Capítulo 42
– Me has estado evitando.
En el umbral de la puerta de su despacho se hallaba el agente especial Dominick Falconetti, con una bolsa del Dunkin' Donuts en una mano y un maletín negro en la otra; empapado de la cabeza a los pies.
C. J. hizo lo que pudo para fingirse escandalizada por su reproche y abrió la boca para protestar, pero guardó silencio y se recostó en su asiento.
«Culpable de los cargos, agente.»
– No intentes negarlo -continuó él-.Así es. A lo largo de la semana pasada me has dejado plantado con el forense y has evitado contestar al menos a seis mensajes que te he dejado. Hablas con Manny, pero no conmigo, y por último, me citas para declarar el último.
– Tienes razón. Creo que intento evitarte.
– Vale. Pero quiero saber por qué. ¿Por qué te gusta más Manny que yo si en realidad es mucho más irritante y fuma en tu despacho cuando no estás? -Entró y se sentó.
– Oye, además de las Glock, ¿no os dan paraguas?
– No es una Glock, sino una Beretta. Y no, no nos dan paraguas. No les importa que nos calemos hasta los huesos, siempre que seamos capaces de pegar los tiros que hagan falta. No cambies de tema.
– Mira, Dominick… Este asunto nuestro… Deberíamos mantenerlo en el terreno estrictamente profesional y nada más. Tú eres mi investigador jefe en este caso, y no es buena idea que nos liemos. Lo siento, pero es que no sabía cómo decírtelo.
– Claro que sabías cómo. Has estado ensayando lo que ibas a decirme durante toda la semana. -Apoyó las manos en el escritorio y se inclinó hacia ella. El pelo mojado se le pegaba a la frente en forma de rizos, y pequeñas gotas de agua le caían por las sienes y el cuello en surcos zigzagueantes. Olía nuevamente a jabón Lever. C. J. observó las gotas desapareciendo bajo la camisa azul empapada, que se le pegaba a la piel-. Puede que te parezca arrogante, pero no te creo. Pensaba que nosotros…
– Vaciló un momento, y ella le miró los labios mientras Dominick buscaba las palabras adecuadas-. Pensaba que había algo entre los dos. Y gracias a aquel beso no me cupo duda de que tú pensabas lo mismo.
C. J. notó que se ruborizaba y rezó para que a nadie se le ocurriera entrar en ese momento por la puerta, que seguía abierta. Bajó la mirada, hurtándola a los inquisidores ojos de Dominick.
– Dominick, escucha, yo… -balbuceó mientras trataba de poner en orden sus ideas-. Mira, tenemos que limitar nuestra relación a lo profesional. Si mi jefe o los medios de comunicación se llegaran a enterar…
Él se sentó de nuevo.
– A la prensa le importaría un carajo. Solo un par de minutos, nada más. Y, aunque no fuera así, ¿qué más da? -Cogió la bolsa del Dunkin' Donuts, sacó dos recipientes con café y le entregó uno-. Un terrón y crema, ¿no?
C. J. sonrió débilmente y asintió.
– Sí. Un terrón y crema. Gracias. No hacía falta que te molestaras.
Un incómodo silencio cayó entre los dos, mientras ella removía el café. La lluvia golpeaba los cristales. Hacía tres días que llovía sin cesar. Fuera no se veía el otro lado de la calle, y el aparcamiento parecía inundado. Pequeñas figuras intentaban correr desesperadamente hacia el juzgado, dando grandes zancadas para evitar los charcos. A algunas se les habían caído los papeles, y había hojas por toda Thirteenth Avenue, pegadas al pavimento por la lluvia.
Al final, C. J. rompió el silencio, hablando en voz baja.
– Entonces, ¿entiendes a lo que me refiero?
Dominick suspiró y se apoyó de nuevo en el escritorio.
– No. No lo entiendo. Mira, Cejota, pongamos las cartas sobre la mesa. Me gustas. Me siento atraído hacia ti. Y estaba bastante seguro de que la atracción era mutua. Incluso pensé que podríamos llevar lo nuestro adelante, pasar de nivel; pero ahora creo que no.
»Sin embargo, hay algo que sí sé: algo te ocurre desde la detención de Bantling, aunque ignoro de qué se trata y dudo que tenga algo que ver con los medios de comunicación o con tu jefe. Así pues, si lo que quieres es que acepte lo que me dices, de acuerdo, lo acepto. Pero si lo que me pides es que lo entienda, ahí sí que no puedo ayudarte. -Se pasó la mano por el cabello mojado, apartándoselo de la frente-. En fin. Da igual. Estoy aquí para hacer mi declaración. Viernes a las dos de la tarde. Justo a la hora. -Parecía resignado. Puso el maletín en la silla de al lado y lo abrió-. Ah, me olvidaba de otra cosa. -Rebuscó en la bolsa del Dunkin' Donuts-.Te he traído un bostón cream. Lo cubrí con el cuerpo para que no se empapara.
Solo se le hicieron raros los primeros veinte minutos de la declaración. Luego, la tensión se disipó y, durante un rato, la conversación se hizo agradable, como calzarse unas viejas zapatillas. C. J. sabía que estaba herido y furioso con ella. Resultaba irónico que, habiendo sido él quien le había prometido no herirla, hubiera sido ella la que lo había hecho. Y, sin embargo, eso era lo último que habría deseado. Anhelaba explicarle lo que sentía en realidad, lo mucho que deseaba que las cosas fueran como él había dicho y pudieran ir más allá. Sin embargo, se limitó a tomarle juramento y anotar su declaración. No añadió más.
«Añade otro pequeño sacrificio en aras de un bien mayor.» Martin Yars, el asistente en jefe, lo tenía todo preparado para presentar el caso ante el gran jurado la semana siguiente, el miércoles, 27 de septiembre, unos días antes de la fecha prevista para el enjuiciamiento de Bantling, el lunes, 2 de octubre. Dominick testificaría ante el gran jurado y presentaría toda la investigación del caso de Anna Prado con la esperanza de conseguir una acusación contra Bantling por asesinato con todas las agravantes. En apariencia, según todos los informes, el caso estaba fundamentado. Tenían el cadáver mutilado y, aunque todavía no disponían del análisis de ADN, la sangre hallada en el cobertizo de Bantling se correspondía con la de Anna Prado: O negativo. También creían tener el arma del crimen: el escalpelo hallado por Jimmy Fulton tenía restos de sangre, y el Haloperidol encontrado en el cuerpo de la víctima se correspondía con el de la receta hallada en casa de Bantling. De no haber sido por Chávez y sus preocupantes declaraciones del lunes, el conjunto habría formado un sólido caso. A pesar de todo, C.J. confiaba en que culminaría con una acusación de asesinato. En ese estadio y ante el gran jurado, solo el estado tenía la oportunidad de presentar su caso, no así el acusado. No había juez que presidiera, y las conjeturas resultaban perfectamente admisibles. Tal como le había señalado su profesor de derecho penal en Saint John, si al estado le apetecía, podía acusar incluso a un bocadillo de jamón.
C.J. no contó a Dominick lo de la detención ilegal. Nadie más debía compartir aquel secreto, por mucho que la pregunta sin respuesta de quién había dado el soplo le quemara en la mente. Tras estudiarla concienzudamente, C.J. había llegado a la conclusión de que se había tratado de una coincidencia. Había un buen número de Jaguar XJ8 en SoBe, y quizá Chávez había parado a uno distinto del que denunciaba la llamada. O podía ser que Bantling hubiera cabreado a algún idiota al que se le había ocurrido que sería buena idea dar un falso soplo a la policía. Le parecía que hacerse más preguntas era como dejar abierta la puerta de una habitación en la que no deseaba entrar.
Seguía lloviendo cuando tres horas más tarde dieron por terminada la declaración y Dominick se levantó para marcharse. El viento azotaba la ventana con cortinas de agua. C. J. buscó debajo del escritorio y sacó un paraguas.
– Ahora que has conseguido secarte, será mejor que lo cojas. Yo haré que los de seguridad me acompañen hasta el coche.
– ¿Seguridad? ¡Ja! Son las cinco pasadas de un viernes lluvioso. Me parece que hace rato que los de seguridad se han marchado con el resto del personal. Gracias, pero no, gracias. Soy un tipo duro. El agua me resbala.
– Como prefieras. Pero no cojas frío. Se te necesita ante el gran jurado el miércoles. Ah, casi me olvidaba. Acabo de enterarme de que tenemos una vista Arthur. Imagina, Bantling solicita una fianza. Se ha señalado para el viernes próximo, a la una. Volveré a necesitarte para entonces. ¿Crees que estarás disponible?
Una vista Arthur, como así se la conocía, era un procedimiento mucho más complejo que una audiencia preliminar, donde el juez se limitaba a dar lectura al informe de la detención para determinar si había causa suficiente. Incluso aunque la acusación hubiera sido presentada formalmente, C.J. iba a tener que demostrar mediante testigos que «había pruebas evidentes y rotunda presunción» de que Bantling había cometido al menos un asesinato en primer grado, lo cual implicaba como mínimo llamar a declarar al detective encargado del caso. De nuevo se aceptaba todo tipo de conjeturas, pero a diferencia del testimonio presentado ante el gran jurado, los testigos serían sujetos a turnos de preguntas. Los abogados defensores a menudo utilizaban las vistas Arthur como una herramienta para descubrir qué tipo de caso iba a presentar el estado y lo bien que aguantaban sus testigos en un interrogatorio cruzado, sabiendo perfectamente que de ningún modo el juez concedería una fianza. C. J. sospechaba que ese era el objetivo de Lourdes Rubio en ese caso.
– ¿Vas a ocuparte tú?
– Sí. Yars solo se encarga del gran jurado. De ahí en adelante el caso es todo mío.
– Entonces cómo voy a decirte que no. Naturalmente, dado que tenemos que mantenerlo en un nivel profesional, será mejor que me mandes una citación.
C. J. notó que se ruborizaba.
– Muy gracioso. En fin, gracias por mantener nuestra… amistad en el terreno de lo profesional.
– Nunca he dicho que lo entendiera. Solo que lo aceptaba. La diferencia es importante.
Ella lo acompañó por el desierto laberinto de la zona de secretarias hasta las puertas de acceso de seguridad, frente a los ascensores. En la puerta, Dominick se volvió.
– Manny y yo hemos quedado para tomarnos una copa en el Alibi y repasar algunos asuntos. Estás invitada si te apetece. Podemos seguir siendo profesionales alrededor de unas cervezas.
– Gracias, pero mejor no. Tengo un montón de asuntos por rematar.
– De acuerdo. Que pases un buen fin de semana, letrada. Supongo que nos veremos el miércoles, después del gran jurado.
– No te mojes -le dijo ella mientras las puertas del ascensor se cerraban, dejando desierto el oscuro pasillo de la oficina.