Capítulo 44

C. J. notó un molesto cosquilleo en las tripas mientras se acercaba a la sala 4-8 del tribunal, donde a la una y media iba a tener lugar la vista Arthur ante el juez Nelson Hilfaro. A cada piso que subía por la traqueteante escalera mecánica, el corazón le latía más aprisa y el cosquilleo del estómago se le acentuaba, igual que el aleteo de unas mariposas encerradas en una jarra de cristal, hasta que al final estuvo segura de que iba a vomitar. A pesar de que las palmas de las manos le sudaban por los nervios, humedeciendo las asas de su gran maletín de cuero, su rostro seguía imperturbable. El miedo salvaje que le retorcía las entrañas y se le aferraba a la garganta resultaba invisible para todos. Al menos de eso sí se había asegurado. Ante el resto del mundo seguía siendo la fiscal fuerte y confiada. Lo único que temía era derrumbarse por dentro.

A lo largo de su carrera había asistido, como mínimo, a más de doscientas vistas Arthur; quizá a cerca de trescientas o más. Para ella se trataba de trámites de rutina. Cualquier acusado de un delito sin fianza que pudiera ser castigado con cadena perpetua o la pena capital tenía derecho a una vista Arthur. Y aunque en general podían ser una pérdida de tiempo, si se contaba con un buen caso y el detective responsable de la investigación era competente, solo se quedaban en eso. Sin embargo, aquel caso no era en absoluto normal.

Habían pasado tres semanas desde que había puesto los ojos en William Bantling, en la sala del juez Katz. Tres semanas desde que su mente se había enfrentado a la terrible verdad que desde entonces se había convertido en su pesadilla viviente. Y a pesar de que la impresión inicial podía haber pasado y su cerebro aceptado los hechos que ella le había imputado desde entonces, todavía no se había visto obligada a sentarse en la misma sala con él al otro lado del pasillo, con sus ojos azules clavados en ella. Apenas podía soportar la idea de que sus alientos, sus perfumes, sus presencias se mezclaran en el mismo aire sin tener otra escapatoria que salir corriendo del tribunal perseguida por la prensa y los furiosos martillazos del juez en el estrado. ¿Cuál sería su reacción al enfrentarse cara a cara con su agresor, a unos pocos pasos de su asiento? ¿Se quedaría paralizada, mientras el miedo le atenazaba la garganta, y se vería obligada a boquear para no ahogarse, tal como le había ocurrido en la vista previa? ¿Se derrumbaría y se echaría a llorar, como le había ocurrido todas las noches desde entonces? ¿Se levantaría de repente y empezaría a gritar y a señalarlo con el dedo como si se tratara de una criatura salida de alguna película de terror? ¿O simplemente sacaría su abrecartas de la cartera y lo apuñalaría directamente en el corazón antes de que los oficiales de Vigilancia Penitenciaria pudieran detenerla? Esas preguntas eran lo que la asustaba tanto y la razón de que las mariposas le hicieran cosquillas en el estómago. No tenía ni idea de cómo iba a reaccionar, y ni siquiera sabía si controlarse figuraba entre sus opciones.

Abrió de par en par las grandes puertas de caoba del tribunal y, respirando hondo, entró en la abarrotada sala. Para aquel día había señalados siete casos para una vista Arthur, pero ninguno de los detenidos había sido conducido al estrado. El recinto del jurado donde se sentaban los inculpados, encadenados unos a otros, conocido como «la caja», se hallaba vacío. C.J. notó que se le quitaba un enorme peso de encima y se alegró al comprobar que podía respirar. Al menos por el momento. Cerca de las primeras filas de asientos, junto a la mesa del ministerio fiscal, distinguió la monda cabeza de Manny Álvarez. Con sus casi dos metros, no era difícil verlo sobrepasando a los letrados y detectives que revoloteaban alrededor de la mesa para echar un vistazo al programa del tribunal y evitar las fisgonas lentes de la docena de cámaras que llenaban el tribunal. Buscó por la sala los familiares hombros, el cabello castaño y la canosa perilla de Dominick, pero no vio señal de ellos. Entonces, notó que alguien le apoyaba una cálida mano sobre el hombro.

– ¿Andas buscándome?

Era él. Iba vestido con traje azul y camisa blanca y llevaba una corbata azul oscuro y plata anudada al cuello. Se había peinado hacia atrás, pero un mechón se le había escapado y se le rizaba sobre la frente. Ofrecía una apariencia muy pulcra, muy profesional. Tenía muy buen aspecto.

– La verdad es que sí. Te buscaba. Ahí está Manny -dijo ella, y notó los fuertes dedos de Dominick mientras la escoltaba protectoramente a través de la multitud hacia su mesa.

– Sí. Es imposible no verlo. Incluso se ha puesto chaqueta y corbata por si necesitas llamarlo a declarar; pero, antes de que te dejes impresionar, te aviso de que su americana apesta a naftalina y que lleva parches de ante en los codos. La corbata todavía no la he visto. Es posible que prefieras llamarlo a declarar solo en caso de emergencia.

– Gracias por la advertencia. Creo que empezaré contigo. Estás hecho un pincel. Deben de pagarte bien en el departamento. Bonito traje.

– Para ti, lo mejor y solo lo mejor. ¿Qué número tenemos?

– En el programa tenemos el seis. Lo que no sé es si el juez Hilfaro seguirá el orden establecido o no.

Encontraron a Manny apoyado contra la mesa del ministerio fiscal, charlando con una fiscal, joven naturalmente. Cuando el detective vio a C. J., le brindó su mejor sonrisa y le estrechó la mano con su peluda zarpa.

– Hola, letrada. Hace tiempo que no te veía. ¿Cómo va todo?

– Hola, Manny. Gracias por haberte puesto tan elegante. Tienes buen aspecto.

– Sí, Oso -dijo Dominick-, muy bueno. Solo que no se te ocurra levantar el brazo sin llevar puesta la chaqueta cuando tengas que prestar juramento.

– Oye, no te cachondees, ¿vale? -Levantó el brazo y se miró la gran mancha de sudor de la axila-. Maldita sea. ¿Es que no hay manera de eliminar estas jodidas manchas de sudor?

– Lo que necesitas es un buen detergente -comentó Dominick.

– Bah, lo que necesito es una buena esposa. ¿No conoces a ninguna que esté bien, letrada?

– Me temo que a ninguna que esté lo bastante bien para ti, Manny.

– ¿Y qué hay de esa secretaria tuya?

– No entremos en eso, Manny. Quiero seguir respetándote cuando acabe el día. De todas maneras, no te preocupes por tu chaqueta. Solo pienso llamar a Dominick a declarar.

En ese momento se abrió la puerta que daba al recinto del jurado y entraron tres agentes vestidos con el uniforme verde de Vigilancia Penitenciaria. Tras ellos aparecieron una serie de acusados con las muñecas y los tobillos esposados, haciendo tintinear sus cadenas mientras ocupaban las dos filas de asientos. La mayoría de ellos vestía la ropa de calle a la que tenían derecho en las vistas. Nada especial. Normalmente, en casi todos los casos se trataba de la misma ropa con la que habían sido detenidos y que se reutilizaba en las distintas comparecencias hasta que sus abogados defensores les prestaban una americana usada para el juicio. Pero allí, en la segunda fila, separado y sentado aparte de los demás, había un hombre apuesto, ataviado con un mono rojo, el atuendo obligatorio para identificar a los acusados especiales: aquellos sobre los que pesaba una petición de pena de muerte.

C.J. notó que todo le daba vueltas y apartó rápidamente la mirada.

– Ahí está nuestro hombre -dijo Dominick, volviéndose hacia «la caja».

– Hum…, yo diría que la cárcel no le sienta bien. Lo veo un poco flaco. Debe de ser la comida. O quizá sean los pasatiempos -rió Manny.

Dominick estudió cuidadosamente a C. J., pero ella tenía la vista clavada en sus papeles y no pudo verle la expresión.

– Oye, hablando del demonio en persona -le dijo-, el gran jurado aceptó la acusación de culpabilidad en un abrir y cerrar de ojos, ¿no? Hasta yo pensé que iba a tardar más de una hora, y eso que soy un eterno optimista.

– Es verdad. Yars me dijo que hiciste un gran papel en el estrado. El testigo perfecto, claro que no esperaba menos de ti. -C. J. levantó la vista de sus documentos, manteniéndose cuidadosamente de espaldas a los acusados, y miró a Dominick intentando controlar el miedo paralizante que se le iba adueñando del estómago y la garganta, subiendo hacia el cerebro, obligándola a volverse y a mirar directamente a los ojos de la demencia. Pero no. Todavía no. No hasta que estuviera preparada. Se dio cuenta de que Dominick la observaba, esperando ver su reacción, así que tuvo cuidado en dejarlo con las ganas-. Mira, eso me recuerda que tengo que contarte algo especial que ocurrió el miércoles, por si aún no te has enterado.

– ¿Enterado de qué?

– De la visita que nuestros amigos del centro nos hicieron a Jerry Tigler y a mí.

– ¿Los amigos del centro? Oh, no. Te refieres a los federales, ¿verdad?

– Justamente a ellos.

– ¿El FBI?

– Sí. Un tipo gordo y con malas pulgas llamado Gracker, acompañado ni más ni menos que por el fiscal general en persona.

– ¿Tom de la Flors?

– El mismo que viste y calza.

– ¿Te estás quedando conmigo? ¿Qué querían?

– ¿En pocas palabras? A Cupido.

– ¡Todos en pie! -gritó una voz al lado del estrado, y el silencio se apoderó de la sala.

Las pesadas puertas dobles de las dependencias del magistrado se abrieron, y el honorable juez Hilfaro entró camino del estrado, arrastrando su negra toga por el suelo.

– Te explicaré el resto de la historia después -susurró C.J.

– Me muero de ganas -repuso él.

– ¡Siéntense! -ordenó el alguacil, y todos los presentes obedecieron.

– Buenas tardes -empezó el juez Hilfaro, aclarándose la garganta-. Dado el carácter yo diría que especial del caso que tenemos hoy delante y por el que la mayoría de ustedes se hallan aquí -dijo, haciendo un gesto a la prensa, que abarrotaba las últimas diez filas de asientos-, he decidido adelantar el turno del caso del estado de Florida contra William Rupert Bantling y ocuparme de él primero para poder despejar la sala a continuación. Luego proseguiremos con el orden previsto. ¿Está el ministerio fiscal preparado para proceder?

– Sí, señoría. Cejota Townsend, en representación del estado de Florida, está preparada.

– Abogada defensora…

Lourdes Rubio, vestida con un sobrio traje negro y el cabello recogido en un compacto moño, se adelantó hasta el estrado de la defensa.

– Lourdes Rubio en nombre del acusado, Bill Bantling. Sí, señoría, nosotros también lo estamos.

– Muy bien. ¿Cuántos testigos va a llamar a declarar el ministerio fiscal?

– Solo a uno, señoría.

– Muy bien. Vamos allá. El ministerio fiscal puede empezar.

El juez Hilfaro era un magistrado poco dado a las frivolidades. No le gustaba hallarse bajo las cámaras y, por lo tanto, no le interesaban los casos que aparecían en los medios. Esa era una de las razones por las que el juez decano lo había encargado de las vistas Arthur, y no porque Hilfaro fuera poco competente, al revés, sino porque ese tipo de vistas no despertaban mucha atención. Lo normal era que la vista previa de un asesino sanguinario atrajera el interés de la prensa, y puede que incluso también su juicio. Sin embargo, no ocurría todos los días que el caso de un asesino compulsivo que ocupaba los titulares de todos los diarios aterrizara en el tranquilo tribunal del juez Hilfaro.

– El ministerio fiscal llama al agente especial Dominick Falconetti.

Dominick fue hasta el asiento de los testigos con los ojos de todos los presentes puestos en él y prestó juramento.

Tras unas preguntas preliminares para establecer sus credenciales, C. J. lo situó en la noche del 19 de septiembre, cuando había sido llamado para que acudiera a la carretera elevada. Dominick fue un testigo fácil. Conocía los elementos legales que ella necesitaba para fundamentar su caso y sabía qué hechos le servirían a C. J. para argumentarlo. Aparte de la pregunta «¿y qué ocurrió a continuación?», Dominick no necesitó mayor orientación y sumergió al tribunal en los detalles de la detención del vehículo de Bantling, en el descubrimiento del cadáver de Anna Prado y el registro de la casa de Bantling, donde se habían encontrado, en las paredes del cobertizo, restos de sangre humana que correspondían con el tipo de sangre de la víctima, así como más restos de sangre en un escalpelo que probablemente había sido el arma homicida.

No mencionó las drogas halladas en el cuerpo de Prado ni las cintas porno descubiertas en el dormitorio de Bantling: lo único que el ministerio fiscal necesitaba en ese estadio del procedimiento para que denegaran la fianza de Bantling era demostrar que efectivamente se había cometido un asesinato y que cabía albergar algo más que una mera presunción de que Bantling hubiera sido su autor. Todos los demás hechos agravantes serían utilizados posteriormente en el juicio, cuando los motivos y las oportunidades resultaran relevantes para los doce miembros del jurado y la calidad de las pruebas tuviera que despejar la duda razonable que se necesitaba para denegar una condena a la pena de muerte.

La prensa recogió con tanta avidez las palabras de Dominick que casi se pudo escuchar el rumor de las decenas de lápices escribiendo furiosamente a la vez. La mayor parte de los detalles de los que se daba testimonio aquel día eran nuevos para los periodistas, y su excitación resultaba casi palpable.

C. J. notó los fríos ojos de Bantling sobre ella, recorriéndole el cuerpo, arriba y abajo, con deliberada lentitud, probablemente desnudándola mentalmente allí mismo, en el tribunal. Durante las vistas Arthur, los acusados no se sentaban junto a sus abogados defensores; y desde donde se hallaba, Bantling tenía un perfecta visión de la sala mientras la fiscal interrogaba a Dominick directamente. Ella podía verlo por el rabillo del ojo, observándola, y se preguntó por un momento cómo reaccionaría si él la identificaba allí mismo; pero enseguida descartó ese pensamiento. Su aspecto era completamente distinto del que había tenido en su vida anterior, y estaba segura de que el interés que Bantling manifestaba por ella no era más que la manifestación de su enfermiza curiosidad por cualquier mujer que se hallara en la sala. Durante una fracción de segundo, creyó oírlo respirar; creyó oírlo respirar con el mismo y trabajoso siseo que su aliento había producido al pasar a través de la estrecha abertura de la máscara de payaso, y el aire se impregnó de un aroma a coco. Sin embargo, expulsó aquellos pensamientos de su mente y se esforzó por regresar a la sala y prestar atención a las palabras de Dominick.

«No lo mires demasiado. No enloquezcas.»

– Gracias, agente Falconetti -dijo el juez Hilfaro cuando Dominick hubo acabado de declarar-. ¿Tiene la defensa alguna pregunta que hacer?

Lourdes Rubio se levantó y se situó ante Dominick.

– Sí. Unas cuantas. Agente Falconetti, usted no fue el agente que practicó la detención, ¿verdad?

– No.

– De hecho, la interceptación inicial del vehículo del señor Bantling y el subsiguiente registro del maletero y descubrimiento del cadáver de Anna Prado había sido efectuado por agentes del Departamento de Policía de Miami Beach antes de que a usted lo llamaran a la escena del suceso, ¿correcto?

– Sí.

– Y la detención del vehículo del señor Bantling y el hallazgo del cadáver de la señorita Prado de hecho se produjeron de un modo bastante casual, ¿no es cierto?

– No. La interceptación del coche del señor Bantling se produjo debido a un exceso de velocidad, sumado a la observación de elementos mecánicos defectuosos por parte de un agente de policía de Miami Beach.

– A lo que me refiero es a que, antes del diecinueve de septiembre, su unidad especial no tenía el nombre de Bantling entre su lista de sospechosos por el caso Cupido, ¿verdad?

– No, no lo tenía.

– Lo cierto es que, antes de esa fecha, ningún miembro de la unidad especial había oído mencionar el nombre de William Bantling.

– Así es.

– Por lo tanto, la detención del vehículo del señor Bantling en la carretera elevada MacArthur se produjo por pura casualidad, fue el resultado de una rutinaria actuación de nuestros estimados e irreprochables muchachos de azul de Miami Beach, ¿no? -Su comentario levantó un coro de risas entre el público. Todo el mundo sabía que la reputación de la policía de Miami Beach no era siempre gloriosa.

– Y, claro, nunca se les ocurriría parar a alguien simplemente porque sí, ni registrar un maletero sin haber obtenido el oportuno consentimiento, ¿verdad que no?

C. J. se levantó.

– ¡Protesto! Señoría, es argumentativo.

No le gustaba el camino que Rubio estaba tomando, y se sentía algo más que incómoda.

«¿Habrá hablado con Chávez o Ribero? ¿Sabrá algo del soplo anónimo, o es que solo se está marcando un farol?»

– Se acepta. Déjelo, letrada. Ya sé adonde quiere llegar. Si desea presentar un recurso de anulación, hágalo ante el juez encargado del caso, porque yo no voy a permitirle que argumente en mi sala. ¿Algo más, señorita Rubio?

– No, señoría. No hay más preguntas, pero me gustaría argumentar a favor de la fianza.

– Eso no será necesario, señorita Rubio. He escuchado todo lo que necesitaba escuchar. Basándome en las pruebas presentadas hoy aquí, concluyo que hay más que una probable presunción de que el delito de asesinato haya sido cometido por su defendido. Por lo tanto, su cliente ha de ser considerado por este tribunal como un peligro para la comunidad. En consecuencia, y para prevenir cualquier riesgo de huida, tendrá que permanecer en la cárcel sin fianza hasta que se celebre el juicio correspondiente.

– Señoría -dijo Lourdes Rubio alzando la voz-, opino que la detención del vehículo del señor Bantling se hizo ilegalmente y que, por lo tanto, también lo fue el registro de su maletero. Me gustaría argumentar este extremo.

– Perfecto. Tal como le he dicho, presente su recurso ante el juez Chaskel, pero no aquí. Al menos no sin los testimonios adecuados. No tengo más que añadir.

– Puedo por lo menos proponer formas alternativas de libertad.

– Claro. Adelante, dígame qué formas alternativas habría que aplicar para mantener a la comunidad a salvo de un sujeto acusado de diez asesinatos.

– Señoría, mi cliente no ha sido encausado por ningún otro asesinato, y ese es el punto que me proponía subrayar. Ante los ojos de este tribunal y del público, mi defendido ya ha sido juzgado y condenado por ser el asesino compulsivo de diez mujeres cuando, en realidad, solo se le acusa de la muerte de una mujer.

– Señorita Rubio, con una me basta y me sobra. -El juez Hilfaro miró a Dominick-. Agente Falconetti, ¿se considera al encausado sospechoso de los nueve asesinatos de Cupido?

– Sí, señoría -contestó Dominick.

El juez sonrió burlonamente a Lourdes Rubio, pero la dejó argumentar inútilmente a favor de formas alternativas de libertad durante otros diez minutos. Cuando ella propuso un arresto domiciliario, se echó a reír.

En la mesa del ministerio fiscal, con Dominick a su lado, C. J. dejó escapar un suspiro de alivio. Bantling iba a permanecer entre rejas hasta el día del juicio. Al menos eso ya lo había conseguido.

El paso siguiente consistía en llevarlo hasta la cámara de la inyección letal.

Castigo
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml