Capítulo 49

– El laboratorio ha tardado unos días, pero al fin lo han identificado. El sedal que se usó con Morgan Weber es el mismo que se halló en el cobertizo -dijo Dominick.

Estaban a lunes, 16 de octubre, y habían pasado exactamente dos semanas desde el señalamiento del juicio de Bantling. Manny, Eddie Bowmari, Chris Masterson, Jimmy Fulton y otros miembros de la unidad especial se hallaban sentados a la mesa de cerezo de la sala de reuniones de la sede del Departamento de Policía de Florida. C. J. ocupaba la cabecera, al lado de Dominick. Estaban en plena reunión de estrategia.

– Eso es estupendo. Ahora dame las malas noticias. ¿Cuántas bobinas de ese sedal se han fabricado y vendido en los últimos diez años para ir de pesca por todo Florida? -preguntó Manny.

– Un montón. Estamos trabajando para averiguar el número aproximado -repuso Dominick-. Otra buena noticia: Jimmy y Chris han acabado de examinar los archivos de la loca de Tommy Tan y han averiguado que nuestro vendedor del año pasaba fuera seis meses al año, pero que ha sido tan amable de quedarse en casita los días de las desapariciones de todas las chicas.

– ¿No tenemos a nadie que lo haya identificado en compañía de alguna de ellas? -preguntó C. J.

– No. Solo algunas aspirantes a Jerry Springer, pero nada digno de crédito -contestó Dominick.

– Bueno, por el momento no ha presentado ninguna coartada y no quiere participar en el intercambio previo, lo cual me preocupa. Así que no tenemos idea de por dónde va a salir la defensa. Quizá nos espere una sorpresa en el juicio -comentó C. J.

– ¿Algo como un hermano gemelo igualmente diabólico? se burló Chris.

– Siéntate, Sherlock, antes de que te hagas daño -terció Manny, y todos rieron.

– ¿Y cuándo vamos a relacionarlo con los demás asesinatos? -quiso saber Eddie Bowman, con lo que apagó todas las risas. Se rascaba el cogote impacientemente-. Me pondría enfermo que ese pervertido, por la razón que fuera, consiguiera librarse de lo de Prado y no tuviéramos nada para evitar que saliera por la puerta en plena noche.

– No se va a librar de lo de Prado -aseguró C. J.

– El caso es a prueba de bomba, ¿verdad? -preguntó Chris.

– Tanto como un caso puede serlo. Tenemos el análisis del ADN y coincide con el de Anna. La del cobertizo era su sangre. Tenemos su cuerpo en el maletero. Tenemos el arma homicida hallada en el cobertizo. La mutilación del cuerpo y la extirpación del corazón es de una crueldad terrible, por no mencionar las drogas que usó para paralizarla y mantenerla consciente mientras la torturaba y mataba. También tenemos el secuestro de Prado en el Clevelander, lo cual demuestra premeditación. Todos son elementos agravantes que necesitaremos para que le apliquen la pena de muerte. Todo lo que me gustaría para sellar este caso es el corazón de Prado, por no hablar de los de las otras. Pero al menos en el caso de Prado tenemos lo suficiente para seguir adelante.

– ¿Y por qué no lo acusamos de los demás? -preguntó Bowman de nuevo, aparentemente molesto.

A pesar de los doce años que llevaba en la policía, a veces no entendía cómo funcionaba el sistema legal una vez que un caso perfectamente sustentado se lo endilgaban a un abogado y, a pesar de contar con un montón de declaraciones y una confesión de dos horas, por alguna triquiñuela legal el jurado tenía que hacer caso omiso de todo. Era algo que ocurría cada vez más y que cada vez lo cabreaba más. Uno esperaba recibir una mención honorífica y ver el propio nombre en una placa por el gran trabajo realizado en un caso, y al minuto siguiente estaba sentado en un tribunal escuchando un veredicto de inocencia en el mismo asunto. Por lo tanto, Bowman no se hacía ilusiones en el caso Bantling, a pesar de que la fiscal insistiera en lo «a prueba de bomba» que era.

– Pues porque Bantling es un maniático del reloj. Quiere un juicio rápido en el caso de Anna Prado, y a mí no me apetece precipitarme y que después, por las prisas, se me pase algo. Si puedo hacer que lo condenen por lo de Prado, entonces puedo invocar la norma Williams y ligar ambos casos. De ese modo, aunque no tengamos pruebas físicas que lo vinculen con las demás víctimas, el jurado podrá enterarse de los asesinatos y de la culpabilidad de Bantling en uno de ellos. Naturalmente, todo sigue siendo circunstancial, y eso es algo que me pone nerviosa, especialmente con los jurados de Miami. Quiero pruebas tangibles, y lo del sedal puede ser un comienzo; pero necesito alguna prueba que lo relacione con esas mujeres. Quiero el arma homicida, Eddie, la pistola que echa humo. Encuéntrame los trofeos que ha arrancado a sus víctimas. Encuéntrame sus corazones.

– Bueno, seguimos buscando, Cejota. Pero, por lo que sabemos, lo mismo puede haberlos enterrado que habérselos comido. No veo por qué es tan necesario dar con ellos. -Bowman volvió a rascarse el cogote.

– Oye, Bowman, ¿qué tienes? ¿Pulgas? -terció Manny-. Quizá te estén criando en las orejas, porque parece que no escuchas lo que la fiscal te ha dicho. Va a ir a por él con los corazones o sin ellos. Dadle tiempo.

No todos compartían el negro pesimismo de Bowman.

– Mira, Eddie, no creo que hiciera lo que dices -contestó C. J.-. Creo que los ha guardado en alguna parte, en algún lugar donde pueda contemplarlos y recordar. He hablado con Greg Chambers, el psiquiatra forense que consultamos en el caso del estrangulador de Tamiami. Todos los compulsivos arrancan trofeos de sus víctimas: instantáneas, joyas, pasadores para el cabello, ropa interior, objetos personales. Según él, los corazones son el trofeo de Bantling. Encaja con su perfil. No destruiría algo que le ha costado tanto conseguir y para lo que ha montado tanta ceremonia. Deben de estar en algún sitio donde puedan conservarse y donde él pueda contemplarlos a placer y siempre que quiera, tocarlos y recordar. Por lo tanto, Eddie, creo que deben de estar en alguna parte. Solo nos hace falta saber dónde buscar.

»Entretanto, he mandado una citación para que nos entreguen los historiales médicos de Bantling de Nueva York. Todavía no ha presentado una apelación por demencia, y no creo que el juez Chaskel vaya a permitirme ver los historiales a menos que Bantling apele a su estado mental. Sin embargo, los verdaderos diagnósticos de su condición médica y lo que le recetó su médico son directamente relevantes, y los conseguiré. Eso demostrará la fuerte relación existente entre él y todas las víctimas en las que el forense ha hallado Haloperidol. -Se pasó los dedos por el cabello y se lo recogió tras las orejas. A continuación empezó a llenar su maletín-. De todas maneras, es posible que no tengamos que rompernos demasiado la cabeza. Puede que hasta nos lo ponga fácil.

– ¿Y cómo? -preguntó Dominick.

– Ayer me llamó Lourdes Rubio. Quieren hablar. Seguramente de cómo pueden litigar y evitar la petición de pena de muerte.

– ¡Y una mierda! -saltó un excitado Bowman-. ¡Ese hijo de puta no se va a pasar la vida en la cárcel con cuatro comidas diarias, a expensas de mis impuestos, después de haberse cargado a once mujeres!

– No seas tan puñeteramente gruñón, ¿quieres? -le espetó Manny-. La fiscal no va a dejar que se salga con la suya. He visto el tamaño de sus pelotas en los juicios y puedo decirte que son mucho más grandes que las tuyas, Bowman.

– Prescindir de la petición de la pena capital queda descartado -dijo C. J.-, pero si lo que quiere es ahorrar al estado el tiempo y los dolores de cabeza de procesarlo por nueve asesinatos, desde luego que pienso permitírselo. Como si le da la gana de decirle al jurado que ha abrazado a Jesús y que su colaboración a la hora de litigar debería tenerse en cuenta a la hora de perdonarle la vida. Esa argumentación no le valió de nada a Danny Rolling, de Gainsville, y dudo de que pueda servirle a Bantling. -Cogió el maletín y se encaminó a la puerta-.Ya os haré saber cómo ha acabado. Entretanto, he mandado tal cantidad de papeles a los federales que podrán hacer con ellos confeti suficiente para un desfile presidencial en Manhattan. Cuando hayan acabado de leerlo todo, los acompañaré para que vean las pruebas el viernes. Se están poniendo bastante nerviosos, así que necesitaré que alguien me abra la sala de las pruebas y las prepare. ¿Algún voluntario?

– Sí. Bowman. Le encanta hacer de niñera -rió el Oso-. ¿A que sí, picajoso? Quizá puedas contagiarle algunas de esas pulgas tuyas al tal Gracker, del FBI.

– Pero si no le queda pelo bastante en la cabeza para que las pobres bestias se agarren -intervino Jimmy Fulton desde el fondo del cuarto.

– Oye, basta de hacer bromas con los calvos -lo reprendió Manny-. Bowman y yo somos muy sensibles.

– Que te jodan, Manny. No soy yo quien pierde pelo -protestó Bowman.

– Claro que no, picajoso. Solo que te lo arrancas porque te pica -se burló Manny.

– Bueno, dejémoslo en que eres un «retrasado capilar», Eddíe -intervino Chris Masterson-.Y que conste que a Manny no le he dicho nada. Es demasiado grandullón para mí.

– Te acompañaré afuera -dijo Dominick a C. J.-. Chicos, portaos bien. Nada de escupitajos.

Los dos salieron de la sala de reuniones y bajaron al vestíbulo. La lluvia arreciaba fuera de las puertas de cristal que daban al aparcamiento. Del exterior les llegó el retumbar de un trueno.

C. J. se detuvo ante la puerta principal.

– ¡Maldita sea! Me he olvidado el paraguas.

– Deja que te acompañe.

Dominick cogió un paraguas prestado y la acompañó afuera. Los dos caminaron muy juntos bajo el intenso aguacero hasta el coche de C. J.

– ¿Cómo has dormido estos últimos días? -le preguntó él de repente.

Ella le lanzó una mirada divertida, como si Dominick supiera algo que no tendría que haber sabido.

– ¿Qué?

– Me dijiste que el fin de semana pasado, después de que fuéramos a la escena del crimen de Morgan Weber, apenas habías pegado ojo. Solo quería saber si te habías recuperado.

– Estoy bien. Gracias.

Subió a su jeep, y Dominick le sostuvo el paraguas mientras la lluvia le caía por los lados y le empapaba el pantalón. Las palmeras se inclinaban por el viento. Era la típica tormenta de tarde en Florida en plena temporada de huracanes. Entonces, inesperadamente, Dominick metió la cabeza por la ventanilla hasta el punto de que su rostro y el de C. J. casi se tocaron. El aroma de la colonia de Dominick le hizo cosquillas en la nariz. Su aliento olía a menta, y ella vio las finas arrugas que le rodeaban los amables ojos castaños; recordó el beso de semanas atrás y contuvo el aliento. Notaba las mariposas revoloteando por su estómago.

– Cuando todo esto haya acabado, ¿saldrás a cenar conmigo? -le preguntó él.

Pillada desprevenida por una pregunta que no había esperado, C. J. balbuceó. Cuando por fin consiguió hablar, varios segundos después, se sorprendió al escuchar su respuesta:

– Sí. Cuando todo esto haya acabado.

– Bien. -Dominick sonrió, y las finas arrugas de sus ojos se extendieron por el bronceado rostro. Tenía una sonrisa tan agradable…-. ¿Cuándo te verás con ellos? Me refiero a Bantling y su abogada.

– Pasado mañana, en la cárcel del condado. Te llamaré para contarte cómo ha ido.

No pudo evitar devolverle la sonrisa, una sonrisa cálida e íntima. Las mariposas enloquecieron.

Dominick cerró la puerta del jeep y la observó, cobijado bajo el paraguas, mientras ella salía del aparcamiento y se dirigía hacia la autopista bajo la lluvia.

Castigo
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