Capítulo 70
La puerta que daba a las dependencias del magistrado se abrió, y el juez Chaskel salió rápidamente, con la toga negra flotando tras él al subir al estrado.
– ¡Todos en pie! El tribunal abre su sesión. Preside el honorable Leopold Chaskel III -anunció el alguacil en tono perentorio.
Los presentes guardaron silencio mientras el magistrado se colocaba las gafas y fruncía el entrecejo, al tiempo que repasaba la hoja con los nombres de los candidatos a jurado que Janine, la secretaria, le había entregado. El estrado del jurado estaba vacío, así como todo el lado derecho de la sala, que había sido delimitado con una cuerda. Ahí sería donde se sentarían los candidatos durante la selección. Los observadores y naturalmente la prensa llenaban las filas de la izquierda. Eran las nueve y diez de la mañana del 18 de diciembre.
– Buenos días a todos. Lamento llegar tarde. Tenía un desayuno con jueces colegas al que no podía faltar. Es la época. -Miró por encima de las gafas y del estrado, hacia donde se encontraba la secretaria-. Hablando de la época, Janine, nada de sombreros en la sala, por favor -dijo refiriéndose al gorro de Santa Claus que llevaba la mujer. Ella se lo quitó rápidamente y lo guardó en un cajón de su mesa. El juez se aclaró la garganta-. Bien. Estamos reunidos hoy en el caso de «El estado de Florida contra…».
– Se interrumpió y recorrió la sala con la vista-. ¿Dónde está el acusado? -preguntó, ceñudo.
– En este momento lo están trayendo de la cárcel, señoría -respondió Hank, el alguacil.
– ¿Y por qué no está aquí ya? Dije a las nueve, no a las nueve y cuarto. Solo los jueces están autorizados a llegar tarde.
– Sí, señoría, pero parece que el acusado les ha dado algunos problemas esta mañana. No parecía querer cooperar.
El juez Chaskel, obviamente irritado, meneó la cabeza.
– Pues no quiero que el acusado comparezca ante los candidatos del jurado escoltado por los de Vigilancia Penitenciaria, porque podría condicionarlos. Reténgalos hasta que haya llegado. ¿Cuántos candidatos a formar parte del jurado tenemos esperando ahí fuera, Hank?
– Doscientos.
– ¿Doscientos y con las vacaciones de Navidad a la vuelta de la esquina? No está mal. Empecemos con los primeros cincuenta y veamos cómo va la cosa. Ah, y quiero tener unas palabras con el señor Bantling antes. -Miró a Lourdes Rubio-. Señorita Rubio, su cliente se está ganando una pésima reputación de alborotador tanto dentro como fuera de este tribunal.
Lourdes pareció compungida, como si la conducta de su representado fuera responsabilidad de ella. La última vez después de Halloween que había visto a C. J. había sido ante el juez, y ya entonces se había fijado en que la fiscal había evitado mirarla a la cara.
– Lo siento, señoría… -empezó a decir, pero fue interrumpida por el ruido de unas puertas al abrirse.
Tres forzudos guardias de Vigilancia Penitenciaria entraron en la sala llevando a William Bantling esposado de pies y manos. El acusado iba vestido con un caro traje italiano de color gris oscuro, camisa blanca y corbata de seda gris claro, también de marca.
A pesar de que a C. J. le pareció que debía de haber perdido unos diez kilos, tenía buen aspecto, salvo por el lado izquierdo de la cara, que se le estaba amoratando. Los agentes lo sentaron no sin brusquedad al lado de Lourdes, que apartó un poco su silla.
– No le quiten todavía esas esposas, agentes. Tengo que decirle algunas palabras al señor Bantling. ¿Por qué se ha retrasado?
– Se ha peleado, señoría -contestó uno de los vigilantes-. Empezó a chillar y a gritar que no pensaba presentarse ante el tribunal sin las joyas que llevaba cuando llegó. Nos acusó y nos dijo que éramos una panda de ladrones. Tuvimos que reducirlo para conseguir sacarlo de la celda.
– ¿Y por qué no puede llevar sus joyas?
– Porque es un riesgo para la seguridad.
– ¿Un reloj es un riesgo para la seguridad? No nos pongamos en plan absurdo, agente. Yo le permito llevar sus joyas en esta sala.
El juez Chaskel entrecerró los ojos y miró a Bantling.
– Ahora escúcheme bien, señor Bantling. He sido testigo de sus desmanes en esta sala y estoy al tanto de los alborotos que ha organizado en otras partes, así que le advierto desde ahora que no soy un juez paciente ni tolerante. Tres avisos y se acabó. Ya ha gastado dos. Si se comporta indebidamente y me obliga a ello, haré que lo traigan todos los días esposado, amordazado y vestido con su mono rojo. ¿Me he explicado con claridad?
Bantling asintió sin que sus fríos ojos se apartaran del juez:
– Sí, señoría.
– Bien. ¿Tiene alguien algo más que decir, o podemos pasar a seleccionar al jurado?
Bantling se volvió para mirar a C.J., agitando su secreto encima del pozo.
El juez Chaskel hizo una breve pausa y prosiguió:
– De acuerdo. Si nadie tiene nada, vamos a ello. Agente, quítele las esposas al señor Bantling. Hank, vaya a buscar a los primeros cincuenta. Quiero tener al jurado seleccionado antes de que acabe la semana. Que este caso no se alargue más allá de las vacaciones de Navidad.
A pesar de la angustia que le oprimía el pecho y hacía que la sala le diera vueltas, C. J. sostuvo desafiante la mirada de Bantling. Muy lentamente, la lengua de Bantling asomó y se deslizó por sus labios, descubriendo una sonrisa de complicidad. La boca le brillaba bajo las luces de la sala.
C. J. supo que ese no sería el día en que Bantling revelara al mundo su secreto. No. Prefería atormentarla con la espera, manteniéndola en la duda. Manejaría el secreto igual que un arma mortífera y la utilizaría cuando más la necesitara, lanzándola rápida y con todas sus fuerzas contra su yugular.
Y ella nunca la vería llegar.