se aclaró la garganta y evitó su mirada—. Le deseo lo mejor, señorita Ashford.

—Y yo a usted, señor Ashford. —A Rachel le tembló la voz y notó en el pecho el dolor por herir a un ser humano, a uno que le importaba.

Nicholas se marchó, dejándola con un nudo en el estómago. Estúpida o no, su corazón estaba atado a viejos afectos y esperanzas y sospechaba que así se quedaría.

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Mercy se quedó en la iglesia después del servicio para hablar con el señor Paley. Esperó hasta que los bancos se vaciaron y el vicario salió de la sacristía ya sin sus hábitos de clérigo. En cuestión de minutos, le dio a Mercy las últimas y poco esperanzadoras noticias sobre su petición de usar el edificio de la iglesia para albergar su escuela de caridad. Después, la acompañó a la salida.

Abrió la puerta y se detuvo en los escalones para despedirse.

—De nuevo, siento mucho que los magistrados denegaran su propuesta, señorita Grove. Creo que podrían autorizar en algún momento que St. Anne se utilice para dar clases dominicales, pero ¿una escuela de caridad para educación general? —Sacudió la cabeza—. Me temo que ahí tenemos las manos atadas. Sin embargo, era una causa noble, la aplaudo por ello.

La maestra, apesadumbrada, logró esbozar una sonrisa ante la amabilidad de aquel hombre.

—Gracias por intentarlo, señor Paley.

—Al menos tiene su escuela de señoritas, ¿no? Algo es algo.

—De hecho… solo hasta finales de año.

—¿Ah, sí? Lamento mucho oírlo, aunque ahora que lo dice recuerdo que su madre dijo que habría cambios en Ivy Cottage. No recuerdo los detalles, pero parecía contenta.

—Sí, bueno, yo…

Algo en el patio de la iglesia llamó la atención del vicario y su rostro se iluminó.

—¡Señor Drake, hola!

Mercy levantó la mirada, incómoda ante la situación. James Drake estaba de pie en el camino. Era la primera vez que lo veía desde aquella escena tan desagradable en torno a la carta. ¿Qué estaría haciendo en el patio de la iglesia? ¿Habría oído su conversación? Se sintió avergonzada ante la posibilidad de que aquel hombre en particular hubiera sido testigo de sus fracasos.

El señor Paley susurró con emoción:

—Si me disculpa, señorita Grove. Hace tiempo que deseo ahondar en mi familiaridad con nuestro nuevo vecino.

—Por supuesto —asintió.

El señor Paley bajó precipitadamente las escaleras. Cuando el clérigo se acercó a él, el hotelero parecía incómodo.

—Solamente… estaba echando un vistazo.

—Es usted más que bienvenido, señor. Creo que no hemos tenido el placer de contar con su presencia en los servicios divinos. ¿Quizá se una a nosotros el próximo domingo?

Cuando los hombres empezaron a hablar, Mercy se alejó, pero sintió —o, por lo menos, se imaginó— la mirada del señor Drake en la nuca.

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El día siguiente amaneció frío y Thora y Betsey pasaron gran parte del tiempo sentadas juntas en la vieja butaca cerca del fuego. A la niña le gustaba que le leyeran y la mujer estaba feliz de contar con una excusa para ponerse al día con lecturas que también le interesaban a ella. Leyó algunas páginas de Guía de atención al parto y gestión de una vaquería, que había tomado prestado en la biblioteca circulante y, después, el periódico.

Con la pequeña Betsey en el regazo, la señora Talbot entonó con voz suave:

—«Un hombre ha sido llevado ante la Audiencia del condado por robar una cuchara de plata, que fingió haberse llevado como parte de una broma. Sin embargo, el jurado pareció demasiado serio como para comprender bromas de ese estilo y el hombre fue sentenciado a prisión». —Thora chasqueó la lengua—. Qué hombre más malo, ¿verdad, Betsey? ¿Sabes…? Quizá debería comprarte una cuchara de plata, mi niña. —Al fin y al cabo, era un regalo tradicional y práctico para una cría.

Volvió al periódico y leyó otra noticia:

—«Un concurso de tiro al blanco muy particular se llevó a cabo entre el señor Bingley, de Stapleford, y sir Cyril Awdry, de Broadmere, que apostaron cinco soberanos de oro para disparar a veinticinco patatas lanzadas al aire. Los hombres lograron alcanzar todas las patatas, por lo que no hubo ganador». —La mujer hizo un gesto de negación con la cabeza—. Y la nobleza se pregunta por qué el pueblo se revoluciona.

Walter Talbot entró desde la habitación contigua y la miró horrorizado.

—¿Qué demonios le estás leyendo a la niña, Thora?

Ella lo miró por encima de sus lentes.

—Oh, no diferencia a su edad. Simplemente le gusta que le lean.

—¿Sabes? Quizá podríamos encontrar una lectura más apropiada para ella. Quizá la señorita Ashford tenga algo en su biblioteca.

—Puede ser. Eso me recuerda que guardé algunos libros infantiles, junto con la ropa y los juguetes de los chicos, y los guardé en el desván de la posada. Creo que iré y los traeré esta tarde.

—¿Necesitas que te acompañe para ayudarte?

—No, no será necesario si me puedo llevar la carreta.

—Por supuesto que puedes. —Besó la punta de la nariz de su esposa—. Tú, mi amor, puedes tener lo que quieras.

Lo apartó con una sonrisa juguetona.

—Sigue con tus cosas, viejo Romeo.

Él sonrió, la miró, volvió la vista hacia Betsey y se puso serio. Entonces sacó la cadena con el corazón azul de su bolsillo.

—Por cierto, he arreglado esto. He reforzado el colgante para que no pueda arrancarlo de nuevo. Creo que es demasiado grande para que se atragante con él, pero solamente por si acaso…

Lo dejó en la palma de la mano de su esposa.

—Gracias, Talbot. Tenía pensado regalárselo a Hetty para que Betsey lo tenga cuando sea mayor.

—Thora…

Bajó la cabeza pensando bien sus palabras antes de hablar, supuso ella, tensa ante lo que su marido pudiese decir.

—No me malinterpretes, por favor —continuó—. Me encanta verte con Betsey, sé cuánto disfrutas con ella, incluso cuando te da dolores de cabeza y pone a prueba tu paciencia. Eres muy buena con ella y la niña te tiene cariño. Pero… guárdate el corazón. Al menos durante un poco más. No sabemos cuánto tiempo estará aquí ni cuánto tiempo permanecerá Hetty en Bell Inn ni cuándo… o si… Patrick…

—No crees que vaya a casarse con ella —entendió Thora—. Crees que huirá de nuevo en vez de aceptar su responsabilidad.

—No lo sé, espero que no. Confío en que ocurra lo mejor, igual que tú, pero no podemos olvidar el pasado ni adivinar el futuro. Nunca te pediría que controlaras tu cariño por la niña, pero… ten cuidado. —Puso la mano en la suya y cerró los dedos alrededor de la cadena—. No querría verte sufrir.

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Thora le pidió a Sadie que la acompañara al pueblo porque necesitaba comprar suministros en la tienda de Prater y verduras. Mientras ella conducía la carreta, la sirvienta llevaba a Betsey en el regazo e iba señalándole a la niña las vacas y las ovejas que encontraban a su paso.

Dejaron a la pequeña con su madre. El rostro de Hetty resplandeció al ver a su hija, la besó con entusiasmo y le dio las gracias a la señora Talbot por cuidar de su angelito.

«Hay un ángel en la posada del Ángel otra vez», pensó Thora con melancolía, recordando el antiguo nombre del establecimiento y el nombre cariñoso con que la llamaba su padre. Qué curioso que echara de menos a sus padres más que nunca a sus cincuenta y un años.

Jane levantó la vista desde el mostrador y la saludó con una sonrisa.

—Buenas tardes, Thora.

—Hola, Jane. ¿Te importa si subo al ático? Dejé almacenadas algunas cosas ahí y había pensado llevarlas a la granja.

—Por supuesto, no me importa en absoluto. ¿Ropa y esas cosas?

—Sí. Y… esas cosas.

—Está en su casa. Espero que lo recuerde siempre. Tengo que terminar estas órdenes, pero si necesita que alguien la ayude a bajar las cosas puedo pedírselo a Colin.

—No hace falta, me las arreglaré.

Thora subió al piso de arriba y tomó la estrecha escalera hacia el ático. Algunos débiles rayos de sol otoñal se colaban por las pequeñas ventanas de ambos extremos del desván e iluminaban el húmedo espacio.

Se acercó al baúl y abrió la tapa polvorienta con la intención de revisar el contenido antes de decidir si llevárselo entero o solamente seleccionar algunas cosas. El interior parecía una caverna sombría, por lo que arrastró el mueble hasta un desvencijado banco bajo una de las ventanas. Se sentó a la luz de los rayos de sol y comenzó a hurgar.

Fue dejando en el regazo todo aquello que consideró útil para Betsey. Algunas prendas se le habían quedado ya pequeñas, como los patucos o el vestido de bautizo. Acarició la tela y los delicados bordados sintiendo un pinchazo en el pecho por sus niños, que, de una forma u otra, se habían marchado hacía ya mucho tiempo. Sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Qué no daría por volver a acunar sus pequeños y suaves cuerpos una vez más, por ver sus desdentadas sonrisas y el amor incondicional que brillaba en sus inocentes ojos…

Sintiéndose estúpida, ahogó un sollozo y dejó los patucos a un lado, pensando en su nuera. Ahí estaba, llorando cuando había tenido la oportunidad de criar a dos chicos hasta la edad adulta. Ella había perdido a John cumplidos los treinta, pero la pobre Jane había perdido a todos sus hijos, no había tenido nunca la oportunidad de acunarlos… De nuevo sintió una inmensa pena por ella.

Algo cerca del fondo del baúl llamó su atención; se agachó para sacar un paquete recubierto de tela. Tras desenvolverlo, se sorprendió al ver una cuchara de plata con una cinta alrededor. ¿Quién habría puesto aquello allí? Sin duda, no había sido ella.

Se sobresaltó al oír unos pasos repentinos. Jane apareció en lo alto de las escaleras con una lámpara en la mano.

—Ay, Jane, me has asustado.

—Lo siento. Pensé que podía subir a ver si necesitaba ayuda. ¿Ha encontrado lo que buscaba?

Estuvo tentada de cerrar la tapa, de ocultar la cuchara, los gorros tejidos y los delatores patucos, pero nunca había sido de esas que intenta esconderse en situaciones incómodas.

—Sí, pensé que podría encontrar algo para Betsey entre las cosas de cuando John y Patrick eran pequeños.

Jane miró hacia abajo y observó la selección que tenía en su regazo, así como el baúl abierto: prendas de ropa en miniatura, un juego de bloques de madera y algunos libros infantiles.

—Ah… —Jane exhaló un largo suspiro y se sentó en el banco a su lado.

—¿Pusiste tú esto aquí? —Le enseñó la cuchara de plata.

—No, no lo había visto nunca.

—Ni yo.

La observó a la luz, que reveló una «B» grabada en el mango. Al ver la inscripción, Thora sintió un nudo en la garganta.

—John debió de comprarla cuando estabas embarazada.

La joven miró sorprendida a su suegra, y después a la reluciente cuchara.

—¿Usted cree?

—Seguramente quería darte una sorpresa —asintió.

—Debió de esconderla aquí arriba… después.

Por un momento, se quedaron mirando el objeto de plata, recordando a John. Thora se aclaró el nudo de la garganta y levantó algo.

—Creo que te gustará ver esto. —Era un mechón de cabello con un lazo—. Lo guardé tras el primer corte de pelo de John. Quería esperar un poco más, pero Frank dijo que ninguno de sus hijos parecería nunca una niña. «Ya es suficiente con que los chicos lleven vestido hasta el bautizo», decía.

Jane, entristecida, logró articular una breve risa.

—Eso es propio de Frank. —Acarició el suave mechón de pelo y deslizó el dedo sobre uno de los gorros y los pequeños patucos—. No sabía que había guardado las cosas de John y Patrick desde que eran bebés. Creí que lo habría donado hace tiempo.

—Doné muchas cosas y me quedé solo con los recuerdos más especiales, de los que no podía separarme. Como este vestido de bautizo.

—Supongo que los guardaba para sus nietos.

—Sí, supongo que sí. —Miró a su nuera—. Jane, espero que esto no te haga sentir demasiado triste.

—No. Bueno, quizá un poco, pero estoy mejor ahora que tengo un lugar donde llorar su muerte. De verdad. Estoy feliz por usted. Betsey es la nieta que nunca ha tenido. Estoy… feliz por ambos. —Le tembló la barbilla, pero continuó con un tono ya alegre—: Y el cielo sabe que todos habíamos perdido la esperanza de que Patrick sentara la cabeza. Esta podría ser la respuesta a sus plegarias, Thora. Al verla ahora con Betsey… Bueno, es un alivio. Por fin tiene un nieto.

—No es mi nieta, Jane. No… oficialmente.

—Lo sé, pero he visto a Patrick y a Hetty juntos y me he dado cuenta de cómo la mira, cómo la ayuda y cómo la trata. Creo, o por lo menos espero, que sea una cuestión de tiempo.

—Yo también —asintió.


Thora se acercó a hablar con Patrick antes de volver a la granja y lo encontró apoyado en el marco de la puerta con una sonrisa en la cara mientras veía a Hetty entretener a Cadi y a Alwena con una divertida imitación de una mujer difícil y su susceptible criada que se habían hospedado hacía poco en la posada. La mujer cambiaba del acento irlandés de la sirvienta a la desagradable voz de su señora con soltura.

Se quedó mirando a su hijo, después le tomó del brazo y lo condujo a la oficina.

—Ven, Patrick. No estoy ciega. Casi no puedes apartar la vista de ella… y apostaría que tampoco tus manos.

—Madre, he sido un perfecto caballero esta vez.

—Te creo y eso me da la esperanza de que realmente te preocupas por ella, de que podríais ser felices juntos.

—Ella me importa mucho. A mí mismo me sorprende cuánto.

—Bueno, entonces, ¿a qué estás esperando? Sé que fui yo quien te desanimó a seguirla en el pasado, pero ahora… ¿No crees que deberías cumplir con tu deber hacia ella?

Él levantó las manos, sorprendido.

—Madre, me deja atónito. Responda con honestidad: si no fuera por la niña, ¿diría lo mismo?

—¿Cómo puedo saberlo? Hetty y tú estáis unidos ahora…, de una manera que quizá no habría elegido para ti. Pero tienes una segunda oportunidad para hacer las cosas bien. No huyas de tu responsabilidad, Patrick, no lo hagas otra vez.

Él se cruzó de brazos.

—He demostrado ser responsable al quedarme aquí con Jane incluso después de que mis aspiraciones se vieran frustradas.

La mujer estudió su rostro. ¿Por qué le resultaba tan difícil creer que hubiera cambiado?, ¿que sentaría la cabeza y se quedaría en la posada?, ¿que elegiría a una mujer? «Oh, Dios, ayuda a Patrick a ser el hombre que deseas que sea. ¡Y ayúdame a tener fe en mi propio hijo!».

—Lo he notado, Patrick. Y Jane también. Estoy… muy contenta. —Quería decirle lo orgullosa que estaba de él, pero detuvo el elogio. Inclinó la cabeza hacia un lado y miró a su apuesto hijo menor—. Patrick, ¿cuántos años tienes?

—Casi veintinueve, como sabe bien.

—Veintinueve. —Sacudió la cabeza reflexionando—. ¿Sabes? No hay nada mejor para que un hombre madure que sentirse responsable de alguien, como una esposa y una hija a quien cuidar, a quien amar y proteger. Creo que te vendría muy bien.

—Hace que suene tan romántico… —replicó, con sequedad.

—En el matrimonio hay mucho más que romanticismo.

—Y esto me lo dice una mujer que acaba de volver de su luna de miel. Pobre Talbot.

Ella le apretó el brazo.

—No digo que no haya romanticismo, he dicho que hay «más» que eso, como tomar la decisión de amar a alguien a pesar de todo, apoyar y amar a esa persona más que a tu propia vida, poner sus necesidades y su bienestar por encima del tuyo propio…

—Suena… aterrador.

Thora asintió lentamente.

—Lo es. Pero, cuando la otra persona está haciéndolo también, es algo completamente… perfecto.