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CAPÍTULO

37

Los rayos centelleaban en el cielo y los truenos resonaban por la cabaña. Jane gruñó pensando que el tejado volvería a tener goteras y que la tormenta agitaría a Athena. Debía intentar calmar a la yegua antes de que se hiciera daño de nuevo o agitara a todos los animales del establo, así como a los mozos de cuadra y a los criados.

Retiró las sábanas y se levantó. Se puso una capa de franela, calcetines de lana, unas botas y un abrigo de piel. Cuando terminó de vestirse y salió de su casa, la tormenta había amainado un poco, aunque aún llovía.

Con el chal sobre su cabeza, corrió a través del arco y del patio, saltando un charco en el camino. Abrió la puerta del establo y se deslizó dentro lo más silenciosamente posible; no quería asustar a la yegua. El lugar estaba sorprendentemente tranquilo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, avanzó por el recinto. Los caballos dormían o la miraban con calma al pasar. Lo más probable era que Athena estuviera agotada, pobre criatura.

Caminó de puntillas, dobló la esquina y se aproximó. Al fondo, la puerta del último cubículo estaba abierta de par en par y una lámpara iluminaba una inesperada escena.

Jane respiró hondo. Dentro vio a Athena calmada, con una pata levantada. Gabriel Locke, agachado, manipulaba en la extremidad del animal. ¡Había venido!

La yegua permanecía inmóvil mientras él le cambiaba la herradura. Athena bajó lentamente la cabeza hasta que la apoyó en la espalda curvada del herrador. Entonces cerró los ojos y se quedó dormida, relajada al cuidado de Gabriel, en completa confianza.

A Jane, con un nudo en la garganta, se le aceleró el corazón. Quizá era hora de que ella confiara también en él.

—Gabriel… —murmuró tan bajo que no estaba segura de que la hubiera oído. Pero él levantó la cabeza y sostuvo su mirada por un momento, analizando su expresión. Titubeó y levantó una mano indicándole que estaba en plena tarea. Ella asintió, pues no quería interrumpirlo hasta que hubiera terminado.

Mientras esperaba, se fijó en su atractivo perfil, en su oscuro cabello cayendo sobre la frente y en cada uno de los movimientos de sus hábiles y capaces manos. Pudo ver sus anchos hombros y sus fuertes antebrazos gracias a que se había subido las mangas. Dejó escapar un suspiro tembloroso, deseando no estar tan pobremente vestida. ¡Calcetines de lana!

Finalmente, el hombre dejó en el suelo la pata de Athena y abrió un tarro de ungüento.

—¿Puede distraerla mientras yo curo sus heridas? Quizá podría cepillar su crin. Recuerdo que eso le gusta.

Jane asintió y fue a buscar los útiles. Volvió y entró con cautela en el cubículo, murmurando palabras reconfortantes. Acarició el suave hocico de Athena y comenzó a cepillar lentamente su melena. El animal se quedó quieto de nuevo y sus ojos se entrecerraron.

—Así —murmuró Gabriel. Aplicó el ungüento en una herida que la yegua tenía en su elegante cuello y en la de la pata, cerca de los cuartos traseros—. ¿Puede sujetarle la cola un momento? No quiero que se enganche el pelo en las vendas.

—Claro. —Jane se situó al lado del hombre y mantuvo una mano en el lomo de Athena, para tranquilizarla.

Entonces él le tocó la mano y ella la retiró.

—Lo siento.

Los ojos de Gabriel se posaron en los suyos.

—No lo sienta.

La mujer tomó aire de nuevo e intentó concentrarse en su tarea. Poco después, dejaron que la yegua descansara.

—No la había visto tan tranquila desde que se fue. Le ha echado de menos… y yo también.

Gabriel la miró con sorpresa y una sonrisa burlona se dibujó en su boca.

—¿También necesita que le cambie las herraduras?

—No, mis cascos están bien. —Bajó la cabeza y miró con timidez hacia sus botas, disgustada al ver lo viejas que estaban—. Aunque quizá debería hacerle una visita al zapatero.

Él guardó las herramientas y apagó la lámpara. Jane lo siguió a través de los establos, donde algunos caballos dormían, otro empujaba su cubo vacío de comida con el hocico y varios resoplaban suavemente al verlos pasar.

En la puerta, Jane levantó una mano y tocó el brazo de Gabriel.

—Gracias por venir. Es el único en quien confía.

Él asintió mientras recorría con sus ojos marrones las mejillas, los ojos y la boca de Jane. Cuando habló, su voz retumbó con gravedad en su pecho.

—Haría lo que fuera por ella. Lo sabe, ¿verdad?

Jane sintió un nudo en el estómago y se estremeció ante la intensidad de su mirada. Con la boca seca, logró asentir. Él se acercó un poco más a ella.

—Jane…

Uno de los mozos nuevos salió de la habitación de literas bostezando y rascándose la barriga.

—Oh, disculpe, señora, señor… Solamente iba a aliviarme.

—Gracias por la información, Fred —respondió Jane irónica. Entonces, volviéndose hacia Gabriel, le dijo—: Es más que bienvenido, por supuesto. Hasta donde yo sé, su habitación está tal y como la dejó. Nuestro nuevo herrador tiene una familia, así que no vive aquí.

—Me quedaré a pasar la noche, gracias. Quiero ver qué tal está Athena por la mañana.

¿Se marcharía después? Jane no se atrevió a preguntárselo, no quería presionarlo.

—Bueno, le dejaré para que descanse un poco. Ahora que Athena está durmiendo plácidamente, tengo esperanzas de conseguirlo yo también.

Le sonrió, pero él no le devolvió la sonrisa, por lo que la mujer sintió cómo su gesto se desvanecía.

—Bueno… buenas noches, Gabriel. Gracias de nuevo por venir. Quizá podríamos… ¿hablar por la mañana?

—Buenas noches, Jane —dijo, sin prometerle nada.

Se equivocaba. Después de todo, no durmió bien aquella noche.

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Por la mañana, Jane se vistió a toda prisa pero cuidadosamente y salió en dirección a los establos. Suspiró aliviada al ver que Gabriel estaba ahí, de nuevo en la casilla de Athena. No había sido un sueño.

—Oh, qué bien. Temía que se hubiera marchado ya.

—No me habría marchado sin despedirme, a no ser que me expulsara de nuevo.

—¡No lo hice! —protestó la mujer, pero luego vio que él se estaba riendo. Deseó que no tuvieran que despedirse nunca.

—Tengo que resolver algunos negocios en la zona, así que he pensado quedarme algunos días, si le parece bien.

—Por supuesto que me parece bien.

—Así puedo vigilar la recuperación de Athena.

—Se lo agradezco. ¿Qué tal está?

—Tardará un poco en curarse, pero estará bien.

—Bien. Supongo que… no puedo convencerle de que vuelva a su antiguo puesto —añadió con una risita, esperando que él no percibiera la vulnerabilidad en su voz.

Él se rio también, con un tono extrañamente desgarrador.

—No, pero gracias por la oferta.

—Bueno… Gracias de nuevo por venir. Espero que su tío pueda prescindir de usted unos días.

—Sí, puede hacerlo. De hecho, estoy pensando en lanzarme a hacer algo por mi cuenta.

—¿Ah, sí? Pensé que había dejado las carreras de caballos para siempre.

—Y así es, pero sigo queriendo criar caballos, caballos de carreras, purasangres y puede que incluso caballos de tiro, si puedo. Espero poder comprar una granja de mi propiedad.

—¡Cielo santo! Debe de haber ganado todo el dinero que John perdió y más. —Sintió una punzada de amargura.

Él frunció el ceño.

—Se lo dije, Jane: dejé de apostar cuando aún estaba en lo alto. Mi tío se enteró e insistió en ello, gracias a Dios. Intenté que John lo dejara también, pero no me hizo caso.

—Lo sé, no le culpo.

—¿No? —Levantó sus oscuras cejas.

—Ya no. —Respiró hondo—. John era un adulto que tomaba sus propias decisiones y que cometía sus propios errores. Lo he perdonado a él y estoy preparada para dejar el pasado atrás.

«Cielo santo», pensó la mujer, esperaba que no le hubiera parecido demasiado presuntuosa. Sintió que su cara se encendía. ¿Llegaría a pensar que ella estaba insinuando…? Si así era, su intención no era resultar tan obvia.

Él observó su rostro con una expresión difícil de descifrar.

—Me alegra oír eso.

Aturdida, se volvió hacia el cubículo más cercano. Un caballo conocido de color castaño los miraba con ojos inteligentes. Jane pasó una mano por encima de la barra.

—Hola, bonito. —Cuando vio que no se asustaba, acarició la marca blanca de su frente.

—Se acuerda de usted —dijo Gabriel.

—Y yo de él. Lo he montado más de una vez, no sé si lo recuerda, cuando me dijo que lo había dejado aquí un caballero.

—Lo lamento. De ahora en adelante, prometo decirle la verdad.

—Mmm… ¿Está seguro de que puede mantener esa promesa? No sé qué pensar de ese caballero, pero puedo decir sin lugar a duda que su gusto en caballos es excelente.

Él se rio suavemente. Lo miró y vio que sus ojos estaban fijos en ella. Oscuros y profundos.

—Gabriel, yo quiero…

—¿Gabriel?, ¿Gabriel Locke? —llamó Tuffy—. Ted, ven, rápido, ¡el señor Locke está aquí!

Tall Ted se apresuró hacia allí, seguido del joven Joe, contentos de ver a su antiguo jefe.

—¡Gabo! —exclamó Ted, golpeándole en el hombro—. Qué bien verte.

Los hombres se reunieron a su alrededor y empezaron a zumbar como abejas felices. Ella se retiró para dejarles disfrutar de su reencuentro.

Lo que quería podía esperar.


Jane caminó hasta la posada canturreando y se encontró a Cadi mirando por la ventana en dirección al patio de los establos.

—Bueno, qué sorpresa —murmuró la doncella—. El señor Locke ha vuelto.

—Así es.

La doncella la miró y abrió los ojos como platos.

—Cielo santo, señora Bell, creo que nunca la había visto sonreír con tanta alegría. ¿Por qué —o debería decir por quién— está usted sonriendo así? Debería haber sospechado que algo se avecinaba cuando el señor Locke vino hasta Epsom aquel día para asegurarse de que estaba usted bien.

—Otros negocios lo llevaron a Epsom, Cadi.

—Lo que usted diga. ¿Y qué le ha traído ahora de vuelta? —La joven mostró un gesto de malicia en el semblante.

Athena. Ha venido a curar sus heridas. La yegua no dejaba que Tom se acercara, como sabes.

—Ah, claro. ¿Y fue Athena quien escribió al señor Locke y le pidió que viniera?

—Por supuesto que no. Fui yo, por el bien de la yegua.

—Ah, claro. —Cadi sonrió y Jane no pudo retener una pequeña sonrisa como respuesta. Sentía un hormigueo en el estómago; algo le decía que Athena no era la única razón de que Gabriel hubiera regresado.

Un hombre apareció por la puerta en aquel momento y la posadera se volvió, agradecida por la interrupción. James Drake.

—Buenos días, James. ¿Cómo está en esta bonita mañana?

—Hola, Jane. He venido a invitarla a cenar… —La miró más detenidamente, echando la cabeza hacia atrás sorprendido—. ¿Qué hace que sonría tanto? Está usted como embelesada.

—¿Ah, sí?

Cadi le dirigió una mirada pícara al señor Drake mientras se alejaba.

—No es «qué», es «quién».

«Qué niña más insolente». La señora Bell sacudió la cabeza mientras la joven se alejaba y se volvió hacia James, cuya sonrisa se había vuelto melancólica.

—Me habría gustado ser el hombre que la hiciera sonreír de esa manera.

Sostuvo su mirada un instante, evaluando su sinceridad.

—No, no es verdad.

—¿Por qué dice eso? —Frunció la boca como un niño pequeño enojado.

—James, no me dirija esa mirada de cordero degollado. Sé que le gusta bromear conmigo y que disfrutamos de la compañía del otro, por supuesto, pero nunca he creído que tuviera serias intenciones conmigo.

—Creo que la realidad es la contraria. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. No pensé que quisiera que yo tuviera serias intenciones en lo que a usted concierne. ¿Estoy equivocado?

Ella permaneció inmóvil.

—Yo… No, no está equivocado.

—Suelo disfrutar al tener la razón, pero en este caso me habría gustado estar equivocado.

Ella bajó la cabeza.

—James, si le soy sincera, dudo que su corazón se haya visto en cualquier tipo de peligro en lo que a mí respecta… o a cualquier otra persona, en realidad. Dígame…, ¿alguna vez ha amado a alguien de verdad?

Él bajó la mirada y permaneció callado tanto tiempo que temió haberlo ofendido.

—Estuve en peligro una vez, hace mucho tiempo —respondió él—, pero dejé que se escapara fuera de mi alcance.

Jane notó cómo le palpitaba el corazón débilmente.

—¿Se refiere a la señorita Payne?

El hombre asintió, levantando las cejas con sorpresa.

—Mercy me lo contó. Lo siento mucho, James —añadió ella.

—No hay por qué sentirlo. —Le dirigió una mirada irónica, tras lanzar un suspiro—. Esto no me beneficia en mi asunto con usted, ¿verdad?

Ella soltó una risita.

—No, pero me alegro de saberlo de todas formas. Me lo he estado preguntando. A pesar de todas sus atenciones… siempre he sentido que mantenía su corazón lejos de mí y ahora entiendo por qué.

Él la miró reflexionando:

—No hay duda de que la he idealizado con el paso del tiempo, puesto que solo tengo su recuerdo para evocarla. Para mí no envejeció y su dulce temperamento no cambió. Quizá si la hubiera conocido durante más tiempo no me habría parecido tan perfecta y ella habría sido consciente de todos mis defectos, como usted.

La mujer pensó en la tensión existente entre él y Mercy, pero el señor Drake también era amigo suyo.

—James, por supuesto que tiene sus defectos, como todos nosotros. Pero es un hombre admirable y agradable. Aún está a tiempo de hacer muy feliz a una mujer.

—¿Desea postularse para el puesto? —Dejó ver su hoyuelo.

Ella negó con la cabeza.

—Ahí está de nuevo el James que yo conozco y…

—¿Y qué, Jane?

—Y que hará mejor en seguir su camino antes de continuar con esta farsa.

Él estudió su rostro.

—¿Sabe…? No me ha dicho aún quién la hacía sonreír así cuando he llegado.

Ella miró el reloj.

—Cielo santo, ¿es tan tarde?

Él sacudió la cabeza con un gesto de leve reprobación.

—Eso es injusto. Usted hace que yo abra mi alma, pero no me devuelve el favor.

—Exactamente —confirmó con un guiño.

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Aquella tarde, Mercy caminó fatigosamente hacia la sala de estar después de un día intenso de clases. Debía empezar a escribir a las familias de sus alumnas para hacerles saber que planeaba cerrar la escuela el año siguiente. Al llegar a la puerta, se asomó a la sala de estar y vio que Colin McFarland y Anna Kingsley estaban trabajando juntos otra vez.

Colin estaba inclinado sobre una hoja llena de números y un mechón de pelo castaño le caía sobre la frente. Pensando que nadie la observaba, Anna miraba el perfil del joven, con los ojos brillantes de admiración.

El chico dejó el lápiz y deslizó el papel hacia ella con expresión tensa.

—Creo que está bien.

Mientras ella revisaba los cálculos, el joven, a su vez, estudió el rostro de Anna. Tras unos instantes, ella levantó la mirada con una amplia sonrisa iluminando sus rasgos.

—Perfectamente correcto. Bien hecho, señor McFarland.

Él dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias a los santos. Y es Colin, si le parece bien. Hace que me sienta un anciano y… no hay tanta diferencia de edad entre nosotros, ¿no es así?

Anna le sostuvo la mirada un momento y bajó la cabeza, sonrojándose con dulzura.

—No, es cierto.

Mercy decidió que aquellas cartas podrían esperar unos minutos más. Dejó a los dos jóvenes donde estaban y fue a buscar una tonificante taza de té caliente.

Poco después, volvió a la salita de estar y la encontró vacía. Colin y Anna se habían marchado y, con ellos, la excusa de posponer las cartas. Con un suspiro, se sentó, apoyó un codo en el escritorio y, con la otra mano, tomó una pluma y la sumergió en el tintero. Permaneció inmóvil hasta que la tinta cayó al papel sin haber escrito una palabra.

Con un suspiro, empapó de nuevo la pluma y se sujetó la cabeza con las manos. «Señor, dame fuerza».

Oyó cómo llamaban a la puerta principal y, momentos después, el señor Basu apareció acompañando a su abogado. Mercy se levantó.

—Señor Coine, no le esperaba, aunque quizá debería. —Señaló hacia una silla—. Por favor, siéntese.

Ella volvió a su sitio y él se sentó también.

—Estoy aquí como mediador —comenzó—. El señor Drake me contó que discutieron la última vez que hablaron y supone que usted prefiere evitar otra escena desagradable para ambos.

—Lo entiendo.

—Me pidió que le comunicara que está preparando una habitación para su… para Alice en el Fairmont y me preguntó si le parecería aceptable que la niña se quedara aquí con usted hasta que el cuarto esté listo para ella.

—Claro, por supuesto. Alice puede quedarse todo lo que necesite. —«E incluso más, si lo desea». Estaba encantada de contar con un poco más de tiempo con su querida niña.

Él asintió.

—Muy amable por su parte. Por cierto, vengo de explicarle la demanda del señor Drake al señor Thomas. Hablando de escenas desagradables…

—Lamento mucho que haya tenido que pasar por eso, señor Coine.

Él levantó una mano con indiferencia.

—Gajes del oficio.

—Casi habría pensado —dijo Mercy— que el señor Thomas podría sentirse satisfecho, confirmadas sus sospechas, de haber despreciado a Mary-Alicia y, a su vez, a Alice.

—No intentaré trasladarle las emociones del señor Thomas, señorita Grove, pero su deseo de que fuera usted quien criara a la niña era sincero y esto ha sido un duro golpe para él. Y también para usted, lo sé bien. —Se levantó—. Bueno, prepararé los papeles de la tutela. Y no quiero ni que piense en pagarme un cuarto de penique.

—Gracias, señor Coine. Es usted la excepción a la pobre reputación de su profesión.

—Hago lo que puedo. —Sonrió con amabilidad—. De nuevo, acepte mis disculpas por su decepción.

Ella asintió y lo acompañó a la puerta. Durante unos instantes, Mercy permaneció paralizada, viéndolo marchar y preguntándose cuánto se tardaría en acondicionar una habitación para una niña pequeña. En cualquier caso, no sería suficiente.