Capítulo 30
La casita de dos plantas de Almería Road, en Coral Gables, un rico extrarradio de Miami, resultaba bonita. De estilo español clásico, construida quizá sesenta o setenta años atrás, tenía una planta cuadrangular, un tejado de tejas antiguas y estaba pintada de un color amarillo mostaza. Hermosas flores de vividos colores brotaban de las macetas que colgaban de los alféizares, y el camino de ladrillo que conducía a la arqueada puerta de roble con picaporte de hierro forjado estaba rodeado de alegres parterres. Desde luego, no parecía la consulta de un psiquiatra. En una placa, justo encima del buzón de barro cocido, se leía: Dr. Gregory CHAMBERS.
C. J. abrió la puerta y entró. La salita de espera tenía un suelo de terrazo mexicano y estaba decorada en tonos claros, amarillos y azules; unos colores suaves y relajantes. Grandes palmeras se desplegaban en los rincones, y confortables sofás de cuero se apoyaban contra ambas paredes. En la gran mesa de centro había revistas de todo tipo, y sonaba la voz de Sarah Brightman cantando el Ave María de Schubert por los altavoces. Una música también suave y relajante. No era cosa de permitir que los chiflados ricos se pusieran nerviosos durante sus visitas al simpático doctor.
Estelle Rivera, la secretaria, estaba sentada tras la ventanilla del despacho que separaba a los cuerdos de la sección de los necesitados de ayuda. A través del cristal, C. J. vio los teñidos mechones de color «puesta de sol otoñal» que Estelle se había crepa-| do exageradamente en la coronilla.
No había nadie en la salita. C. J. hizo sonar la campanita que había al lado de la ventanilla. Sonó un suave tling, y Estelle descorrió el cristal y le sonrió con sus labios pintados de rojo fuego.
– Buenos días, señorita Townsend. ¿Cómo está usted hoy?
«Creía que el personal no estaba autorizado a formular semejante pregunta si no era en presencia del médico.»
– Bien, Estelle. ¿Y tú?
Estelle se levantó. Su cabello rebasaba la ventanilla, pero no su mentón. Apenas sobrepasaba el metro cincuenta.
– Tiene usted buen aspecto, señorita Townsend. La vi ayer en las noticias. Ese tío debe de ser un verdadero enfermo, con todo lo que hizo a esas pobres mujeres. -Meneó la cabeza.
«Más de lo que te imaginas, Estelle. Más de lo que te imaginas.»
– Sí. Claramente se trata de un perturbado. -C. J. se movió, y sus tacones repicaron en el suelo de terrazo.
Estelle se llevó las arrugadas manos, rematadas por unas relucientes uñas de tres centímetros, al rostro y volvió a menear la cabeza. En cada dedo llevaba algo de bisutería.
– Es terrible. Esas chicas tan guapas; sí, tan guapas… Y él también tiene un aspecto tan normal… No sé. Parece un tipo guapo y decente. Qué va uno a imaginar. -Se inclinó hacia delante y bajó el tono de voz-. Espero que lo encierre, señorita Townsend, que lo meta donde no pueda hacer daño a más mujeres.
«Salvo Lizzie Borden, en el sitio al que va a ir, Estelle, las mujeres ya no tendrán que volver a preocuparse por él.»
– Haré todo lo que pueda, Estelle. ¿Está el doctor Chambers?
La secretaria pareció contrariada.
– Oh, sí, sí. La está esperando. Por favor, entre cuando guste.
La puerta zumbó y la «necesitada de ayuda» entró en el mundo de los cuerdos. Al final del pasillo, la puerta del doctor Chambers estaba abierta, y C. J. pudo ver su figura inclinada sobre el enorme escritorio de caoba. Cuando ella se acercó haciendo resonar sus tacones, el médico levantó la vista y le sonrió.
– ¡Cejota! Me alegro de verla. Pase, pase.
La consulta estaba pintada de un color azul claro, y una cenefa con un motivo floral decoraba las ventanas en forma de arco. Unas cortinas de persianilla dejaban entrar la luz del sol, que dibujaba líneas paralelas sobre la moqueta y las cómodas butacas de cuero azul.
– Buenos días, doctor. Me gusta el arreglo que ha hecho en su oficina. Le ha quedado bien -dijo C.J. sin acabar de entrar.
– Gracias. Lo terminamos hace tres meses. Me parece que hace tiempo que no venía por aquí.
– Sí. Sí, es que he estado muy ocupada.
Se hizo una breve pausa. Luego, él se levantó y salió de detrás de su mesa.
– Bien, pase, por favor -dijo, cerrando la puerta tras ella-. Siéntese.
Le indicó que se acomodase en una de las butacas y él se instaló en la de enfrente, ligeramente inclinado hacia delante, con las manos entrelazadas y los codos en las rodillas. Resultaba de lo menos formal. C. J. no sabía si era así con todos los pacientes, o si con ella actuaba de forma especial por lo prolongado de su relación. Greg Chambers siempre la hacía sentir como si sus problemas con el mundo no fueran algo que no pudiera manejarse.
– Me he enterado de que han detenido a un sospechoso en el caso de los asesinatos de Cupido. Lo vi ayer, en las noticias de las once. Buen trabajo, Cejota.
– Gracias, gracias, pero todavía nos queda mucho por hacer.
– Ese tipo…, ¿se trata del verdadero asesino?
C. J. cambió de postura y cruzó las piernas.
– Eso parece. Por si el cadáver de Anna Prado en su maletero no fuera suficiente, con lo que hemos encontrado en su casa caben pocas dudas.
– ¿De verdad? Vaya, pues estamos de suerte. -Los ojos azules del médico buscaron los de ella-. Imagino que con la presión de toda la prensa debe de ser un caso francamente estresante. -Su tono había hecho una inflexión al pronunciar la palabra estresante, como si planteara una pregunta y la invitara así a empezar.
C. J. asintió y concentró la mirada en su regazo. Habían pasado varios meses desde la última vez que se había sentado allí. Tras tantos años, había llegado el momento de averiguar si la terapia había funcionado, si el polluelo era capaz de volar, si podía salir al mundo y dejar atrás los recuerdos que la anclaban al pasado. Durante el intento, entre excusas de exceso de trabajo y escasez de tiempo, había ido reduciendo sus visitas bisemanales hasta dejarlas en algo episódico y abandonarlas por completo en primavera. Sin embargo, ahí estaba de nuevo, llamando a la puerta en busca de ayuda.
– ¿Va a llevar el caso junto con alguien más de la oficina del fiscal? -preguntó el médico. Sonaba igual que su padre cuando se preocupaba porque no comía o no dormía lo bastante.
– No. Por el momento lo llevaré yo sola, a menos que Jerry Tigler designe a alguien más.
– ¿Quién dirige la investigación? ¿Dom Falconetti?
– Sí, con Manny Álvarez, de la policía de Miami City.
– Conozco a Manny. Es un gran detective. Trabajé con él en el cuádruple homicidio de Liberty City de hace unos años. Me parece que también conocí al agente Falconetti el año pasado, en la conferencia de médicos forenses de Orlando.
Los cabellos negros de Chambers estaban salpicados de gris, pero se trataba de un gris reluciente que acentuaba sus amables y azules ojos y que añadía una nota de carácter a un rostro que de otro modo habría resultado anodino. El inevitable paso de los años le había trazado profundas arrugas en la frente y en la comisura de los ojos, que también contribuían a dignificarlo. C. J. estaba convencida de que debía de ser más atractivo en ese momento, a los cuarenta y tantos, de lo que había sido a los veinte. Entonces se acordó de las fatigadas facciones que el día antes había visto reflejadas en el espejo. Los hombres envejecían mucho mejor que las mujeres, y no era justo.
– Bueno, Cejota, a juzgar por el tono de su última llamada, está claro que algo va mal. ¿Qué ocurre?
C. J. volvió a cambiar de postura y cruzó las piernas de otra manera. Tenía la boca seca.
– Bueno, la verdad es que tiene que ver con el caso Cupido.
– Ah. ¿Necesita consejo profesional?
Ahí radicaba el problema: además de haber sido su psiquiatra durante los últimos diez años, Gregory Chambers era también un colega de profesión, un psiquiatra forense que asesoraba regularmente a la Oficina del Fiscal del Estado y al departamento de policía en los crímenes especialmente violentos. Había testificado docenas de veces en complicados crímenes y casos de violencia doméstica, donde la cuestión principal que había que explicar al jurado era simplemente el porqué, por qué los hombres perpetraban aquellas salvajadas. Las mismas características que hacían fácil hablar con él como psiquiatra también hacían que resultara sencillo escucharlo como experto. Con su rostro amable, su fácil sonrisa e impecables credenciales, Gregory Chambers sabía cómo explicar lo inexplicable en términos legos: los hombres agredían sexualmente a niños inocentes porque eran pedófilos; los novios perseguían a sus novias con un Kalashnikov porque eran psicópatas; las madres mataban a sus hijos porque eran bipolares; los escolares abatían a tiros y a sangre fría a sus compañeros de clase porque padecían algún trastorno de personalidad.
Sus diagnósticos siempre daban certeramente en el blanco. La policía confiaba en él y lo respetaba, lo mismo que el resto de la comunidad, lo cual explicaba aquella acogedora consulta en el lujoso barrio de Coral Gables, a trescientos dólares la hora. Cuando alguien era rico podía permitirse estar como una cabra. Por suerte, C. J. gozaba de un descuento especial por pertenecer a la oficina del fiscal. Chambers nunca había testificado en ninguno de sus casos, y ella siempre había tenido especial cuidado a la hora de trazar una línea divisoria para que no surgieran conflictos ante los tribunales. Habían dado conferencias conjuntas y participado en seminarios de la policía.
Ella había solicitado su consejo de manera extraoficial en alguno de los casos que había llevado.
En ese papel, Chambers había obrado a la vez como amigo y experto, y C. J. recordó que en tales ocasiones solía llamarlo sencillamente «Greg» y lo tuteaba.
Sin embargo, esa mañana, era el doctor Chambers.
– No, no busco su consejo como experto. No le habría llamado a las nueve de la noche si hubiera necesitado eso. -Sonrió débilmente.
– Se lo agradezco, pero no todo el mundo es tan considerado como usted. -Sonrió ladinamente-. Jack Lester me llamó a la una de la madrugada, aunque tampoco me importa.
Jack Lester era otro de los fiscales encargados de los casos importantes, y C. J. lo despreciaba.
– Jack Lester es un cretino arrogante y pomposo, y usted debería haberle colgado. Yo lo habría hecho.
Chambers rió.
– Me acordaré para la próxima vez, porque seguro que la habrá. -Volvió a ponerse serio-. Pero si no quería mi consejo en el caso, entonces… -Dejó la pregunta en suspenso.
C. J. se removió, incómoda. En su cabeza, los segundos pasaban. Cuando habló, su voz no fue más que un susurro:
– Usted sabe por qué empecé a consultarle. Usted conoce la razón de mis visitas como paciente.
Él asintió.
– ¿Se trata de las pesadillas? ¿Han vuelto a aparecer?
– No. Me temo que es algo peor que las pesadillas. -Miró desesperadamente a su alrededor y se pasó los dedos por el cabello. ¡Dios! ¡Cómo necesitaba un cigarrillo!
– Entonces, ¿de qué se trata? -preguntó él, ceñudo.
– Ha vuelto. Esta vez ha vuelto -repuso con voz quebrada- y es de verdad. Es real. Es William Bantling. ¡Cupido! ¡Es él!
El doctor Chambers meneó la cabeza, como si no acabara de entender lo que ella le decía.
C. J. sacudió la cabeza, y las lágrimas que tanto tiempo había contenido le brotaron de los ojos.
– ¿No entiende lo que le estoy diciendo? ¡Se trata de Cupido! ¡Él es el hombre que me violó! ¡El payaso es él!