Capítulo 52

– Cejota Townsend, de la oficina del fiscal del estado.

C. J. mostró sus credenciales al agente de consignaciones.

– ¿A quién desea ver?

– Al agente especial Chris Masterson.

– Sí. Un momento. Enseguida baja.

C. J. caminó nerviosamente por la sala de espera de la recepción de la central del DPF haciendo resonar sus tacones en el suelo de baldosas blancas. Las paredes estaban decoradas por menciones, placas conmemorativas y una enorme fotografía en color de la insignia dorada de los agentes especiales. En otra pared, prácticamente superpuestos dentro de una vitrina de cristal, había carteles de personas desaparecidas. C. J. se acercó a echarles una ojeada. En su mayoría se trataba de adolescentes que se habían escapado o de niños que habían sido secuestrados por padres a quienes habían retirado la custodia. Sin embargo, había algunos que simplemente se habían desvanecido en circunstancias sospechosas y que llevaban un rótulo que ponía: en peligro. Los carteles permanecían en el escaparate hasta que la persona en cuestión era encontrada o el caso quedaba resuelto. Las nuevas entradas se fijaban sobre las antiguas, de modo que estas iban quedando tapadas. C. J. vio la sonriente fotografía de Morgan Weber medio oculta por el folleto de una pecosa adolescente huida de casa. Todavía no habían retirado su foto del cuadro.

La puerta se abrió y entró Chris Masterson.

– ¿Qué tal, Cejota? Siento haber tardado. Dominick no me comentó que iba a venir hoy a ver la sala de pruebas, así que por eso he tardado un poco en prepararla.

– No hay problema.

Caminaron por una serie de corredores hasta que llegaron a la sala de reuniones, cerrada con llave, el cuartel general de la unidad especial. Chris abrió. La gran mesa de conferencias estaba llena de cajas de cartón, donde figuraban escritos el nombre de Cupido y el número del caso correspondiente.

– Te he dejado sobre la mesa un inventario de los registros. Todo está marcado en orden. Asegúrate solo de firmar cuando hayas acabado, y díselo a Becky. Es la encargada de la vigilancia de las pruebas, está al final del pasillo. Resulta que tengo una entrevista dentro de una hora; si no, te ayudaría. La verdad es que esta tarde todo el mundo está fuera.

– No te preocupes. No necesitaré ayuda. Solo quiero echar un vistazo a lo que tenemos. No tardaré.

– Dom está en Beach, entrevistando. No creo que vuelva esta tarde. ¿Quieres que lo avise por radio?

– No. No necesito ayuda. Gracias, de todos modos.

– Muy bien, pues. Buena suerte. Te dejo para que hagas tu trabajo.

Chris cerró la puerta al salir, dejando sola a C. J. en la sala débilmente iluminada. Ya eran casi las cinco, y la luz exterior empezaba a disminuir con la puesta del sol. Las chicas muertas del Muro la contemplaron mientras encendía un cigarrillo con manos temblorosas y leía cuidadosamente las seis páginas del inventario que había sobre la mesa. No sabía exactamente qué estaba buscando, pero estaba segura de que, si existía, allí era donde lo encontraría.

Lourdes Rubio estaba dando palos de ciego en el asunto de la policía. O eso, o su recurso anulatorio estaba incompleto. La abogada le había entregado una copia de lo que se disponía a presentar, y ella se la había leído de cabo a rabo tres veces sin hallar la más mínima mención o referencia a la llamada anónima. El recurso se basaba únicamente en las afirmaciones de Bantling de que no había superado el límite de velocidad, de que su luz trasera no estaba rota y de que el registro del maletero se había hecho sin su consentimiento y sin causa suficiente. Luego, para asegurarse de que ni Chávez ni Lindeman ni Ribero habían hablado con Lourdes o sus investigadores, C. J. había llamado al sargento al Departamento de Policía de Miami Beach y le había dado un susto de muerte con la noticia de que la defensa de Bantling iba a presentar un recurso arguyendo que el registro había sido improcedente. Ribero le había asegurado que nadie había hablado con nadie. Por lo tanto, se trataba de una acción a la desesperada: la palabra del sospechoso contra la de un respetado agente de policía. No resultaba difícil suponer quién iba a ganar la batalla de las palabras en ese caso.

Sin embargo, a pesar de que había podido respirar aliviada, no había sido por mucho tiempo, ya que la segunda parte del recurso estaba dedicada a las alegaciones que Lourdes le había formulado en la cárcel del condado: que C.J. había sido violada, que Bantling había sido su violador y que como fiscal estaba implicada en un intento de ocultar ese hecho. Y C. J. sabía que Bantling podía tener algo en su poder para demostrar que era cierto y convertir el recurso en algo más que un simple enfrentamiento verbal.

Las hojas de inventario incluían todas la pruebas recogidas en casa y en los coches de Bantling y les asignaba un número de identificación del DPF. Prescindió de las cajas que contenían las muestras de las moquetas y alfombras, la ropa de cama, los utensilios de cocina y los objetos de higiene personal, y fue directamente a un grupo de tres grandes cajas marcadas como pruebas 161 A, B y C. En la hoja de inventario se leía el encabezamiento «Efectos personales» y, bajo el epígrafe «Fotos varias», figuraban: «Álbumes de fotos numerados del 1 al 12», «Cintas de VHS negras sin etiquetar, numeradas de la 1 a la 98»; «Libros, 44»; «Revistas, 15»; «CD numerados del 1 al 64»; «Ropa variada»; «Zapatos variados, 7 pares»; «Trajes variados»; «Joyas variadas». Esa era la caja que le interesaba.

Examinó los álbumes, todas las fotos y al no hallar nada siguió con la caja de ropa variada encontrada en casa de Bantling. Tampoco allí. Los libros eran básicamente novelas recientes, salvo algunos títulos muy apropiados del marqués de Sade y de Edgar Alan Poe. Las revistas iban del porno suave al duro: Playboy, Hustler, Shaved. Los CD eran de música pop. En cuanto a las cintas de vídeo, su oficina había recibido copia de cada una, y ella había pasado un fin de semana de mil demonios mirándolas todas. Tampoco había encontrado nada en ellas.

En la tapa del último contenedor de plástico azul, pegada con cinta al documento de recibo, había una etiqueta donde se leía: «DPF. Pruebas número 161 C. ítem 11: ropa varia». No había más detalles descriptivos en las hojas de inventario. C. J. abrió la tapa, que no estaba sellada, y contuvo el aliento.

Allí, encima de todo, con su roja sonrisa y el arrugado pelo de poliéster, estaba la horrible careta de payaso. La reconoció al instante. La sangre se le heló en las venas y se estremeció incontrolablemente mientras los recuerdos la asediaban igual que fantasmas salidos de un viejo desván: el rostro al pie de su cama, iluminado por los destellos de los relámpagos que entraban en el dormitorio; el sonido de su aliento al escapar por la abertura de la boca. Notó el tacto de su enguantada mano en la piel, las cosquillas del pelo de la careta entre las piernas y en el bajo vientre. Olió el látex y su aliento a café rancio; y notó el tacto de las bragas oprimiéndole la lengua, cuyo recuerdo le produjo arcadas.

Cuando se le hubo pasado el aturdimiento cogió la careta por los cabellos con sus enguantados dedos y la sostuvo en el aire, lejos de sí, como si se tratara del putrefacto cadáver de un animal. Sabía lo que tenía que hacer. Luego, la metió en una bolsa de plástico negra y cerró el contenedor. El último lote era una bolsa de plástico transparente marcada como dpf. 161 c. ítem 12: joyería VARIADA, DORMITORIO PRINCIPAL, CAJÓN SUPERIOR IZQUIERDO de la cómoda. Dejó la bolsa sobre la mesa, extendió su contenido cuidadosamente, sin abrirla, y lo examinó con detalle: un reloj TAG Heuer, una pulsera de oro, un brazalete de oro trenzado, collares, gemelos, un anillo de oro de ónice de hombre, varios pendientes desparejados…

Y entonces lo vio: el colgante de los dos corazones que Michael le había regalado doce años atrás por su aniversario. Las lágrimas le corrieron por las mejillas, pero se las secó rápidamente. A continuación, deslizó la uña bajo la cinta que sellaba la bolsa, con cuidado de no borrar las iniciales C. M. del agente que había marcado su contenido; seguramente Chris Masterson. Sacó el colgante y lo acarició entre sus dedos, igual que había hecho la última vez que lo había visto, cuando lo había llevado alrededor del cuello. Se acordó de las palabras de Michael: «Lo encargué especialmente. ¿Te gusta?».

Una pieza única, y la única cosa que podía relacionarla directamente con Bantling. Los fantasmas la persiguieron de nuevo, dejándola sin respiración y exhausta: recordó el cuchillo cortándole furiosamente el colgante del cuello; el jadeante aliento a café rancio que escapaba por la abertura, cada vez más rápido y profundo…

«No puedo enloquecer de nuevo. No puedo. La última vez me costó demasiado regresar.»

Los pendientes y los brazaletes pertenecían seguramente a las otras víctimas de Bantling, quizá a la camarera de Hollywood, a la estudiante de la UCLA o a la enfermera de Chicago. ¿Cuántas veces habría contemplado Bantling ese colgante acordándose de ella, acordándose de Chloe y de cómo era? ¿Se le habría ocurrido pensar en ella, moribunda entre las sábanas? Metió el colgante en la bolsa de plástico negra junto con la careta de payaso y lo escondió todo en el bolso. Luego, cerró cuidadosamente la bolsa transparente de las pruebas y la dejó en el contenedor. Había encontrado lo que había ido a buscar. El marcador volvía a estar empatado. Sería su palabra contra la de Lourdes Rubio. Y sabía quién ganaría.

Se había convertido en ladrona, en criminal. Se había convertido en una de los malos de la película.

«Otro pequeño sacrificio en aras de un bien mayor.»

Castigo
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