Capítulo 26

Aunque lo cierto era que no había mucho que leer, C.J. tardó casi dos horas en repasar los informes de la policía, los del hospital y los del laboratorio. A media lectura había tenido que hacer una pausa y darse un paseo por el apartamento, preparar un poco más de café, recoger la colada, limpiar las encimeras…, cualquier cosa con tal de escapar al enorme peso de los recuerdos que la asaltaban. Le resultaba increíble no poder acordarse de lo que había tomado a la hora de comer, pero poder en cambio recordar hasta el más mínimo segundo, el más mínimo sonido, el más mínimo olor de un acontecimiento ocurrido hacía más de una década. Cuando iba por la mitad de la declaración de su antiguo vecino, Marvin Wigford, tuvo que levantarse para ir a vomitar por segunda vez en aquel día. Marvin había declarado a la policía que ella se vestía «provocativamente» para los hombres del edificio y que «se exhibía por el jardín» llevando ropa que «una mujer de una universidad católica no tendría que haber llevado»; concluía que «no era de extrañar que hubiera ocurrido algo así, ya que ella excitaba a los hombres a propósito». Las punzadas de la vergüenza y la culpa contra las que había luchado durante tantos años le desgarraron de nuevo el corazón. A pesar de que en su cabeza sabía que no eran más que los desvaríos de la mente de un enfermo, no podía evitar sentirse sucia y avergonzada. Una parte en lo más hondo de su ser siempre la había considerado responsable de lo sucedido, como si hubiera hecho algo para merecerlo. Durante años había dado vueltas y vueltas a la infinidad de cosas distintas que habría podido hacer y a la infinidad de otros caminos que su vida podría haber tomado, hasta que al final se había dado cuenta de que esa era la parte más difícil de la terapia: aprender a no culparse.

Después de la visita al baño había vuelto al balcón y había contemplado el paso de las embarcaciones durante un rato mientras daba sorbitos a la que debía de ser su décima taza de café de la jornada. Era casi hora punta, y al otro lado del canal, en Pompano Beach, las calles empezaban a atascarse con el tráfico. Su busca había sonado en un par de ocasiones, devolviéndola del pasado a la bienvenida realidad del presente, de modo que se había asegurado de contestar todas las llamadas registradas en el mensáfono. Aquello -y especialmente las llamadas de Marisol la Picajo sa- la había distraído temporalmente de los informes de la policía y las declaraciones de los testigos, del familiar y gélido miedo, del pánico y la culpa que volvían a crecer en su interior. Luego, había sacado de paseo a Lucy por la orilla del canal antes de que la oscuridad lo hiciera imposible.

Cuando por fin regresó, tardó otra hora entera en acabar de leer el resto de los informes, incluyendo su propia declaración, donde había expuesto con doloroso detalle cada segundo de conciencia del 30 de junio de 1988. Comenzaba con la discusión que había mantenido en el coche con Michael y que había continuado en el vestíbulo; seguía con el momento en que se había despertado con el sabor del látex en la boca y el peso que le aplastaba el pecho; con el dolor que le causó él cuando se le subió encima y su pene la penetró mientras ella forcejeaba inútilmente debajo. Por fin, a Dios gracias, terminaba con su último instante de conciencia, cuando el cuchillo le había cortado furiosamente la delicada piel de los pechos y ella había sido testigo de cómo las sábanas empezaban a teñirse de rojo.

En ese momento, en el balcón, no pudo evitar cubrirse protectoramente los senos con una mano y llevarse la otra a la garganta para liberarse del invisible peso del miedo que le atenazaba la laringe y le hacía casi imposible la respiración.

El teléfono sonó justo entonces. El identificador de llamada decía: «Queens, fiscal distrito». Se secó las lágrimas de la cara y respondió con el tono más neutro del que fue capaz.

– ¿Sí?

– ¿Está la señorita…? -La voz del teléfono se interrumpió evidenciando que su interlocutor estaba leyendo el nombre en un papel-. ¿Está la señorita Tonso?

– Soy la señorita Townsend. ¿En qué puedo ayudarle?

– Lo siento. Mi secretaria me dejó un nombre garabateado que parecía Tonso. Le pido disculpas. Soy Bob Shurr, ayudante del fiscal del distrito de Queens y contesto a su llamada. ¿En qué puedo servirla?

C. J. puso en orden sus pensamientos.

– Sí, señor Shurr, gracias por llamar. Necesito saber cuáles son los requisitos para extraditar a un delincuente al estado de Nueva York. -La abogada que llevaba dentro había tomado las riendas y sonaba toda seriedad, como si el asunto concerniera a una tercera persona.

Se produjo una larga pausa.

– De acuerdo. ¿Es usted fiscal?

– Sí. Lo siento. Estoy en la oficina del fiscal de Miami.

– ¡Ah! Ningún problema entonces. ¿Quién es el sujeto y basándose en qué se solicita el mandamiento judicial?

– Bueno, todavía no hay una solicitud formal. Se trata del caso de un delito por resolver, cuyo principal sospechoso creemos haber identificado.

– ¿Por resolver? ¿Quiere decir que no hay cargos de acusación y que tampoco hay mandamiento?

– No. Todavía no. Las autoridades de Miami acaban de localizar a un posible sospechoso mediante declaraciones e investigación. -Sabía que estaba siendo muy poco precisa.

– Ah. ¿Ha hablado usted con los detectives que llevaban el caso en Nueva York? ¿Son ellos los que aportan el mandamiento?

– Esto… No. Todavía no. Tengo entendido que el expediente ha pasado al Departamento de Casos Archivados. Mientras hablamos están intentando localizar a los detectives de esa unidad para obtener un mandamiento y lo que haga falta según las leyes de Nueva York para detener a ese sujeto en Florida.

– Bueno, primero haría falta un cargo de acusación. Luego podrían conseguir un mandamiento partiendo de ese mismo cargo; así sus detectives de allí podrían ejecutar el mandamiento y echarle el guante en Miami mientras nosotros empezamos los trámites para el traslado. Pero, espere, porque es posible que nos estemos precipitando. ¿Qué antigüedad tiene el caso?

Tragó saliva y la invadió una sensación de disgusto mientras recordaba algo que, como abogada, no tendría que haber olvidado.

– Creo que el crimen ocurrió hace más de diez años, pero debería comprobarlo primero con los detectives de aquí.

Bob Shurr dejó escapar un silbido.

– ¿Diez años? Vaya, vaya… Bueno, dígame que quiere extraditar a ese tío por asesinato y le diré que conforme.

– No. No se trata de un asesinato. -Tenía las palmas húmedas. No quería saber la respuesta a la siguiente pregunta-. ¿A qué viene el «vaya, vaya»?

– ¿De qué se acusa a ese tipo? Eso suponiendo que sea un hombre y no una mujer, porque tampoco me lo ha dicho.

Se aclaró la garganta y confió en sonar normal.

– Se trata de una agresión sexual. Una violación con ensañamiento e intento de asesinato.

– Pues por eso era el «vaya, vaya». Me temo que no está de suerte. El período de prescripción para los delitos en Nueva York es de cinco años, salvo para los casos de homicidio, naturalmente. Para esos no hay límite de tiempo. Si no se ha formulado una acusación contra ese tipo en los cinco años siguientes a la comisión del delito, ya no se le puede poner la mano encima porque el caso se considera prescrito. -Su pausa fue contestada con un silencio, de modo que prosiguió-: Lo siento. Esta mierda ocurre a menudo, especialmente en los delitos sexuales. Uno acaba dando con el agresor a través de un análisis de ADN, pero no puede hacer nada. Por eso, desde hace poco y con tal de evitar la prescripción, están empezando a acusar a las cadenas de ADN en los casos donde no tienen un sospechoso. Puede que hicieran eso en su caso. ¿Lo comprobó con el detective de Casos Archivados?

– No, pero lo haré. Quizá hicieron lo que usted comenta. Eso espero -respondió, a pesar de que sabía que nadie había hallado pruebas físicas de las cuales extraer una muestra de ADN. Se dio cuenta de que su voz flaqueaba-. Gracias por su ayuda. Volveré a llamarlo si disponemos de más información.

– Perdón, ¿cómo dijo que se llamaba?

C.J. colgó. Aquello no podía estar pasando. ¡El régimen de prescripciones! ¡La arbitraria limitación temporal que un puñado de estúpidos juristas había consagrado para establecer el tiempo que se consideraba justo para llevar a alguien ante la justicia! ¿Cuánto tiempo consideraban justo que alguien tuviera que dar cuenta de los crímenes cometidos? ¿Qué era lo justo para el acusado? Las víctimas podían irse a la mierda. ¡Lo que había era que proteger los derechos del acusado!

Empezó a tomar conciencia de la enormidad de lo que aquello significaba: Bantling nunca podría ser enjuiciado por lo que le había hecho. Nunca. Jamás. Podía subir hasta el último piso del Empire State y proclamar a los cuatro vientos y con todo lujo de sangrientos detalles lo que había hecho, y aun así nunca sería acusado.

Tendría que haberse acordado del régimen de prescripciones, pero en Florida algunos crímenes sexuales no lo tenían; además, francamente, nunca se le había pasado por la cabeza. Se había concentrado tanto en conseguir que Bantling fuera detenido y enviado a Nueva York -y de paso en enfrentarse a sus propios demonios sin enloquecer- que no se le había ocurrido contestar a la pregunta «¿Puede ser detenido?». Se había puesto sus anteojeras de víctima, y no había hecho más que anticipar conclusiones.

La invadió la sensación de que todo volvía a descomponerse y sintió la urgente necesidad de encontrar un sentido a la situación, de tratar de despejar la ofuscación y el miedo que le oprimían el pecho y pensar.

Se puso a dar vueltas por su apartamento. El sol se había ocultado y el calor del atardecer se desvanecía rápidamente. Echó el resto de café frío por el fregadero y buscó en la nevera la helada botella de Chardonnay. Se sirvió una copa, tomó un sorbo y volvió a descolgar el teléfono. Transcurrieron cuatro timbrazos antes de que descolgaran y el doctor Chambers contestara al otro extremo de la línea.

– ¿Hola?

El sonido de su voz fue un consuelo inmediato.

– Pensé que a pesar de la hora todavía podría encontrarle ahí. ¿Cómo está, doctor Chambers? Soy Cejota Townsend.

Se mordió la uña del pulgar mientras caminaba arriba y abajo por el salón con su copa de vino en la mano. Llevaba medias y todavía no se había quitado el traje chaqueta.

– Hola, Cejota -Parecía sorprendido de oírla-. Estaba ordenando mis papeles. Me ha pillado. ¿Qué puedo hacer por usted?

C. J. contempló cómo pasaba un crucero nocturno. Un débil sonido de risas y música viajó hasta ella.

– Bueno, ha ocurrido algo, y creo que necesito verle.

Castigo
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