Capítulo 85

– ¿Es este su veredicto unánime? -preguntó el juez Chaskel mirando por encima de sus gafas de lectura al portavoz del jurado, mientras todo el mundo en la sala se apresuraba a volver a sus asientos.

Nadie había esperado contar con un veredicto en tan poco tiempo, tratándose de un caso en el que se solicitaba la pena capital; especialmente C.J., que apenas había llegado a la máquina expendedora de café de la planta baja para tomarse una taza, de camino a su despacho, donde esperaría la decisión del jurado. Fue entonces cuando Eddie Bowman saltó corriendo de la escalera mecánica gritándole que el jurado ya había deliberado.

El rostro de Chaskel se mantuvo inexpresivo mientras su ceñuda mirada repasaba la hoja del veredicto. La sala del tribunal estaba abarrotada de fiscales, abogados defensores, reporteros, espectadores y familiares. Una corriente de excitación reinaba en el aire.

– Sí, señoría. Lo es -contestó ansiosamente el portavoz, un basurero de Miami Beach de unos cuarenta años que se esforzaba en lo posible para hacer caso omiso de las cámaras y micrófonos que estaban pendientes de su más mínimo aliento, registrando sus más insignificantes tics. Pequeñas gotas de sudor le perlaban el labio superior, y se las enjugó con el dorso de la mano.

– Muy bien, puede sentarse. Que el acusado se ponga en pie.

– El juez dobló la hoja con el veredicto y se la entregó a Janine, la secretaria del tribunal. El portavoz, aliviado por haber dejado de ser el centro de atención, se sentó junto con los otros once miembros del jurado, que contemplaban fijamente el estrado, evitando a propósito cualquier mirada hacia Bill Bantling-. Que la secretaria lea el veredicto, por favor -ordenó el juez Chaskel, sentándose muy erguido, con la maza en la mano.

– Nosotros, el jurado del condado de Miami-Dade, Florida, a día cinco de enero de dos mil uno, hallamos al acusado, William Rupert Bantling, culpable de asesinato en primer grado.

Culpable. Culpable de asesinato en primer grado. Un ahogado sollozo resonó en la sala, y C. J. supuso que provenía de la madre de Anna Prado.

– Esta sala guardará silencio y todo el mundo permanecerá sentado -advirtió el juez severamente, llamando la atención del nervioso y sobreexcitado público-. Señorita Rubio, ¿desea que el jurado sea interrogado?

– Sí, señoría. Lo deseo -contestó Lourdes Rubio inexpresivamente, tras dudar un instante, aferrándose al borde de la mesa para sujetarse.

Bantling contemplaba al juez como si no hubiera escuchado la noticia.

– Señores y señoras del jurado, ahora procederé a interrogarlos uno a uno para comprobar si el veredicto entregado se corresponde realmente con el de cada uno de ustedes. Miembro del jurado número uno, ¿cuál ha sido su veredicto?

– Culpable -contestó la secretaria jubilada de Kendall, llorando.

– ¿Miembro del jurado número dos?

– Culpable.

Y así transcurrió, de uno en uno. Los ojos de algunos miembros del jurado se veían enrojecidos por el llanto; otros parecían aliviados, y algunos mostraban disgusto y furia cuando les llegó el turno de hablar.

Cuando el número doce hubo reiterado la culpabilidad del acusado, se desató el caos en la sala. La señora Prado empezó a gemir; los familiares de otras víctimas de Cupido que habían asistido a las sesiones prorrumpieron en gritos de júbilo; los reporteros salieron precipitadamente para informar a sus cadenas, y C. J. inclinó la cabeza en una silenciosa plegaria dando gracias a un Dios de cuya existencia había dudado.

Se había acabado. Por fin se había acabado.

Castigo
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