Capítulo 27
Gregory Chambers se sentó, muy tieso, en su butaca de cuero. Había captado la urgencia y la desesperación en la voz de C. J. Townsend y se puso de inmediato en alerta.
– Ningún problema, Cejota. Ningún problema. ¿Qué tal mañana?
– Mañana me iría muy bien. Estupendo -contestó ella oyéndole volver las páginas, quizá de su agenda de visitas.
– ¿Podría pasarse a las diez? Ya se me ocurrirá hacer algo creativo con mi agenda.
Dejó escapar un suspiro de alivio.
– Muchas gracias. De verdad. Sí, mañana me va perfectamente.
El doctor Chambers se recostó en su butaca, ceñudo. El tono de su paciente ofrecía motivos de preocupación. Sonaba descompuesta y alterada.
– ¿Necesita que hablemos ahora, Cejota? Dispongo de tiempo.
– No. Ahora no. Necesito poner en orden mis pensamientos. Meditarlos. Pero mañana me va bien. Muchísimas gracias por haberme hecho un hueco.
– Cuando quiera. Llámeme cuando quiera. Si no, nos veremos mañana. -Hizo una pausa-. Acuérdese de que puede llamarme antes si lo necesita.
C. J. interrumpió la comunicación en el inalámbrico y contempló con aire desamparado el salón vacío. El crucero había desaparecido y todo volvía a estar en silencio, salvo por el susurro del viento entre las palmeras y el chapoteo de las olas en el dique. Tibby se frotó contra su pierna y maulló. El día había acabado para él y reclamaba su comida.
El teléfono le sonó en la mano. Dio un respingo y lo dejó caer al suelo. Tenía los nervios de punta.
El aparato volvió a sonar. El identificador de llamadas decía «Falconetti». Lo recogió, vacilante.
– ¿Sí?
– Hola. Soy yo. Tengo tu rastreo automático.
Se había olvidado por completo de aquello. Los acontecimientos del día se le confundían.
– Ah, vale -respondió intentando poner en orden sus ideas y parecer lúcida-. Escucha, me pasaré por tu despacho mañana por la mañana y lo recogeré. ¿A qué hora estarás?
Buscó su copa de vino y se puso a pasear de nuevo de un lado al otro del salón.
Sonaba distraída, ausente, como si no fuera ella misma.
– No. No lo entiendes. Tengo tu rastreo automático para ti y ahora mismo. Estoy en la portería de tu bloque de apartamentos. Déjame entrar.
No. Aquella noche no. No se sentía capaz de encararse con él. No se sentía capaz de hablar con nadie.
– Oye, Dominick…, no es un buen momento. De verdad que no. Me pasaré mañana y te lo recogeré. -Bebió un largo trago de vino-.También puedes dejármelo en el buzón. Mételo en el doce veintidós. Lo recogeré más tarde.
Sabía que sonaba ridículo, pero eso era lo que había, que lo tomara o lo dejara.
«Márchate.»
Se hizo un largo silencio. C. J. fue a la terraza a buscar su cajetilla de Marlboro, ya casi vacía. Entonces una voz rompió el silencio:
– No. Ni hablar. Voy a subir, así que déjame entrar.