Capítulo 91

Abrió los ojos lentamente, esperando ver encima de ella los cegadores fluorescentes; sin embargo, solo se vio a sí misma: la imagen de su cuerpo vestido con su traje verde oliva, tumbado en la camilla de acero, con las manos atadas a los lados y las piernas inmovilizadas. Parpadeó y se dio cuenta de que se trataba de un espejo. Se encontraba tumbada de espaldas mirando al espejo del techo. Rodeando el cristal estaban los brillantes fluorescentes que había esperado ver y que iluminaban una estancia totalmente pintada de negro. A pesar de que no alcanzaba a ver detrás, por lo que llegaba a distinguir, el lugar era de dimensiones reducidas, de unos tres metros por cuatro. Tampoco divisaba ninguna ventana. Enfrente de la camilla había una cámara instalada en un trípode. El Aleluya de Mozart sonaba en alguna parte.

Notaba el cuerpo entumecido, y sus extremidades, disociadas del torso. Pensó en mover un dedo y no estuvo segura de haberlo logrado. Carecía de percepción sensorial. Cerró los párpados lentamente y los volvió a abrir, y cada vez sus ojos tuvieron que esforzarse en enfocar de nuevo la visión. Su cabello olía a champán. Intentó hablar, pero tenía la lengua inerte, y las palabras que le salieron fueron un confuso farfulleo, como si no tuviera lengua.

Ladeó la cabeza hacia la derecha y vio a Chambers de pie en un rincón, dándole la espalda. Tarareaba. Oyó el sonido del agua corriente y el tintineo de objetos metálicos entrechocando. Los sonidos de la estancia martillearon sus oídos y se amortiguaron. Martillearon y se amortiguaron, igual que un dolor de cabeza.

Chambers se volvió hacia ella, ladeó la cabeza y frunció el entrecejo.

– Debe de tener una alta tolerancia, Cejota. No esperaba verla despierta hasta dentro de varias horas.

Ella intentó hablar de nuevo, pero solo consiguió que le saliera un balbuceo incoherente. Tras él vio un carrito con ruedas. En él, sobre un inmaculado tapete, los afilados instrumentos brillaban bajo el resplandor de los fluorescentes. Entonces reparó en las cizallas.

– Quizá se le estén pasando los efectos. No importa. Está usted aquí. Eso es lo que cuenta. ¿Cómo se encuentra? -Le enfocó los ojos con una linterna de bolsillo, y ella notó que los párpados luchaban por cerrarse-. Supongo que no demasiado bien. No se moleste en hablar, porque no puedo entenderla. -Le desató una ligadura de un brazo y le buscó el pulso en la muñeca-.Vaya. Debería estar dormida. Prácticamente debería estar en coma; sin embargo, tiene el pulso disparado. Es usted toda una luchadora, ¿no?

Le soltó el brazo, y este cayó inerte en la camilla con un golpe sordo. C. J. vio entonces que el médico tenía el brazo vendado y recordó la botella de champán.

– No luche. No se resista. Eso acelera el ritmo cardíaco y la fuerza del torrente sanguíneo, y al final resulta un verdadero engorro. No es que no me apetezca bañarme en su sangre, pero hay que tener en cuenta que luego hay que limpiar.

C. J. se esforzó por mover la cabeza.

– Ahora lo entiende, ¿verdad? Por fin lo ha comprendido. -Sonrió mientras la contemplaba, mientras ella iba empapándose del espanto y el horror que le brindaba, y vio que se esforzaba por comprender a través de la neblina de las drogas-. Ahora no irá a creer que tengo intención de revelarle la receta secreta de la familia, que voy a proporcionarle una detallada confesión de última hora para que todo quede claro, porque no pienso hacerlo. Hay algunas preguntas que la acompañarán a la tumba. -Suspiró y le acarició el cabello-. Bastará que le diga que soy un caballero y que los caballeros las prefieren rubias. Así ha sido desde el primer momento en que la conocí, Cejota, hace diez años. Desde entonces la he llevado en el pensamiento. A la hermosa Cejota. A la extraordinaria fiscal que se esforzaba por no parecer tan bella, a la que luchaba por vivir un día más y que cargaba con un siniestro secreto cuya carga decidió compartir con una sola persona: su psiquiatra, mientras sobrellevaba su solitaria existencia, acosada por recuerdos y pesadillas que la impedían dormir, que no la dejaban hallar a alguien que la ayudara a que se sintiera menos desgraciada. Un diagnóstico de estrés postraumático es lo que corresponde en este caso. Eso y una depresión clínica en los momentos clave, como Navidad y el día de San Valentín. ¿Le suena, Cejota? ¿Es un buen resumen de las cosas? Veamos, ¿cuántas horas de terapia a setenta y cinco dólares la hora, incluyendo el descuento de la policía? ¿Durante cuántos años? ¿Y todo para resumirla en unas pocas frases?

Siguió acariciándole el cabello, apartándoselo del hermoso rostro. Se inclinó acercando su cara a la de ella, examinándola con aquellos ojos que en otro tiempo ella había creído compasivos y que en ese momento demostraban piedad y puede que un atisbo de desprecio.

– Voy a hacer que se sienta realmente bien consigo misma, Cejota -le susurró al oído-. Nunca ha estado tan enferma. Al menos no más que la mayoría; no más que cualquier ama de casa de Star Island, aburrida del lujo de su existencia. Usted se dio cuenta de que su vida era un desastre y tuvo la mala suerte de escogerme a mí para que la remediara.

Se incorporó, y ella vio que sacaba una jeringa y un pequeño frasco del bolsillo.

– Le he prometido que no la aburriría con una confesión de medianoche acerca de mis miserables hazañas; pero debo decirle que usted y Bill eran unos casos perfectos para ser estudiados. Un soberbio tema para una tesis. La víctima de una violación y su violador. ¿Qué ocurriría si se cambiaban las tornas? ¿Y si la perseguida se convertía en perseguidora? ¿Qué camino tomaría si se le presentaba la oportunidad, el ético o el justo? ¿Hasta dónde estaría dispuesta a llegar para desquitarse? ¿Y qué implicaría eso, cuánto debería pagar el pobre Billy por sus delitos pasionales? ¿Sería su vida pago suficiente?

»Debo reconocer, Cejota, que ha sido francamente emocionante verla a usted y ver a un despistado Billy, cuyo único problema es que no sabe mantener la polla dentro de la bragueta ni controlar su mal genio. -Chambers se movió hacia el estómago de C. J. al tiempo que llenaba la jeringa de un líquido transparente-. Mientras usted dormía vi el trabajo que hizo en su cuerpo. Estaba usted en lo cierto: fue una barbaridad, realmente -dijo torciendo la boca con disgusto-. Y luego tener que soportar verlo a él y a su ego convencidos de que se iban a librar, subestimándola todo el tiempo. Reconozco que estuve tentado de permitir que quedara en libertad y conservar mis pequeños trofeos, todos ellos. Y ver qué haría usted el día en que le abrieran la celda y le dieran cinco pavos para que tomara el autobús de vuelta a casa. ¿Habría estado usted allí, observándolo entre las sombras, con el trabuco de su papaíto, dispuesta a llenarlo de plomo?

»Pero al final decidí que este sería un final más feliz. Ahora irá a reunirse con su Hacedor sabiendo que es la responsable de que otras personas vayan a matar a un inocente por usted. Explíquele eso a Dios. Aunque, por otra parte, ¿lo harán? No sé. No sé. Quizá Bill gane la apelación. ¿No sería eso irónico? Usted muerta y él vivo, follándose a otras mujeres con ese horrible cuchillo suyo.

C. J. dijo algo, pero las palabras le brotaron como un torrente desesperado e incomprensible.

– Oh, Cejota, no tenga miedo. Solo voy a dejarla un rato. Volveré. Quería darle algo en que pensar hasta nuestra próxima sesión. Y ahora tengo que ir a ganarme el pan. Tengo una paciente a las nueve que me espera con impaciencia, un caso de trastorno obsesivo compulsivo, y Estelle se ha quedado atascada en un embotellamiento, así que tengo que volver a la consulta. -Le clavó la aguja en el brazo-. Esto debería dejarla más contenta. Estoy seguro de que ha oído hablar de él. Haloperidol. Que tenga felices sueños. Nos veremos luego, haremos unas cuantas fotos y nos reiremos un rato.

C. J. oyó el tintineo de unas llaves y la puerta que se abría con un crujido.

La negra estancia se hizo borrosa otra vez. Notó que se le cerraban los párpados y que los puños se le relajaban y le quedaban insensibles. Notó el cuerpo ingrávido. Notó que caía. Que caía sin chocar contra nada, sin parar.

– La veré más tarde -fue lo último que escuchó.

Castigo
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