Capítulo 21
La blanca casa de dos plantas, con sus pulcros toldos verde oscuro y sus grandes vidrieras, se hallaba ligeramente apartada de la calzada. Un camino de ladrillo rojo conducía hasta la doble puerta de roble de la entrada principal. Un muro de dos metros de altura con una verja de hierro forjado ocultaba el exuberante jardín trasero a cualquier mirada indiscreta. Un ciprés se alzaba, solitario, y una serie de palmeras de casi doce metros de alto se desplegaban en abanico por encima del muro. Se trataba de una bonita casa ubicada en un tranquilo barrio residencial de Midbeach, es decir, entre la exclusiva zona norte de Miami Beach y el tan de moda SoBe. Seguramente, hasta que el ejército de reporteros empezó a desembarcar en el barrio a las ocho en punto de la mañana, los acomodados vecinos de LaGorce Avenue no habían prestado atención a su apuesto y bien trajeado vecino que acababa de ser señalado como sospechoso principal en la mayor caza del hombre que Miami había presenciado desde que Andrew Cunnanen había abatido a tiros al modisto Gianni Versace en pleno Ocean Drive del SoBe.
Los policías de uniforme se movían por toda la casa igual que hormigas. En el camino de entrada había aparcadas dos furgonetas del Departamento Forense de Miami-Dade. Dominick caminó por el cuidado sendero de ladrillo, entre parterres de flores y buganvillas, llevando tras él a Manny. Un joven agente de la policía de Miami Beach, que no aparentaba más de veintidós años, montaba guardia, nervioso, ante la puerta principal, consciente de que hasta el menor de sus movimientos estaba siendo registrado y analizado en directo por la docena de equipos de televisión que lo observaban detenidamente desde el otro lado de la cinta amarilla que delimitaba la escena. La CNN mantenía una conexión en directo, lo mismo que la MSNBC y Fox News. Dominick mostró su identificación al policía, imaginándose el rótulo que estaría apareciendo en ese momento en las pantallas de millones de televisores: «Agentes de la unidad especial se aproximan a la casa de la muerte para una macabra búsqueda de cuerpos y pruebas».
Dentro, los técnicos del laboratorio estaban por todas partes, registrando con sus manos enguantadas en látex cada centímetro de la vivienda, recogiendo y guardando muestras de las cosas más normales -desde champú hasta fragmentos de moqueta- para un caso que era de todo menos normal. Cualquier cosa se consideraba una prueba, y se tomaban muestras de todas las partes de la casa para sellarlas y enviarlas a ser examinadas en el laboratorio.
Los flashes destellaban mientras los fotógrafos del departamento forense tomaban imágenes de todas las habitaciones de la casa desde cualquier ángulo imaginable. Un fino polvo recubría aquellas superficies susceptibles de haber quedado impresas por una huella dactilar, y también algunas que no. En el salón ya habían sido recortados grandes pedazos de la lujosa moqueta, y un fragmento de la pared había sido arrancado del tabique color mostaza. La alfombra oriental de delante de la chimenea y la turca del recibidor habían sido enrolladas por la mañana por los agentes y marcadas para su posterior examen. El contenido de las papeleras, del cubo de la basura y de la bolsa del aspirador, las escobas, las fregonas, el plumero, el filtro de la secadora; todo había sido cuidadosamente metido en bolsas de plástico y depositado en el vestíbulo para ser recogido por las furgonetas del forense.
En la cocina, los técnicos trabajaban para desmontar el sifón del fregadero, y no tardarían en hacer lo mismo con el resto de desagües de la casa. Los detectives habían sacado la carne congelada de la nevera y la habían marcado y sellado en bolsas. El juego completo de afilados cuchillos de cocina había sido clasificado y embalado. Una vez en el laboratorio, los trozos de tubería serían examinados para averiguar si contenían restos de sangre o tejidos orgánicos que alguien hubiera intentado lavar. La carne sería descongelada y analizada para comprobar que no se trataba de carne humana. El filo de los cuchillos sería analizado con el microscopio para determinar coincidencias con los cortes hallados en el pecho de Anna Prado.
Arriba, las camas ya habían sido deshechas, y sus sábanas y mantas, clasificadas en bolsas selladas. Todas las toallas habían sido retiradas de los baños y armarios y apiladas ordenadamente dentro de las bolsas que se amontonaban en el pasillo. El penetrante y nauseabundo olor del Luminol escapaba por debajo de la puerta de la habitación de invitados, donde los técnicos forenses habían rociado las paredes y el parqué con el poderoso agente químico en busca de rastros microscópicos de sangre. Una vez hecho, las manchas de sangre, de otro modo invisibles en la oscuridad, resaltarían con un intenso brillo amarillo; manchas que ni siquiera el agua y el jabón habían conseguido eliminar por completo y que explicaban a las claras su macabra historia tan pronto como se apagaban las luces.
En la otra habitación de huéspedes, los técnicos estaban pasando cuidadosamente el aspirador con un cilindro especialmente esterilizado, recogiendo las más pequeñas fibras, restos de tejido y pelos. Las cortinas habían sido descolgadas y retiradas como posible prueba.
Dominick encontró a Eddie Bowman, el detective de la policía de Miami-Dade, y al agente especial Chris Masterson sentados en el suelo del dormitorio principal de Bantling repasando montones de cintas de vídeo que estaban guardadas en un decorativo arcén de mimbre. Ambos detectives se habían incorporado a la unidad especial desde su creación. Un televisor de pantalla grande funcionaba a todo volumen dentro de un enorme armario de roble.
– Hola, Eddie. ¿Qué tal va esa búsqueda? ¿Habéis encontrado algo?
Eddie Bowman levantó la vista del lote de cintas.
– Hola, Dom. Fulton andaba buscándote. Está abajo, en la cabaña.
– Sí, hablé con él. Ahora iré hacia allí.
En la pantalla del televisor, una pelirroja de generosos atributos, vestida con el uniforme a cuadros de un colegio católico y ligas, yacía boca abajo sobre el regazo de un hombre desnudo, cuya cabeza quedaba fuera de plano. Dominick se fijó en que al uniforme le faltaban grandes trozos de tela y siempre en los lugares menos adecuados, especialmente por pertenecer a un colegio católico. El desnudo culo de la pelirroja se alzaba en pompa, y el hombre sin cabeza se lo azotaba con una paleta de metal mientras ella gritaba. Resultaba difícil distinguir si los gritos eran de dolor, de placer o de ambas cosas a la vez.
– ¿Cómo ha ido en el tribunal? -preguntó Eddie, aparentemente ajeno a los chillidos.
– Bien. El juez consideró que había causa suficiente y desestimó la fianza -repuso Dominick, distraídamente, mirando a la pelirroja de la pantalla.
Echó un vistazo al arcón de mimbre. Había al menos un centenar de cintas. En la etiqueta de una de ellas leyó: lolita rubia 4/99.
Manny entró entonces en la habitación, siguiendo a Dominick y jadeando después de subir el tramo de escalera y el corto recorrido por el pasillo.
– Vaya, Dom, ¿por qué nunca explicas la historia completa? Qué poca gracia tienes. -Se volvió hacia Eddie y se apoyó en el armario para recuperar el resuello-. Bantling perdió los nervios en el tribunal y empezó a gritarle al juez como una mujer, a chillar que no podía enviarlo a la trena. Que no. Que a él no. -Dejó escapar una risita-. ¡Jodido chiflado!
Pasaron unos segundos antes de que Manny se fijara en la imagen de la pantalla de la que todos estaban pendientes.
– ¿Qué cono estás mirando, Bowman? -Sonaba asqueado.
– ¿Es esto lo que te hace jadear, Oso? -replicó Bowman.
– Que te jodan. Necesito un cigarrillo, eso es todo; pero el simpático de Dominick aquí presente no me permite fumar en el escenario del crimen. -Volvió su atención al televisor y arrugó la nariz-. Pero, a ver, ¿qué mierda es esto que estoy viendo? Pero, oye, Bowman, ¿no es esa tu mujer?
Eddie hizo caso omiso del comentario y señaló el aparato.
– Esto es lo que al señor Bantling le gusta ver en la caja tonta cuando está en casa. No es precisamente el Canal Cultural. Tiene montones y montones de lo que parecen cintas caseras. No soy ningún mojigato, pero algunas de las que Chris y yo hemos visto hoy son bastante bestias. Parecen relaciones y material consentido, pero no resulta fácil asegurarlo.
Una enorme cama de roble oscuro con un cabezal tapizado de cuero color chocolate ocupaba la mayor parte del masculino dormitorio de Bantling. La cama ya había sido deshecha, junto con ella, el arcón y el armario eran los únicos muebles del cuarto.
Un alarido surgió del televisor. La pelirroja parecía estar llorando sin control, diciéndole al hombre algo en español.
– Eh, Manny, ¿qué le está diciendo? -preguntó Dominick.
– «Para, para, por favor. Me portaré bien. Por favor, para. Me duele mucho.» Oye, Bowman, menuda mierda es esto.
– Yo no la he filmado, Oso. Me he limitado a encontrarla.
El hombre sin cabeza no hizo el menor caso, y la pala restalló al golpear de nuevo las nalgas de la chica, que estaban rojas y amoratadas.
Dominick contempló la inquietante escena que se desarrollaba en la pantalla.
– ¿Cuántas cintas habéis visto, Eddie?
– Por el momento, solo tres. Pero hay al menos un centenar ahí.
– ¿Salen las chicas del Muro en alguna?
– No. No hemos tenido tanta suerte. Al menos por el momento. Algunas cintas llevan etiquetas con la fecha; otras ni siquiera eso. También tiene una colección de películas normales, que Chris ha encontrado en un cajón del armario. Quizá una cincuentena.
– Cogedlas. Por lo que sabemos, bien podría haber rodado su propia versión de Los caballeros las prefieren rubias. Tendremos que tragárnoslas todas. Quizá podamos identificar a alguna de las estrellas de esta basura casera. -El sonido de los azotes continuaba, así como el del llanto. La mirada de Dominick fue de nuevo atraída hacia la pantalla-. ¿El de la paleta es Bantling?
– No lo sabemos. No ha abierto la boca, y no he reconocido ninguna de las habitaciones de esta casa. Yo diría que sí, pero tampoco he visto a Bantling desnudo.
– ¿Qué salía en las otras tres cintas? -preguntó Dominick.
– La misma clase de basura. Muy sádica, pero puede que fuera consentida. No sabría decirlo. Le gustan jovencitas, pero creo que las chicas ya han cumplido la mayoría de edad. Otra incógnita. Puede que el hombre que aparece en los diferentes vídeos sea el mismo, pero como no se le ve la cara… Desde luego, confiamos en dar con mierda de la buena y descubrirlo tirándose a una de las chicas muertas.
– Eres un tipo retorcido, Bowman. -Manny se había metido en el vestidor-. Eh, chicos, ¿no habéis mirado todavía en el ropero?
– No. Los del laboratorio ya lo han fotografiado, filmado en vídeo, pasado el aspirador y quitado el polvo. Chris iba a meter los zapatos en bolsas cuando hubiéramos inventariado las cintas. Esta noche van a echar Luminol aquí y en el baño principal.
– Don Psicópata tiene buen gusto para la ropa. Te lo aseguro -dijo Manny desde el vestidor-. Mira esto: Armani, trajes de Hugo Boss, camisas de Versace. ¿Por qué cono me habré hecho policía? Podría haberme convertido en diseñador de muebles y haber ganado una fortuna.
– En vendedor de un diseñador de muebles -le corrigió Eddie Bowman-. Bantling es solo un vendedor. Deberías ver el ropero del diseñador de verdad.
– Estupendo, Bowman. Ahora me siento jodidamente mejor con mi vida. Tendría que haberme hecho vendedor. ¿De verdad ganan tanta pasta, o es que nuestro psicópata recibía algún tipo de plus?
Dominick entró en el baño principal, que se hallaba a la derecha del dormitorio. Por todas partes se veía mármol italiano: en los suelos, en los dos reservados, en la ducha. Una fina capa de polvo cubría todas las superficies dando a la piedra color café con leche un aspecto muy sucio.
– Según Tommy Tan, sus comisiones solo del año pasado ascendieron a unos ciento setenta y cinco mil dólares -contestó Dominick desde el baño-. Sin mujer ni hijos, es todo dinero para divertirse.
– Sin hijos ni ex esposas, querrás decir. Son las «ex» las que te chupan la pasta de la nómina. -Hablaba por experiencia: Manny tenía tres ex esposas-. ¡Dios mío! Aquí debe de tener al menos diez trajes que equivalen cada uno a un mes de mi sueldo. Y lo tiene todo tan ordenado… -Asomó la cabeza fuera del ropero-. Bowman, deberías ver esto. Tiene todas las camisas alineadas por colores y las corbatas dispuestas a juego con las camisas. ¡Maldito maníaco!
– Sí, imagínatelo, Manny, un tipo con corbatas a juego sin personajes de dibujos animados o retratos de jugadores de fútbol en ellas. Eso sí que es sospechoso, de veras. -Bowman no se movió de su sitio al lado del televisor.
– Y yo qué quieres que te diga… Soy un tipo leal. Además, Bowman, el que me pidió que le prestara mi corbata de Bugs Bunny fuiste tú. Todos los de esta habitación te oyeron pedírmela.
– Eso fue por Halloween, idiota. Se trataba de una broma. Tenía que disfrazarme de Osear, de La extraña pareja.
Dominick se sacó los guantes de látex del bolsillo del pantalón y abrió las puertas de madera de debajo del lavabo: pulcras hileras de champú y acondicionador, pilas de jabón Dial, rollos de papel higiénico, un secador de pelo. En el siguiente, un cesto con peines y cepillos, más rollos de papel, una caja de condones.
– Eh, Chris, Eddie -llamó-, ¿qué han hecho hasta el momento los del laboratorio en el baño principal? No han metido nada en bolsas todavía, ¿no?
Chris Masterson le respondió:
– Solo han tomado huellas. Yo iba a ocuparme del baño y el vestidor cuando acabara con las cintas. Fulton me dijo que subiría a ayudarnos cuando hubiera acabado con la cabaña, pero hace rato que no sé nada de él.
Manny volvió a asomar la cabeza por el vestidor.
– ¡Menudo pedazo de gandules estáis hechos! Nosotros llevamos todo el día currando como muías para meter entre rejas a ese jodido chiflado, y mientras vosotros estáis aquí, sentados, viendo porno. Dejad que os lo pregunte: ¿hacía falta realmente que os ocuparais los dos de clasificar esas cintas, o de eso podría haberse encargado Larry mientras Mo hacía algo más que esperar a Curly?
– Déjame en paz, Oso -le espetó Bowman-. Nos tomamos un descanso del porno para ver en directo la sesión del tribunal, así que sabemos que no pasó de veinte minutos. Tú debías de llevar hora y media en el Pickle Barrel, tomándote tu café con leche y agenciándote el teléfono de la señora Álvarez número cuatro.
– Vale, chicos, dejadlo correr -ordenó Dominick desde el baño.
Abrió el armario de las medicinas: botellas de Advil. Tylenol y Motrin se alineaban al lado de tarros de Vicks VapoRub, un tubo de lubricante K-Y y un frasco de Mylanta. Pinzas, pasta de dientes, enjuague bucal, hilo dental, crema de afeitar y cuchillas llenaban los otros dos estantes. Todas las etiquetas miraban hacia fuera, perfectamente alineadas y rectas, como en el escaparate de una farmacia. Dos finos envases de color marrón para recetas magistrales destacaban del resto, pero no contenían nada especialmente interesante. Uno estaba fechado en febrero de 1999, y se trataba de un antibiótico, Amoxicilina, recetado por un médico de Coral Gables. El otro era del mismo médico, una receta para un descongestionador nasal, Claritin.
Dominick abrió uno de los cajones. Había un pequeño cesto marrón lleno de bolas de algodón, al lado de una hilera de tubos de limpiador facial e hidratante. Una serie de manoplas negras y crema, cuidadosamente dobladas, se alineaban en el fondo del cajón. Metió la mano y las retiró. Allí, debajo de los ordenados montones, había otro frasco para preparados magistrales, en ese caso más que medio lleno.
– ¡Mierda de la buena! -gritó Dominick, acunando en la palma de su enguantada mano la botella marrón que contenía la receta de Haldol de William Rupert Bantling.