Capítulo 75
DR. Las garrapateadas iniciales aparecían esporádicamente en todos los diarios y agendas de Bantling. En diferentes días de la semana. Noche y día. La última vez, el día antes de que el cadáver de Anna Prado fuera descubierto en el maletero de Bantling.
¿Qué significaban? ¿Un lugar? ¿Una persona? ¿Un objeto? ¿Una idea? ¿Nada en absoluto?
A C. J. le dolía la cabeza de tanto pensar. Tomó un sorbo de su café, ya frío, negándose a volver a su casa. Si se quedaba un poco más, ya no tendría sentido que regresara. El juicio se reanudaría a las ocho, y ya eran las dos y media. Tenía el escritorio literalmente cubierto de papeles provenientes de las cajas repletas de diarios, agendas, periódicos, asientos bancarios y recibos de impuestos hallados en los registros de la casa y coches de Bantling y los entregados por Tommy Tan. Todo lo que había que saber acerca de William Bantling se hallaba abierto como un libro ante sus ojos. C. J. había examinado sus agendas y diarios, revisado sus citas de negocios, repasado sus declaraciones de impuestos y recibos. Sabía que habría quien la consideraría una obsesa que se dedicaba a perder el tiempo en un terreno demasiado trivial, demasiado familiar, y donde no había nada que encontrar; especialmente si se tenía en cuenta que eran los mismos que habían sido peinados por una tropa de expertos detectives. Aun así, tenía que seguir, seguir analizando cómo Bantling había sido capaz de vivir consigo mismo día tras día, llevando una vida normal. Quizá, solo quizá, a lo largo del camino a aquellos ojos tan experimentados se les había pasado algo por alto.
C. J. encontró la agenda particular de Bantling, la que había sido hallada junto a su planificador del día en la bolsa de viaje del asiento trasero del Jaguar, y empezó a hojear sus páginas. La gastada libreta negra estaba llena de direcciones, de tarjetas de presentación y fragmentos de servilletas donde habían sido anotadas apresuradamente señas y nombres. Empezó a leer las entradas individuales, estudiando cuidadosamente la escritura casi ilegible, buscando algo, lo que fuera. No sabía qué. Un experto calígrafo le había contado una vez que se podía distinguir entre un perturbado o un cuerdo simplemente mirando sus firmas. Se acordó entonces de sus palabras y se preguntó cuál habría sido su opinión al ver las anotaciones de aquella libreta.
Había cientos de nombres, en algunos casos no más que un nombre y un número de teléfono, y en su mayoría eran de mujeres. De tantas que había tenía que haber anotado prácticamente los de todas las mujeres que había conocido. Reconoció algunos nombres de los informes de las entrevistas realizadas por la unidad especial; otros no le decían nada. Mientras leía las docenas y docenas de nombres, una escalofriante idea le cruzó por la mente y pasó las páginas frenéticamente hasta la letra ele. Repasó la lista, pero no encontró el nombre de Larson. A continuación, repasó la letra ce y sus ojos recorrieron frenéticamente las páginas esperando ver en aquella aberrante caligrafía: «Para pasar un buen rato, Chloe Larson. Apartamento 1 B, 202-218 Rocky Hill Road, Bayside, Nueva York». Repasó una a una todas las anotaciones con el corazón en un puño, pero no estaba allí. Dejó escapar un largo suspiro.
Sin embargo, la sensación de alivio fue breve, porque encontró otro nombre en la agenda de Bantling, un nombre escrito con aquella letra diminuta y apresurada que resultaba casi, casi ilegible. Un nombre que la pilló por sorpresa. Un nombre que nunca habría esperado. Uno que habría preferido no ver: «G. Chambers. Almería Street, 22. Coral Gables, FL».