Capítulo 28

Tardó apenas tres minutos en oír un timbrazo, seguido del golpeteo de unos nudillos en la puerta. Atisbo por la mirilla y vio a Dominick apoyado en el umbral, mirándose los pies. Todavía iba vestido con la camisa y el pantalón de la mañana, con los puños arremangados y la corbata floja alrededor del cuello medio abierto. Llevaba la placa dorada de identificación de la policía colgada de una cadena, y la pistola en la funda del cinto. C. J. desconectó la alarma, descorrió el cerrojo y abrió la puerta parcialmente.

Dominick le sonrió, y ella se dio cuenta de que estaba agotado. En la mano llevaba unas cuantas hojas blancas grapadas por la esquina, que agitó a través de la abertura.

– Vaya. Gracias por traérmelo, Dom. -Le dijo cogiéndole las hojas-. No tenías que haberlo hecho. Yo habría pasado a recogerlas. -Sin embargo, no lo invitó a pasar.

– Dijiste que lo querías hoy, así que te lo he conseguido para hoy. La última vez que lo comprobé disponía de tres horas. Son solo las nueve.

– Te lo agradezco, pero ¿cómo supiste dónde vivo?

La idea la incomodaba. Su dirección era una información reservada que no compartía con nadie. Además, dada su condición de fiscal, los datos no figuraban en los archivos públicos.

– Soy poli, ¿recuerdas? Nos pagan para que averigüemos este tipo de cosas. La verdad es que llamé a tu oficina y Marisol me la dio. Luego no tuve más que localizarla a través de internet.

C.J. tomó nota para convertir la vida de Marisol en un infierno a la mañana siguiente.

Se hizo un incómodo silencio, hasta que finalmente él preguntó:

– ¿Qué te parecería si pasara? A menos que estés muy ocupada, me gustaría explicarte cómo ha ido el registro. -Sus ojos escudriñaron más allá de ella, inspeccionando el interior del apartamento.

– No hay nadie más -contestó C. J. rápidamente, puede que demasiado. Se interrumpió y añadió más despacio-: Es que… estoy cansada y me duele la cabeza. -Lo miró a los ojos y vio que él la escrutaba, leyéndole los pensamientos y sacando conclusiones. Intentó ofrecer su mejor sonrisa y adoptar un aspecto normal-. Sí, claro. Lo siento. Pasa.

Abrió la puerta del todo, y Dominick entró. Se quedaron uno frente al otro unos segundos; luego ella se dio la vuelta y se dirigió a la cocina.

– ¿Te apetece una copa de vino, o sigues estando de servicio?

Él la siguió.

– Pensaba que tenías dolor de cabeza.

– Y lo tengo -contestó C.J.-. El vino es estupendo para el dolor de cabeza. Ni siquiera te acuerdas de que lo tienes.

Dominick se echó a reír.

– Bien, en ese caso, me tomaré una. Gracias.

Contempló el apartamento. La decoración era colorista y de buen gusto. La cocina era de un amarillo claro y tenía una cenefa con un dibujo de frutas exóticas en colores básicos que la recorría a la altura de la encimera. El salón estaba pintado de un color caldero, y en las paredes colgaban atrevidos diseños artísticos. Se quedó sorprendido. C.J. era siempre tan seria, que había esperado que su apartamento sería básicamente gris y blanco, quizá con algún toque color crema, y con las paredes peladas.

– Me gusta tu casa. Es llamativa y alegre.

– Gracias. Disfruto combinando muchos colores. Me proporciona sosiego.

– Este sitio es estupendo. ¡Menuda vista!

Las grandes cristaleras del salón estaban abiertas y daban a la terraza. Le llegaron los suaves sonidos del oleaje y pudo ver las luces de Pompano Beach.

– Sí. Me encanta. Llevo aquí casi cinco años ya. Lo que ocurre es que es pequeño. Solo tiene dos dormitorios. Pero puesto que solo estamos Lucy, Tibby y yo, no creo que me hagan falta más.

– ¿Lucy y Tibby?

– Sí. Tibby es el que está dejando tu bonito pantalón negro perdido de pelos blancos. -Como para confirmarlo, el gato soltó un maullido a sus pies. Dominick acarició la cabeza del gordo animal, y este ronroneó como si nunca hubiera conocido mayor felicidad-.Y esta es Lucy, mi pequeña Lucy. -Lucy, que había olfateado el contenido de la nevera abierta, acababa de arrastrarse hasta la cocina husmeando el aire. Encontró la mano extendida de C. J. y se acurrucó bajo ella para que la acariciara y le rascara tras las largas orejas-. La pobre oye muy mal, pero no pasa nada ¿verdad que no, pequeña?

C. J. acercó la cara al hocico de la perra, y Lucy dejó escapar un aullido de satisfacción mientras meneaba su corto rabo.

– Esta zona es tranquila. Se vive a un ritmo distinto que en Miami.

– Me gusta la tranquilidad. Como todas las ciudades grandes, Miami tiene demasiados chiflados. Trabajo con ellos todos los días, así que no veo por qué tengo además que vivir con ellos. No es que Fort Lauderdale sea el epicentro de la normalidad, pero resulta claramente más reservado. Además, no trabajo en esta ciudad, y ya sabes lo que dicen de no comer donde se…

– ¿Te gusta el anonimato?

– Desde luego. Merece sobradamente la media hora de coche que tardo en llegar al despacho.

– Yo llevo en Miami demasiado tiempo. Supongo que se me ha metido en la sangre. No soy capaz de estar a más de veinte minutos de un buen bocata cubano de medianoche.

– El límite de los condados de Broward y Dade está solo a quince minutos de distancia. Allí, en Weston y Hollywood, también tienen judías pintas y arroz. Solo que más caras.

– Eso es cierto. Quizá solicite que me trasladen al departamento de policía de Broward. Así lo siguiente que oirás de mí es que conduzco una furgoneta sin marcas de la policía y me dedico a perseguir chavales que han faltado a clase.

– Bah, estás exagerando. Esto no es Ciudad Aburrimiento, Iowa. Ojalá lo fuera. Todos los días ocurren cosas peores en el condado, y van a más cada año.

– Solo estaba bromeando. El condado de Broward tiene su propia lista de problemas, y es cierto que van en aumento. Incluso los más chiflados necesitan un lugar para vivir fuera de la jurisdicción de los tribunales que les han impuesto una orden de alejamiento, pero que al mismo tiempo les permita estar cerca de los agentes de su condicional. -Hizo una pausa, pensativo, y se acarició la perilla-. Supongo que lo que me ocurre es que me gusta Miami y estoy acostumbrado. Me gusta acostumbrarme a las cosas. La verdad es que soy un tipo de lo más hogareño.

– Bien. Me alegro de saberlo -contestó ella en voz baja.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada, y se quedaron tomando el vino en silencio. C. J. tenía aspecto de estar exhausta, agotada. Llevaba el cabello recogido con una horquilla en un improvisado moño, y algunos mechones que se le habían soltado le enmarcaban el bronceado rostro. No llevaba gafas, una novedad para Dominick. Incluso sin maquillaje era guapa. Muy guapa. Su belleza resultaba de una naturalidad que pocas mujeres tenían. Qué curioso que siempre estuviera ocultándola. Pero, claro, el mundo de la fiscalía era con frecuencia muy masculino, especialmente al sur de la línea Mason-Dixon, incluso en una ciudad tan cosmopolita como Miami. Estaba lleno de jueces, policías y abogados chovinistas. En los trece años que llevaba en la policía de Miami, había visto a muchas mujeres luchando por hacerse respetar ante los tribunales por los jueces y sus colegas abogados. Y C. J. era respetada. Siempre. Probablemente era la fiscal más respetada de su oficina, incluso más que Tigler, el blandengue de su jefe. Se fijó en la chaqueta que estaba echada sobre el respaldo de una de las sillas de la cocina y se dio cuenta de que ella no se había cambiado todavía.

– Creía que hoy habías salido pronto del trabajo.

– Y eso he hecho. ¿Por qué?

– Porque aún llevas tu traje chaqueta.

– Sí. He estado despachando algunos asuntos desde aquí. No he tenido tiempo de ponerme cómoda -respondió y acto seguido cambió de asunto-: ¿Qué tal ha ido el registro? ¿Habéis encontrado algo? -Bajó la vista y vio que Dominick estaba acariciando a la vez a Tibby y a Lucy bajo la mesa.

– Sí. Hemos encontrado un montón de cosas. Me sorprende que Manny no te haya llamado para contártelo.

– Me ha dejado un aviso y yo le he devuelto la llamada al contestador; pero no he vuelto a tener noticias suyas. De eso debe de hacer un par de horas.

– Bueno, acabaron de recoger hace solo unos cuarenta y cinco minutos. Yo he venido directamente. Esta tarde hemos encontrado sangre en un cobertizo que hay en la parte trasera de la casa. No mucha, tres gotas, pero suficiente. Las pruebas preliminares nos acaban de llegar. Es humana. Haremos las pruebas de ADN y la compararemos con el de Prado para ver si es el de ella. Eso nos llevará unas semanas. También es posible que tengamos el arma homicida. Según parece, a Bantling le gustaba disecar animales en ese cobertizo. ¿Cómo lo llaman?

– Taxidermia.

– Eso. Tenía unos cuantos pájaros colgando del techo, y también seis escalpelos diferentes. Uno de ellos estaba manchado con lo que puede ser sangre. Neilson va a llamar a un experto en heridas de arma blanca para ver si podemos relacionar ese instrumental con los cortes en el pecho de las chicas y si conseguimos una concordancia microscópica con los desgarros de piel, aunque solo sea de las que no están demasiado descompuestas.

C. J. se estremeció. Dominick se estaba acercando a un punto sensible, y ella no sabía cuánto rato podría soportar una conversación como aquella, especialmente esa noche.

– Así pues -prosiguió él-, lo empaquetamos todo y lo mandamos al laboratorio y al forense. Ahora estamos a la espera de resultados. Hemos echado Luminol por toda la casa, y nada. Ni rastro de sangre dentro.

– ¿Y qué hay del cobertizo que has mencionado?

– Se iluminó como una barraca de feria. El tío debió de intentar limpiarlo, pero pasó por alto algunas gotas en la parte baja de la pared. Sin embargo, había sangre por todas partes. Hasta el techo brillaba, y lo hacía con una distribución de las manchas que sugiere que Prado pudo ser asesinada en la camilla metálica que el tío tiene allí. Cuando le cortaron la aorta debió de escupir sangre como un surtidor. Hemos llamado a Leslie Bickins, el experto en manchas de sangre de la poli de Miami de Tallahassee, para que venga mañana a echar un vistazo. El problema, claro, es que también le gustaba despanzurrar animales muertos en ese cobertizo, así que la pregunta del día es ¿a quién corresponde esa sangre?

– ¿Algo más?

– Sí. Encontré una receta de Haloperidol, que Bantling tenía firmada por un galeno de Nueva York. Quizá te suene el producto con el nombre de Haldol. Se trata de una droga antipsicótica. Se administra para tratar el delirio. Eso quiere decir que Bantling tiene un historial de trastornos mentales. Encaja con el perfil del sujeto y tendría sentido, vista la perversidad de los asesinatos.

«También tenía un cajón lleno de vídeos de porno sadomaso casero. Aunque todas las cintas eran distintas, algunas de las mujeres eran jóvenes y su edad se corresponde con la de nuestras víctimas. No las hemos visto todas porque debe de haber un centenar. A juzgar por los títulos, muchas de ellas parecen ser rubias.

C. J. se había puesto pálida.

– ¿Te encuentras bien? ¡Dios mío!, tienes el mismo aspecto que esta mañana en el tribunal. -Dominick tendió la mano y le tocó el brazo. Los dedos de C. J. aferraban la copa de vino con los nudillos blancos como el papel, y su mirada traslucía la misma expresión de angustia-. ¿Qué ocurre, Cejota? Dímelo. Quizá pueda ayudarte.

– No pasa nada… Estoy bien… Será que he pillado un resfriado o… algo así. -Las palabras le habían salido balbucientes, inconexas. Había llegado el momento de poner fin a aquella conversación, de acabarla antes de que se derrumbara. Se puso en pie, soltando la mano de Dominick, apartándose de él otra vez. Tenía la mirada fija en la mesa, lejos de la de él-. Gracias por traerme esto. Le echaré un vistazo. -Su tono sonaba distante. Hojeó el informe y miró a Dominick-. Gracias por haber hecho el viaje hasta aquí. No hacía falta.

Él se incorporó y la siguió hasta la puerta principal. Se percató entonces de que el paño tenía cuatro cerrojos distintos y de que en la pared había un avanzado sistema de alarma.

«¿De qué se estará protegiendo aquí arriba, en su torre, en este tranquilo extrarradio de Fort Lauderdale, con sus yates y sus embarcaciones de recreo?»

C. J. fue a abrir la puerta, y Lucy se dispuso a salir.

– No, Lucy, no. Tú ya has tenido tu paseo nocturno. -Ella lo miró, y él vio el miedo reflejado en sus verdes ojos con claridad diáfana-. Bueno, Dom, gracias -dijo en voz baja-. Mañana nos vemos. Llámame cuando hayas hablado con Neilson. Quizá pueda reunirme contigo allí. Lamento si he estado un poco… distante. Es solo que…

La mano de Dominick encontró la de ella en el pomo de la puerta y la retuvo. Su rostro estaba más cerca, y C. J. notó su calidez en la mejilla. Su aliento olía dulce y fresco, como a menta y Chardonnay. Su mirada era seria, pero tierna a la vez.

– No digas nada -susurró él-. No digas nada, o de lo contrario nada de esto ocurrirá.

Sus labios le rozaron la mejilla y, suavemente, le fueron acariciando la piel hasta que le llegaron a la boca. Los pelos de su perilla le hicieron cosquillas en la barbilla. Para su sorpresa, C. J. se vio con los labios entreabiertos, esperando que la boca de Dominick encontrara la suya. Deseaba aquel beso, saborear su dulce lengua de menta en la suya.

Sus labios se unieron por fin, y ella se estremeció ligeramente. La boca de Dominick se movió, despacio, mientras su lengua exploraba la de ella. Sus cuerpos se encontraron y se apretaron contra la puerta. A través de la ropa que llevaban puesta, la pasión era intensa. Ella lo notó, duro contra su muslo. La mano de Dominick, que todavía le sujetaba la suya en el pomo, la soltó y con los dedos le recorrió el brazo, acariciándole el hombro a través de la fina blusa de seda, moviéndose después por la curva de sus senos y por su talle. Le deslizó los dedos por la espalda y más abajo, donde su cálida palma la rodeó mientras, con la otra mano, le sujetaba el rostro. El contacto del pulgar de Dominick en la mejilla le resultó sorprendentemente suave. Sus bocas seguían fundidas en una, y el beso se hizo más intenso, más apasionado. La lengua de él la penetró más profundamente, y su fuerte pecho la apretó un poco más, tanto que casi pudo notar los latidos de su corazón.

Esa vez, C. J. no se apartó, sino que le rodeó vacilantemente el cuello con los dedos, notando cómo los cabellos de la nuca de Dominick se le rizaban, y lo atrajo hacia sí, acariciándole la espalda, notando su musculatura a través de la camisa. Sintió que la asaltaba un torrente de emociones que había mantenido enterradas durante años y dado casi por muertas, y no pudo resistirse más.

Dominick notó las ardientes lágrimas que corrían en silencio por las mejillas de C. J., y el beso se interrumpió bruscamente. Se apartó. Ella mantenía la cabeza gacha, avergonzada por haber permitido que la viera en aquel estado. No tendría que haber permitido que sucediera, especialmente esa noche. Pero entonces la rugosa y encallecida mano de Dominick le alzó la barbilla, y sus miradas se encontraron. Ella vio la preocupación en sus ojos, y él, como si le hubiera leído el pensamiento, le susurró sencillamente:

– No voy a hacerte daño, Cejota No voy a hacerte daño. -A continuación, sus labios le besaron los ríos de lágrimas que le surcaban el rostro-.Y los dos vamos a tomarnos esto muy despacio, pero que muy despacio.

La besó una vez más, suavemente, dulcemente. Y, por primera vez en mucho tiempo, ella se sintió segura, allí, en brazos de aquel hombre.

Castigo
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