Capítulo 86

Fue entonces cuando William Bantling empezó a chillar.

El mismo escalofriante e histérico alarido que había soltado anteriormente, cuando se había reunido con Lourdes y C. J. en la cárcel del condado. Los excitados cuchicheos de la sala se apagaron de golpe mientras los ojos de los presentes y las cámaras se dirigían hacia William Bantling.

Se había llevado las manos a las sienes y se tiraba del pelo mientras agitaba la cabeza frenéticamente de un lado a otro. Tenía el rostro encendido, los ojos desorbitados y furiosos, y de sus labios surgía aquel terrible aullido.

Se volvió hacia C. J., señalándola con el dedo.

– ¡Tú, jodida puta! -bramó-. ¡Tendría que haberte matado! ¡Maldita zorra! ¡Tendría que haberte matado después de follarte! ¡No te saldrás con la tuya!

– ¡Orden! ¡Quiero orden en la sala! -gritó el juez Chaskel, cuyo rostro estaba casi tan rojo como el de Bantling-. ¡Señor Bantling!, ¿escucha usted a este tribunal? ¡Quiero que guarde silencio!

Lourdes puso una mano en el hombro de su cliente, intentando que se tranquilizara, pero él la apartó violentamente, tirándola casi contra la silla.

– ¡No me toques tú tampoco, furcia traidora! ¡Te has compinchado con ella en esto! ¡Lo sé!

– Señor Bantling, no pienso tolerar semejantes exabruptos en mi tribunal. ¡Haré que lo amordacen si es eso lo que hace falta para que se calle! -Miró a Hank-. ¡Hank, llévese a los miembros del jurado! ¡Ya!

El alguacil se apresuró a empujar a los boquiabiertos miembros del jurado y a conducirlos hasta la sala insonorizada de deliberaciones.

Bantling se volvió hacia el estrado.

– Señoría, quiero otro abogado, y lo quiero ahora mismo.

– Señor Bantling, ha sido hallado culpable de un delito capital. Podrá tener el abogado que le plazca en el período de apelaciones siempre y cuando pueda pagárselo. Si no puede, el tribunal le proporcionará uno; pero no puede tener otro ahora mismo.

– Señoría, usted no lo entiende. ¡Yo no he hecho nada, y ellas lo saben!

– Señor Bantling, tranquilícese y contrólese.

– Señoría, yo me follé a esa fiscal hace años. Me la tiré a lo bestia en su apartamento de Nueva York, y ahora me está echando el muerto de esos asesinatos. ¡Quiero un juicio nuevo! ¡Quiero otro abogado!

El juez Chaskel volvió a fruncir el ceño.

– Señor Bantling, este no es el momento ni el lugar para acusaciones de este tipo, que por otra parte se me antojan ridículas. Cuando llegue el momento podrá seguir la línea de defensa que prefiera con su abogado de apelaciones.

– No. Pregúnteselo. Ella se lo dirá. Le dirá que fue violada. Y sabe que fui yo. Y mi abogada también lo sabe, pero siente lástima por la señorita Townsend, siente lástima de la pobre Chloe, sé que no lucha por mí como es debido. ¡Tendría que haber solicitado la nulidad de este caso!

– Señorita Townsend, señorita Rubio, ¿saben de qué demonios está hablando? -El juez Chaskel parecía perplejo.

Ahí estaba. El momento que tanto había temido. El momento que sabía que tarde o temprano llegaría, aunque ese día había creído que podría escapar. ¿Qué sentiría cuando todo se derrumbara?

C. J. tragó saliva y se puso en pie tras su mesa mirando al magistrado.

– Es cierto, señoría -dijo lentamente-. Fui víctima de una brutal violación hace años, cuando era estudiante de derecho en Nueva York.

Un sofocado grito de asombro recorrió la sala. Una voz exclamó: «¡Oh, Dios mío!». Otra: «¡Cielo santo!». Una tercera: «¿Has oído eso?».

«Las noticias de esta noche en la CNN, directas desde Miami: asombrosas revelaciones desde los tribunales, a cargo de la fiscal del caso Cupido.»

Se aclaró la garganta y prosiguió en el tono más decidido del que fue capaz:

– Según parece, señoría, el acusado ha tenido acceso a una información reservada a través de antiguos informes de la policía e investigaciones de los archivos que le han permitido saber que mi agresor nunca fue capturado. En su esfuerzo por burlar a este tribunal y enturbiar el caso mediante acusaciones de parcialidad, el señor Bantling ha formulado una inesperada declaración en la que asegura que es el hombre que me violó. Sin embargo, señoría, puedo asegurar a este tribunal que ese no es en absoluto el caso. El señor Bantling no es el hombre que me violó y atacó, y así se lo he comunicado a su abogada en una reunión anterior. Tengo motivos para creer que ella tampoco ve fundamentos en semejantes acusaciones.

El juez Chaskel las miró con perplejidad desde el estrado. No le gustaba que lo hubieran puesto en semejante posición, no después de haber conducido lo que le parecía un juicio impecable, a prueba de cualquier apelación.

– ¿Y cómo es que me entero ahora por primera vez de todo este lío? -Miró a Lourdes Rubio-. Señorita Rubio, ¿qué tiene que decir la defensa en este asunto?

Lourdes Rubio se levantó y miró directamente al juez, sin desviar en ningún momento los ojos hacia C. J.

– Señoría, he hablado con mi cliente y he leído los informes de la policía referentes a la agresión sufrida por la señorita Townsend. También he hablado con ella. -Hizo una breve pausa y prosiguió-: Creo que las acusaciones de mi cliente carecen de base, y no las respaldo.

El juez Chaskel permaneció en silencio unos instantes, meditando su reacción y las palabras que iba a pronunciar a continuación. Los asistentes en la sala callaron también. Por fin habló. Aunque sonaba sincero, sus palabras parecieron escogidas pensando en el informe del tribunal:

– Señorita Townsend, lamento que hoy se haya visto forzada a desvelar ante este tribunal un asunto tan privado, y solo me cabe confiar en que la prensa que se halla presente y que dispone de esta información sepa tratarla con el tacto y discreción que merece.

– ¡Todo eso no es más que una jodida mierda! -Bantling empujó violentamente la mesa de la defensa con ambas manos, haciendo saltar por los aires los papeles de Lourdes Rubio-. ¿Acaso van a matarme porque esa puta mentirosa les da pena?

Tres agentes de Vigilancia Penitenciaria lo agarraron por detrás, aferrándole brazos y piernas al tiempo que forcejeaba con ellos. Mientras lo esposaban de pies y manos, Bantling lanzó una mirada de odio desatado hacia C. J., echando espumarajos por la boca.

El juez Chaskel alzó la voz hasta casi gritar:

– Puede usted decidir la estrategia que prefiera con sus abogados de apelación. Por el momento, el asunto se da por concluido. ¡Amordácelo, Hank!

– ¡Eres una maldita zorra embustera, Chloe! ¡Esto no se ha acabado! ¡No se ha acabado! -vociferó Bantling.

Luego, quedó reducido al silencio cuando el alguacil le puso la mordaza.

Castigo
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