Capítulo 77

Estelle estaba recogiendo sus efectos personales y metiéndolos en su bolso de paja, a punto para salir, cuando C. J. golpeó en la ventanilla. Eran poco más de las siete de un jueves a solo tres días de Año Nuevo.

– ¡Oh, señorita Townsend! -exclamó, sorprendida, levantando la cabeza del bolso y llevándose una mano de brillantes uñas carmesí al pecho-. ¡Me ha sobresaltado! No la había visto.

– Lo siento, Estelle. ¿Está el doctor Chambers?

– Sí -dijo ella, en tono distraído, mientras pasaba las hojas del libro de visitas-, pero en este momento está con un paciente. -Miró a C. J. con el entrecejo fruncido de visible preocupación-. Lo siento, pero no la tengo apuntada para hoy.

C. J. se dio cuenta de que Estelle debía de estar deseando hacerle la pregunta del día: «¿Se encuentra bien? Tiene usted mal aspecto». Incluso el juez Chaskel la había llamado al estrado para asegurarse de que se encontraba bien. El corrector de ojeras ya no podía disimular los negros cercos bajo sus ojos. Solo durante la semana anterior había perdido cinco kilos de su ya delgada figura, y profundas arrugas le surcaban la pálida frente. A todo el mundo le decía que se debía a la falta de sueño, porque no creía que la gente la comprendiera si contaba la verdad: que cabía la posibilidad de que estuviera perdiendo la cordura otra vez.

«Solo faltan pocos días para el manicomio. ¡Corran a comprar sus entradas!»

Sin embargo, Estelle trataba a diario con chiflados y sabía que no era buena idea hacer semejante pregunta.

– No tengo una cita, Estelle. Solo necesito ver un momento al doctor Chambers cuando acabe. Es muy importante. Él lo entenderá.

– Oh, de acuerdo, pero es que no me gusta interrumpirlo mientras está ocupado. -Miró el reloj de la salita de espera-. Además, tengo que irme. Mi marido me espera para cenar.

– No pasa nada, Estelle. Esperaré a que acabe. Tengo que hablar con él esta misma noche.

– Ah… ¿Es por lo de ese caso que lleva? -preguntó con un hilo de voz-. La veo a usted todas las noches en la televisión. La suya es la principal noticia de las once.

– Lo único que necesito es hablar con el doctor.

Estelle lo rumió unos instantes.

– Bueno, ustedes son amigos. Supongo que no le importará. ¿Por qué no se sienta? Es el último paciente del día, y debería de haber acabado sobre las siete y media. Podrá abordarlo cuando salga.

– Está bien. Gracias, Estelle.

La secretaria recogió su bolso de paja y su chaqueta y salió a la sala de espera.

– Normalmente esperaría aquí, pero hoy hemos quedado con el jefe de Frank y su mujer. Bueno, ya sabe cómo son estas cosas. No podemos llegar tarde.

– No hay problema.

Estelle se detuvo en la puerta y su voz se redujo de nuevo a un susurro.

– Señorita Townsend, ¿de verdad cree que fue él?

– No lo habría llevado ante los tribunales si no creyera que es culpable.

«Es más, Estelle, me consta que es culpable. De lo que ya no estoy tan segura es de que sea el asesino.»

– Una nunca puede poner la mano en el fuego por la gente, ¿verdad? -comentó Estelle meneando la cabeza-. Buenas noches, señorita Townsend.

– No. No se puede -murmuró C. J. mientras Estelle salía.

Se quedó sentada unos minutos en la salita de espera, poniendo en orden sus pensamientos, pero con escasos resultados. Esa era la primera oportunidad que tenía de hablar con Greg Chambers desde su descubrimiento de la noche anterior. Se preguntó qué le diría, cómo se lo diría. Lo último que quería era parecer paranoica o frenética, aunque sospechaba que ese era precisamente su aspecto.

Estelle se había olvidado de cerrarla con llave, y la puerta de la garita de recepción estaba ligeramente abierta. C. J. se puso en pie y empezó a caminar nerviosamente por la salita mientras hojeaba un ejemplar de Entertainment Weekly en sus sudorosas manos. Se detuvo a la altura de la garita de Estelle y atisbo por el largo pasillo: la puerta de la consulta aparecía firmemente cerrada, como era costumbre cuando estaba con un paciente, para mantener en secreto los secretos. Miró la mesa de Estelle y vio abierto el libro de visitas que la secretaria había estado consultando cinco minutos antes.

Un «¿Y si…?» volvió a gritar en su cabeza, exigiendo respuestas.

Se acercó cautelosamente a la puerta entreabierta y se detuvo. No oía nada. La abrió un poco más. La consulta seguía cerrada. Miró el reloj de la salita. Eran las siete y veintidós.

Sin pensarlo dos veces, empujó la puerta y entró en el refugio de cordura de Estelle. El libro de visitas estaba abierto por las páginas de la semana que iba del lunes, 25, al viernes, 29 de diciembre. La última página del año dos mil. Los dedos de C. J. las acariciaron con vacilación. Luego, las pasó rápidamente hacia atrás, hacia los meses de noviembre y octubre, deteniéndose en la semana del lunes 18 de septiembre al viernes 22.

Sus ojos recorrieron detenidamente las visitas del lunes. Allí estaba, la última entrada del día. El día anterior al del descubrimiento del cuerpo de Anna. Y contuvo el aliento cuando vio confirmados sus temores más irracionales.

Anotada a lápiz, a las siete de la noche, figuraba la cita de B. Bantling.

Castigo
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