Epilogo

Noviembre de 2001

Las puertas de la sala 6-8 del juzgado se abrieron al abarrotado pasillo, donde los fatigados y confusos familiares tanto de víctimas como de acusados esperaban que sus casos fueran atendidos. El juez Katz, de un humor especialmente irritable por tener que trabajar en víspera de vacaciones, dirigía el ritmo de las comparecencias de la mañana, dispensando justicia y concediendo y denegando fianzas a una velocidad de vértigo.

C.J. salió de la sala, dejando que las puertas se cerraran ante una nueva diatriba del juez. «¡Nada de fianza! Ni ahora ni nunca -gritaba Katz-. Si lo ama tanto, vaya a visitarlo a la cárcel. ¡Entretanto, hágase mirar la vista, no sea que vuelva a golpearse contra un bate de béisbol!» Esas fueron las últimas palabras que C.J. oyó antes de que las puertas se cerraran del todo. Otro día en el paraíso.

Paul Meyers, el jefe de departamento de la Unidad Jurídica de la Oficina del Fiscal del Estado, la estaba esperando en el pasillo, apoyado contra la pared, con unos documentos en la mano. Su expresión era seria y reservada.

– Hola, Cejota -dijo apartándose de la pared y abriéndose camino hacia ella entre el gentío-. Sabía que tenías una vista preliminar esta mañana y tenía que hablar contigo antes de que esto se sepa y los teléfonos empiecen a sonar.

C. J. notó que se le hacía un nudo en el estómago. Adiós a la escapada de un fin de semana de puente. Una visita en los tribunales del jefe en persona de la Unidad Jurídica no era normalmente una buena noticia.

– Claro, Paul. ¿Qué ocurre?

– Se trata de la apelación de Bantling. Acaba de saberse esta mañana. Nos ha llegado por fax directamente de la Oficina del Fiscal General, que a su vez lo ha recibido del secretario de la sala tercera. Quería ser el primero en decírtelo. Estoy seguro de que la prensa no tardará en llamar.

«Oh, Dios mío. Aquí llega. Ya puedes empezar a pensar en una nueva dirección donde vivir, porque lo han dejado libre.»

La pesadilla que hacía casi un año que había conseguido dejar atrás estaba a punto de volver a empezar. El nudo en el estómago se le apretó un poco más y la boca se le secó. Asintió lentamente.

– ¿Y? -fue todo lo que pudo decir.

– ¿Y? ¡Pues que hemos ganado, y en todos los aspectos! -respondió Meyers a la par que sonreía-. El tribunal ha declarado unánimemente la culpabilidad de Bantling. He traído el veredicto. -Hurgó entre unos papeles que llevaba y le mostró unas hojas-. Tengo que hacerte fotocopias, pero básicamente lo que dicen es que no había conflicto por el hecho de que representaras al ministerio fiscal. Dicen que el argumento de que hubiera sido él quien…, bueno, tu agresor, fue «oportunista, difamatorio y carente de toda prueba que lo respaldara». Afirman que, de haber tenido en cuenta su alegación, y cito: «Se abrirían las puertas a que otros acusados pudieran difamar a los fiscales y jueces encargados de sus casos, con la esperanza de interferir en el curso de la justicia. Que simplemente permitir que una simple alegación fundamente un argumento recusatorio, formulada convenientemente en este caso tras haber expirado los plazos del régimen de prescripciones, permitiría a cualquier acusado escoger no solo entre los miembros del foro, sino entre los de la fiscalía sin que le sea requerida una sustanciación de sus alegaciones». -Meyers señaló la parte del texto subrayada-.Tampoco comparten la teoría de una conspiración ni la de una falta de profesionalidad de la defensa. Aseguran que Lourdes Rubio lo hizo más que bien y que la decisión de declarar o no declarar quedó debidamente registrada en las actas del juicio como exclusivamente de él.

»Y por último, y lo más importante, tampoco ponen en cuestión las pruebas presentadas en el último momento. También te lo he subrayado. Dicen que el juez Chaskel oyó las alegaciones del recurso de Bantling solicitando un nuevo juicio y que tampoco les parecen lo bastante fundamentadas. Tampoco consideran que, en sí misma, la agresión de la que fuiste objeto por parte de Bantling fuera admisible como nueva prueba; y también destacan que el jurado, en su juicio del pasado verano, tampoco admitió dicho argumento y que lo condenó por los diez asesinatos. Punto. Fin de la historia. Ya puedes volver a respirar tranquila, Cejota.

– ¿Y qué viene a continuación? -El corazón le latía a toda prisa.

– Está el Tribunal Supremo de Florida, pero yo no me preocuparía, porque el tribunal de apelaciones ha sido muy rotundo. A partir de ahí, Bantling tiene todo un camino por recorrer hasta llegar al Supremo.

C.J. asintió pensativamente mientras iba asimilando lo que Meyers decía y lo que sus palabras implicaban. Le sorprendía no sentirse culpable, la falta de cualquier remordimiento; sentir solo tranquilidad.

– Tal como funciona la justicia en Florida -añadió Meyers-, pueden pasar ocho o diez años antes de que lo ejecuten. Quizá más. Es posible que alguno de nosotros no esté aquí para verlo.

– Yo sí estaré -afirmó ella tajantemente.

– Pues te deseo la mejor suerte. Yo estaré en mi yate, en los Cayos, disfrutando de mi jugoso retiro. Solo me quedan seis años. Solo yo y los peces. Ni siquiera voy a invitar a mi mujer. Bueno, tengo que marcharme, Cejota. Te dejaré una copia de esto en tu despacho más tarde. ¿Te marchas de día de Acción de Gracias?

– La verdad es que sí. Mi vuelo sale esta tarde. Me voy a visitar a mis padres a California. -Esa era una relación que confiaba en reparar, que deseaba recuperar.

– Bueno, estas noticias harán que disfrutes aún más de tus vacaciones. Que tengas buen viaje.

Meyers se alejó por el abarrotado pasillo, hacia los ascensores, con alegres pensamientos de pavo relleno y de un feliz retiro bailándole en la cabeza.

«Sí, Paul. Sí que estaré allí. Cuando sea que llegue el momento. Allí estaré para ver cómo ocurre. Para asegurarme de que se hace justicia.»

Lo observó meterse en el ascensor y lo saludó con la mano mientras las puertas se cerraban. Luego miró la hora en el reloj. Era casi mediodía, y le quedaban asuntos por despachar antes de volver a casa y hacer las maletas. Cogió el ascensor hasta la planta baja y pasó ante el Pickle Barrel. Debido a la fiesta no estaba tan lleno como de costumbre, ya que la mayoría de abogados defensores, fiscales y jueces habían empezado su fin de semana tras la sesión matinal.

C. J. abrió las puertas de cristal y bajó por los peldaños de cemento. La salida trasera de los juzgados daba a la calle Trece y a la cárcel del condado. Por razones de seguridad, estaba cerrada al tráfico, salvo para los vehículos de la policía. Reconoció el coche de inmediato.

Dominick estaba sentado al volante de su Grand Prix, justo delante de la escalinata, esperándola. Cuando ella se acercó, bajó la ventanilla del pasajero.

– Oye, bombón, ¿quieres que te lleve?

– Mi madre siempre me decía que no hablara con desconocidos ni me subiera a sus coches -contestó ella sonriendo-. ¿Qué haces aquí? Pensaba que me ibas a pasar a buscar por casa.

– Sí, pero he preferido venir a rescatarte temprano de este lugar. Quizá podríamos empezar con unos de esos Bloody Mary enlatados de las líneas aéreas.

Ella abrió la portezuela y subió al lado de Dominick. Él le rodeó la nuca suavemente con la mano y la atrajo hacia sí. Sus labios se unieron.

– ¡Caramba! -dijo ella cuando el beso hubo finalizado-. ¡Menuda bienvenida! Me alegro de que hayas venido. En este momento me apetecería cualquier cosa fría y tropical. Una copa de «estamos de vacaciones». ¿Has hecho ya el equipaje?

– Sí. Está todo ahí atrás. ¿Y tú?

– Claro que no. Pero es posible que puedas ayudarme. No tardaremos.

– Pues pongámonos en marcha. Vamos a dejar estos horribles expedientes y luego te llevo a casa. A partir de ese momento, muñeca, solos tú y yo.

– Y mis padres. No olvides que te los voy a presentar.

– Estoy impaciente -contestó diciendo la verdad.

Ella sonrió, volvió a besarlo suavemente y se apeó del coche para desprenderse de aquellos desagradables expedientes y empezar de una vez sus vacaciones. Su vuelo a San Francisco salía a las cinco y media de la tarde, y no quería perderlo.

Castigo
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