Capítulo 81

Lourdes Rubio empezó a exponer su caso el lunes por la mañana a las nueve. El primero en comparecer fue el propietario del taller de pintura de Louie's, de North Miami Beach; luego, el presidente de la Asociación Americana de Taxidermia; después, el jefe de patología forense de la facultad de medicina Albert Einstein. En un solo día, C. J. fue testigo de cómo su caso quedaba reducido a un amasijo de dudas razonables.

El Jaguar de Bantling había estado pintándose todo el lunes 18 y el martes 19, y había sido recogido ese mismo día a las 19.15 de la tarde. Louie testificó que el vehículo había pasado la noche en un aparcamiento sin vigilancia y que más de una docena de empleados había tenido acceso al vehículo durante la jornada. También aseguró que nadie había mirado en el maletero desde que Bantling lo había dejado, porque no les había hecho falta.

William Bantling era un reputado taxidermista, cuyos talentos habían sido reconocidos por la división sudeste de la Asocia ción Americana de Taxidermia. Un escalpelo del número cinco era una herramienta habitual en ese tipo de trabajos. Normalmente, los animales estaban muertos antes de ser disecados, pero en ocasiones se los disecaba vivos para conseguir un efecto más realista, especialmente en la mirada. Eso explicaba sobradamente las manchas de sangre reveladas por el Luminol.

Los restos de sangre hallados en el escalpelo número cinco encontrado en el cobertizo de Bantling eran demasiado diminutos para extraer de ellos una muestra que permitiera efectuar un análisis de ADN. No obstante, las pruebas señalaban que se trataba probablemente de sangre de pájaro. Las células de sangre descubiertas tenían núcleo, cosa de la que carecían las células de sangre humana. Los restos hallados en la hoja que inicialmente habían coincidido con los de Anna Prado también parecían haber sido manipulados, lo mismo que las tres gotas halladas en el suelo del cobertizo. Al menos eso fue lo que dijo el jefe de forenses del Albert Einstein.

C.J. sabía que se podía encontrar al especialista capaz de rebatir las pruebas más concluyentes si se estaba dispuesto a pagar lo que hiciera falta. Por el precio adecuado, había testigos para cualquier defensa, para cualquier teoría legal. Y a veces funcionaba. No obstante, ver su caso hecho trizas…; ver la sonrisa de Bantling hacerse más y más confiada a medida que el jurado asentía, sin darse cuenta, ante el desfile de testigos…; ver las coquetas miradas que la jurado número cinco le lanzaba cuando anteriormente solo había habido miedo en sus ojos… era demasiado. C. J. se dio cuenta de que su turno de preguntas no había estado a la altura, y que su voz había sonado cada vez más desesperada a medida que pasaban los testigos. Había quedado patente que no se había preparado los interrogatorios, que la habían cazado por sorpresa. Era consciente de que estaba perdiendo la confianza del jurado.

No había dormido en todo el fin de semana. Las pesadillas de su violación habían sido sustituidas por otras de la absolución de Bantling. Su torva sonrisa de payaso se volvía hacia ella en el tribunal, riendo, riendo mientras Hank, el alguacil, le quitaba las esposas de muñecas y tobillos y lo dejaba libre. Y entonces Bantling iba hacia ella mientras los demás se limitaban a observar. Dominick, Manny, Lourdes, sus padres, Michael, el juez Chaskel, Greg Chambers, Jerry Tigler, Tom de la Flors; todos se limitaban a observar mientras él la tumbaba sobre la mesa y le metía unas bragas en la boca, sacaba un cuchillo de sierra y le iba cercenando los botones de la blusa.

Era consciente del mal aspecto que tenía. Las ojeras resultaban imposibles de disimular en su pálido rostro; se había roído tanto las uñas que no podía ni ponerse otras postizas. Los vestidos le colgaban de los huesos como si fuera el maniquí de una tienda de ropa usada.

«Consigue pasar el día de hoy, y mañana será seguramente mejor», se repetía continuamente, a pesar de saber que no era cierto. La experiencia le decía que aquella espiral era una calle de sentido único. Si Bantling salía libre, sería el final para ella. Y en esos momentos, semejante posibilidad le parecía solo cuestión de tiempo.

A las seis menos cuarto, el juez Chaskel dejó marchar al jurado.

– Señorita Rubio, dígame cuántos testigos más piensa llamar para que pueda hacerme una idea del tiempo de que disponemos.

– Dos o tres más, señoría.

– ¿Su cliente pretende declarar?

– Todavía no puedo contestar a eso, señoría. No lo sé.

– Bien. En caso de que decida hacerlo, ¿cree usted que habrá terminado mañana por la noche?

– Sí, señoría. Aunque, naturalmente, eso depende del turno de preguntas del ministerio fiscal -contestó Lourdes mirando a C.J.

– Vayamos sobre la marcha, señoría -dijo C.J. en tono fatigado-. Ignoro cuánto tardaré en formular mis preguntas. Seguramente necesitaré algo de tiempo para prepararme si el acusado decide declarar. -«Y en ese caso seguramente me expulsarán de la carrera, señoría, y podrán dejar entrar a los tipos de la bata blanca.»

– Lo entiendo. Llevamos un buen ritmo. Me gustaría escuchar sus alegatos finales el jueves; a menos, claro está, que usted necesite más tiempo, señorita Townsend, y quiera una sesión más el viernes por la mañana. Eso nos permitiría dejar que el jurado deliberara el resto del día y tendríamos un rápido veredicto antes del fin de semana.

«Antes del fin de semana. Y todo habrá acabado.» Así de fácil. Para el fin de semana. Justo a tiempo para la final de los Dolphins y el festival de arte de Coconut Grove.

El fin de semana, y el destino habría quedado sentenciado para siempre.

Castigo
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